Costa Rica y la polarización de sus élites
Mauricio Ramírez Núñez
Académico
La crisis política que enfrenta Costa Rica trasciende la figura de Rodrigo Chaves y no puede entenderse como un fenómeno aislado. Es, más bien, el resultado de una profunda confrontación entre las élites económicas del país, agravada por un creciente descontento social. Este malestar se intensifica en el contexto de la Cuarta Revolución Industrial, un momento histórico que está redefiniendo las estructuras de poder tradicionales.
La automatización, la digitalización y la transformación del mercado laboral a nivel global han dado lugar a nuevas dinámicas económicas y productivas, desafiando a los grupos dominantes y generando un enfrentamiento entre quienes buscan adaptarse a estos cambios y quienes resisten para proteger sus privilegios. En este escenario, la crisis costarricense se revela como un síntoma de un conflicto global entre el avance tecnológico (nuevas élites económicas) y las estructuras de poder que ven en las nuevas dinámicas una amenaza a sus intereses.
Este fenómeno no es exclusivo de Costa Rica. En Estados Unidos, la llegada de Donald Trump por primera vez al poder en 2017 evidenció la fractura entre una élite industrialista y productiva, que busca preservar su control sobre la economía real, y una élite tecno-globalista y financiera, que ha consolidado su dominio en los centros de poder y en los mercados internacionales, dejando de lado aquel carácter nacional del desarrollo económico.
Esta pugna ha redefinido el panorama político estadounidense, y se refleja también ideológicamente en una batalla cultural que llega hasta las bases y mueven al electorado en una dirección u otra. Guardando las distancias del caso, podemos decir que algo similar ocurre en nuestro país: no es solo una lucha ideológica y contra la corrupción como lo vende el gobierno, sino una batalla por quién controla el futuro económico de Costa Rica.
Por otro lado, no podemos olvidar las grandes desigualdades que no hemos podido resolver a pesar de tener la democracia más estable de toda la región. En este contexto, el gobierno de Chaves ha emergido como el catalizador de un reacomodo en las relaciones de poder, explotando el descontento popular para consolidar su influencia y el de una élite económica que ha entrado en contradicción con la tradicional.
Como señala Manuel Castells en su libro Comunicación y Poder, las redes sociales no solo han redefinido la comunicación política, sino que también han transformado la forma en que se moviliza el descontento y se construyen las narrativas de poder. En el caso de Costa Rica, las redes han dejado de ser simples plataformas de interacción y se han convertido en mecanismos para imponer la agenda política.
En un contexto de crisis y desconfianza en las instituciones, el grupo político que logre interpretar y canalizar el sentimiento de frustración que se mueve y se multiplica en redes se convierte en el vocero del descontento popular. Esto explica por qué la oposición enfrenta serias dificultades para desafiar al oficialismo: atacar al gobierno de Chaves es percibido por su base como un ataque directo al pueblo mismo, reforzando la idea demagoga de que existe un conflicto entre “la élite tradicional” y el “pueblo contra el sistema”.
Las redes sociales, además, moldean el comportamiento político de los ciudadanos, dice el profesor Castells. Si un individuo encuentra actitudes con las que coincide dentro de su red, es más activo políticamente. Por el contrario, cuando se expone a ideas contradictorias, su participación disminuye. De este modo, las redes sociales han creado burbujas informativas donde las personas solo encuentran contenido que refuerza sus creencias, profundizando la polarización, lo que beneficia a quienes dominan la narrativa digital. Ahí está el detalle.
El oficialismo ha comprendido que la polarización no es un problema, sino un arma para aferrarse al poder. Ha diseñado un discurso en el que cualquier crítica no es un cuestionamiento legítimo, sino un ataque directo al pueblo, mientras que las élites tradicionales son presentadas como los enemigos del cambio. Con esta narrativa, el gobierno se blinda contra el escrutinio público y mantiene su base de apoyo intacta, sin importar sus contradicciones, errores o actos de corrupción. Más que un movimiento político, sus seguidores se comportan como una secta, donde la lealtad ciega importa más que la realidad.
Por esta razón, la oposición no ha logrado generar un impacto significativo: mientras sigan atacando directamente al gobierno sin ofrecer una alternativa convincente y movilizadora, entiéndase aquellas causas reales que “chiman el zapato al pueblo”, seguirán jugando el juego de la polarización que tanto beneficia a Chaves y sus fanáticos. En este escenario, Costa Rica enfrenta un dilema complejo de cara a las próximas elecciones del 2026: o encuentra nuevas formas de hacer política, donde la discusión democrática supere la lógica de “nosotros contra ellos”, o seguirá atrapada en una dinámica en la que el poder se mantiene no por la eficiencia del gobierno, sino por la astucia en la manipulación del descontento social.