Mujeres: la cara más dolorosa de la migración

Hace ya un par de años conocí un caso estrujante. Una joven leonesa emigró con su novio a los Estado Unidos. Ella llevaba mes y medio de embarazo pero aún así cruzó por el desierto; la madre de su pareja había pagado por llevarla a una prometedora vida. Más pronto que tarde, la cultura machista que emigró con el muchacho y las dificultades propias de estar ilegales allá hicieron aflorar en él conductas celosas y violentas hacia la joven que llevó incluso a que ella solicitara el auxilio policiaco en un par de ocasiones y a que todo el embarazo y alumbramiento lo cursara con la ayudas del gobierno americano. Al tiempo, Karen tuvo a su hija Jessica pero las intervenciones policíacas o las mediaciones familiares no aminoraron nunca los malos tratos; no pasó mucho más, para que la soledad y el desamparo personal y legal que vivía Karen le orillaran a regresar a su país con su hija en brazos, con apenas la ropa que traía puesta y por la misma frontera por la que había llegado.

Si bien la madre migrante había vuelto a su estatus legal en México, ahora era la pequeña Jessica quien adquiría una condición de ilegalidad en el país de sus padres, sobre todo cuando su mamá realizó su registro civil obviando que la menor ya había sido registrada en los Estados Unidos. Su urgencia por conseguir un documento de identidad para la niña, reiniciarle las vacunas y asegurarla al conseguir ella un empleo, le nublaron las consecuencias de aquella decisión. Por años, esta situación no tuvo la menor importancia: la niña creció y entró a la escuela, mientras la madre recibía ocasionales comunicaciones del padre que seguía en los Estados Unidos “con papeles” pero bajo una identidad falseada.

Hasta que un mal día, la abuela paterna de la pequeña Jessica, para entonces de 4 años, reapareció en nombre del padre para convivir con la niña. La visitaba, la llevaba al parque, le daba pequeños regalos hasta que se ganó la confianza y en una ocasión convenció a la mamá que “le prestara” a la niña durante toda una tarde para pasearla.  Ese mismo día, la abuela en plan coordinado con el padre, sustrajo a la niña y la cruzó nuevamente de forma ilegal por la frontera y la entregó a su hijo, el padre de la pequeña.

Al ver que su niña no volvía, la mamá denunció su desaparición. No tardó mucho en saber, en voz del propio papá, que la niña ya estaba con él. Iniciaron para ella varios juicios y batallas legales para recuperar a su hija. No sería fácil, tenía todo en contra.

Para empezar, la madre tuvo que reconocer y ser condenada ante un juez civil por el doble registro que había realizado de la menor. Ella había mentido acerca del lugar de nacimiento de su hija y no había revelado que la pequeña ya tenía registro civil en los Estados Unidos. El registro civil mexicano se regularizó, con los costos de pagar traducciones y demás trámites de certificación de documentos oficiales del país vecino. Karen pagó su condena en libertad, firmando por casi dos años semanalmente en un juzgado.

El juicio penal sobre la sustracción de la menor duró casi el mismo tiempo, pero fue mucho más frustrante. La abuela no pudo ser condenada por secuestro o robo de la niña, sino por “ejercicio en exceso” de un derecho y aunque la menor fue perfectamente ubicada en los Estados Unidos, el gobierno mexicano nunca logró repatriarla con su madre.

Mientras tanto, en los Estados Unidos, en ausencia de Karen, el papá obtuvo la custodia legal de la pequeña y la mamá nunca pudo hacerse oír en tal juicio para alegar y presentar pruebas, que las tenía, de que ella había criado a su hija desde bebé, que había huido del hombre por violencia y abandono y que, el culmen de esa situación, había sido la sustracción con engaños y cruce ilegal de la pequeña en poder de la abuela paterna.

Esta joven leonesa vivió muchos años después, y todavía, las consecuencias del fenómeno de la migración ilegal transnacional, que tiene en el rostro de las mujeres, la peor y más dolorosa cara. Trabajadora con pocos ingresos, nunca pudo pagar abogados (apenas completó para los juicios que tramitó en México) que le explicaran el proceso por la custodia de su hija en los Estados Unidos o que le llevaran alguna audiencia. Eso es extremadamente costoso -y terreno fértil para las estafas- para una persona en lo individual y pudimos constatar que la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) de nuestro país no tiene una instancia o programa para auxiliar a mexicanas en problemas legales como éste.

Recurrir a nuestros representantes populares tampoco rindió frutos. En ese entonces, me tocó contactar a los senadores por Guanajuato, Humberto Andrade y Luis Alberto Villarreal, hoy líder de los panistas en la Cámara de Diputados; en especial, escribimos el caso a éste último pues, para mejor suerte, presidía la Comisión de Relaciones Exteriores para América del Norte. Meses de llamadas a sus oficinas de enlace no redituaron más que en nuevas referencias para acudir a la delegación de SRE donde sabemos que la tarea relevante es expedir pasaportes. De sus generosos presupuestos para ayuda social no logramos ni un peso para que esta mujer pagara una asesoría legal en los Estados Unidos y estoy segura que ni entonces ni ahora, nuestros representantes populares se han dado a la tarea de estudiar la forma, concreta y política, de respaldar a tantas mexicanas que sufren en su tránsito ilegal a los Estados Unidos, en su regreso al país y muchos años después, las consecuencias indeseadas y dolorosas de la migración.

Karen y su hija Jessica tienen más de seis años de no verse en persona ni abrazarse, pero su historia está lejos de ser excepcional. De hecho, dramas como la separación de niños y niñas de sus madres se han multiplicado en los últimos años en los lugares de Estados Unidos donde las deportaciones de ilegales se han intensificado. Muchos infantes son puestos en orfanatorios y luego dados en adopción a familias americanas, aunque sus padres existan y no quieran entregarlos.

Pero también ha crecido el número de mujeres violadas u orilladas a ejercer la prostitución mientras buscan alcanzar y cruzar la frontera norte, o cuando han sido deportadas solas a ciudades mexicanas lejanas de su pueblos de origen, o cuando recalan en ciudades como León sin tener contacto o apoyo de sus familiares que se quedaron en el gabacho.

De este lado punzante de la migración hablaron las organizaciones y voluntarios de la Red de Apoyo al Migrante (REDAMI) el pasado jueves. Lo invito a entrar en su página de Facebook (Red de apoyo al migrante bajío) y conocer lo que desde León, Irapuato y Celaya, este grupo de activistas hacen por acompañar y aminorar el sufrimiento de los y las migrantes. Ahí encontraremos una forma de colaborarles y la conciencia de exigir a nuestros representantes y gobiernos políticas más humanas y efectivas para garantizar los derechos de los y las migrantes

Publicado por Sara Noemí Mata en Migrante Latino.

 

Información enviada a SURCOS por Armando Ramírez.