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Etiqueta: Gilberto Lopes

De zoológicos y jardines (III – IV)

Gilberto Lopes
Noviembre 2022

El nacimiento de un nuevo mundo

Nosotros tratamos de construir relaciones con los países más importantes de Occidente y con la OTAN. Lo hemos hecho de manera absolutamente sincera. ¿Qué obtuvimos como respuesta?, se preguntó Putin. Para ser breve, recibimos un “no” en todas las áreas posibles de cooperación.

Putin ha insistido en la idea de que no se puede unir a la humanidad dándole órdenes, diciéndole “haga como yo hago”, “sea como yo soy”. Es necesario oír la opinión de todos, respetar la identidad de cada sociedad, de cada nación. Citó como ejemplo diversos organismos de cooperación, como la Unión Económica de Eurasia –integrada por Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán y Rusia–, la Organización de Cooperación de Shangai –conformada por ocho Estados miembros y cuatro observadores– o el ambicioso proyecto chino de la franja y la ruta.

En un esquema de cooperación de este tipo, Europa sería el extremo occidental de Eurasia. Pero no se ha ido conformado así esa integración. Por el contrario, confrontada con Rusia, transformada en su enemiga, la Europa actual ha consolidado su papel como extremo oriental de la OTAN.

Vijay Prashad, historiador hindú, director del Tricontinental: Institute for Social Research, publicó, en octubre pasado, un artículo en el que pasaba revista al escenario que culminó con la invasión rusa de Ucrania.

Mucho antes de la invasión de Ucrania, desde 2014, gracias a la Ukraine Security Assistance Initiative del Departamento de Defensa, Estados Unidos ofreció entrenamiento y equipos al ejército ucraniano. El monto de esa ayuda ha llegado a superar los 19 mil millones de dólares, la mayor parte de los cuales –17,6 mil millones–, otorgados después de la invasión rusa. Hoy se habla de 60 mil millones. Para dar una dimensión a esas cifras, Prashad la compara con los 3,12 mil millones de dólares del presupuesto de Naciones Unidas para 2022.

Prashad insiste en que Occidente debe dejar de bloquear las negociaciones entre Ucrania y Rusia. Nos recuerda que, en 2019, el presidente francés, Emmanuel Macron, había propuesto revisar las relaciones de Europa con Rusia, afirmando que alejar a Rusia de Europa “sería un profundo error estratégico”.

En 2020 estaba claro para Macron que las negociaciones ya no eran solo sobre los Acuerdos de Minsk, firmados en 2015 por Rusia, Ucrania, Alemania y Francia, para establecer zonas de seguridad en la frontera ucraniana-rusa. Era más que eso. Se trataba de la creación de una “nueva arquitectura de seguridad”, que no aislara a Rusia de Europa, iniciativas todas rechazadas por Washington.

En febrero de 2021 Macron desarrolla esa idea en una larga intervención en una conferencia en el Atlantic Council. La expansión de la OTAN hacia el este no va a incrementar la seguridad de Europa, aseguró.

El 7 de diciembre de 2021 Biden y Putin mantuvieron una entrevista telefónica. El presidente ruso volvió a exigir garantías de que la OTAN no seguiría expandiéndose hacia el este, ni desplegando sistemas de armas ofensivas en países vecinos a Rusia. “Washington no otorgó ninguna de esas garantías”, asegura Prashad.

El objetivo de los Estados Unidos era imponer sanciones económicas severas y sostenibles para hacer inviable la economía rusa e intensificar su apoyo militar a Ucrania, de modo que pueda ganar la guerra.

El pasado 15 de octubre Washington anunció un nuevo paquete de 725 millones de dólares en armas y asistencia militar para Ucrania, incluyendo más municiones para sus HIMARS (High Mobility Artillery Rocket Systems).

Robert A. Pape, profesor de la Universidad de Chicago y autor de un libro sobre las características de la guerra aérea, estima que el bombardeo de áreas civiles en Ucrania no va a debilitar el gobierno de Volodymyr Zelensky. Que el poder aéreo solo se ha mostrado efectivo cuando es capaz de destruir objetivos militares. Pape piensa que no es el caso en esta guerra y que a Putin solo le quedan dos opciones: aceptar una nueva cortina de hierro que separe a Rusia de Europa “o continuar peleando hasta el final, a riesgo de perder parte de Rusia”. ¿Se pretende incrementar así la seguridad de Europa (y del mundo)?

En estos días se multiplican los análisis de académicos norteamericanos sobre el escenario internacional. Entre ellos el de G. John Ikenberry, Albert G. Milbank Professor de Política y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y Global Eminence Scholar en la Kyung Hee University, de Seúl.

En su largo artículo–“Power Endures”–, publicado en la edición de noviembre/diciembre de Foreign Affairs, asegura que el orden internacional encabezado por Estados Unidos “no está en declive”. Sus más de seis mil palabras no son más que argumentos para sostener su conclusión, sin que ni una sola vez aparezca la palabra América Latina. Da por un hecho que son los pies sobre los que se yergue el poderío norteamericano. Es la única, entre las grandes potencias, que nació en el Nuevo Mundo. Las otras, como China o Rusia, están rodeados de vecinos alborotadores, que luchan por espacios hegemónicos. Los Estados Unidos no. Desde el inicio, alejado de sus principales rivales, disfrutaba de su patio trasero, de un hemisferio sin rivales.

Para Ikenberry, la narrativa de que Estados Unidos está perdiendo su papel de potencia dominante ignora las profundas circunstancias que continúan haciendo del país una presencia dominante en la organización del mundo político en el siglo XXI. Su papel descansaría no solo en la fuerza bruta, o en su pasado comportamiento imperial, sino en sus ideas, instituciones y valores.

Independientemente del acierto o no de sus evaluaciones (yo pienso que hay mucho de wishfull thinking), autores como Ikenberry dejan de lado un importante factor en su análisis: el económico.

De zoológicos y jardines (II – IV)

Gilberto Lopes
Noviembre 2022

El alba de un nuevo día

Durante muchos años ideólogos y políticos occidentales han estado diciendo que no hay alternativas a la democracia. Ellos se refieren, naturalmente, al llamado “modelo liberal de democracia”, dijo el presidente ruso, Vladimir Putin, en su discurso del pasado 27 de octubre, en el Foro Internacional de Valdai. De forma arrogante –afirmó– descartan otras formas de gobierno. Una manera de plantear las cosas forjada desde los tiempos coloniales, “como si todos fueran de segunda clase, mientras ellos eran excepcionales”.

“Es el poder global lo que está en discusión con el así llamado Occidente”. Pero ese juego es ciertamente peligroso, sangriento y –digámoslo así– sucio”, advirtió Putin, pues deniega la soberanía a otros países y pueblos.

Occidente proclama el valor universal de su cultura y de su visión del mundo y la política que aplican está orientada a imponer esos valores de forma incondicional a todos los demás miembros de la comunidad internacional. Los nazis quemaban libros –recuerda Putin–, pero los “guardianes del liberalismo” pretenden prohibir ahora a Tchaikovski y Dostoyevsky.

Promueven guerras comerciales, sanciones, revoluciones de colores… Una de esas fue la de Ucrania, en 2014, que apoyaron con recursos cuyo monto hicieron público. O asesinan al general iraní, Qasen Soleimani. Lo mataron en un tercer país y asumieron públicamente, con orgullo, la responsabilidad de ese crimen. ¿En qué clase de mundo estamos viviendo?, se pregunta Putin.

No habló de la guerra de Vietnam, o de la más reciente invasión de Irak, dos de cuyos responsable siguen muy activos en política. Uno, militante de la socialdemocracia inglesa; el otro, el español, pasa haciendo recomendaciones democráticas en América Latina, acompañado de políticos regionales cómodos con la compañía de ese colega.

Uno puede opinar lo que quiera sobre Putin, sobre sus política o sobre su forma de gobernar. En mi opinión, se trata, sin embargo, de uno de los lideres políticos con la mayor capacidad de argumentar sobre su visión del mundo, con antecedentes históricos y perspectiva de futuro.

El discurso de Valdai abunda en referencias a esos mundos. Se trata de una crisis del modelo neoliberal, de un orden internacional al estilo norteamericano. “Ellos no tienen nada que ofrecer al mundo, excepto la perpetuación de su dominio”. Y eso –agregó Putin– ya no es posible.

El colapso de la Unión Soviética alteró el equilibro de las fuerzas geopolíticas. Vencedor, Occidente estableció las reglas. Pero hoy, ese predominio absoluto está desapareciendo. Estamos en una encrucijada decisiva, probablemente en la “más peligrosa, impredecible y, al mismo tiempo, la década más importante desde el final de la II Guerra Mundial”, en opinión de Putin.

Prensa patética

Es fácil condenar la guerra y la invasión de Ucrania; pero es también fácil vislumbrar –si se mira con cuidado– la creación de las condiciones que fueron haciendo esa guerra cada día más posible y más probable.

La guerra es una tragedia, pero me parece indispensable leer con atención el discurso de Putin en Valdai. Tratar de entender. Oír al adversario. O al enemigo. Putin es cuidadoso en el manejo de los detalles y quienes dicen que miente no tienen más alternativa que dar su propia versión de la historia.

Desde mi punto de vista, no es lo que hace, por ejemplo, Anton Troianovski, jefe del bureau del NYT en Moscú, en su artículo sobre el discurso de Putin. Para Troianovski es un discurso que intenta dividir Occidente, de ganar espacio político mientras trata –con frecuencia, sin éxito– de conservar el terreno conquistado en Ucrania desde la invasión de febrero pasado. Pero el discurso –y el debate posterior–, de más de cuatro horas, es, en mi opinión, mucho más que eso y la visión empobrecedora de Troianovski priva a sus lectores de una comprensión más acabada de un complejo escenario internacional.

La gran prensa occidental es patética. No solo en la cobertura de la guerra en Ucrania. Hay que leer el artículo de Chris Buckley, corresponsal jefe del NYT en Beijing, que ha estado cubriendo el país y los eventos del Partido Comunista por 25 años: “Uncle Xi’ to Exalted Ruler: China’s Leader Embodies His Authoritarian Era”, publicado el pasado 14 de octubre. ¿Cómo pedir a la élite norteamericana, que lee el Times, entender algo de un mundo complejo explicado por tales “expertos”.

O los comentarios de Steve Rosenberg, editor de la BBC en Rusia, para quien la clave de la larga reflexión de Putin fue la falta de “remordimientos en el mundo de Putin”. ¡Y la BBC lo presenta como “análisis”! Me parece improbable que Rosenberg haya leído toda la intervención de Putin en Valdai.

La militancia se repite en la televisión española, en la DW en español…  Ver el Guardian británico dejando en segundo plano el periodismo para transformarse en parte de la guerra en Ucrania me hizo suspender una modesta contribución mensual, que hice durante algunos años, al periódico.

Me fui entonces a leer la extensa intervención de Putin en el foro de Valdai, que se puede encontrar en la página del Kremlin, en inglés: http://www.en.kremlin.ru/events/president/news/69695

De zoológicos y jardines (I – IV)

Gilberto Lopes
Noviembre 2022

Tiempo del olvido

¿Habrá llegado el tiempo del olvido, con la anestesia de nuestra memoria colectiva? En los setenta oíamos la frase que decía: –¿Hitler? No he oído hablar de eso. Tendremos que oír ahora aquello de –¿Guerra? No sé lo que es eso. –Nunca más entre nosotros. Nunca más guerras entre países europeos que se habían desangrado durante 70 años, decía el presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, en 1993, hace 30 años, en su libro “El nuevo concierto europeo”.

Ya entonces veía que esas tragedias no se explicaban solo por el ascenso del fascismo, sino por el juego maniqueo de las grandes potencias, por el rechazo a un verdadero diálogo.

No dejaba de percibir que la construcción europea entraba en una zona de turbulencias. “Las dos crisis petroleras deberían habernos alertados sobre el carácter precario de nuestra prosperidad”, decía.

“Agotados por unas guerra fratricidas, privados de sus imperios coloniales, dependientes –en cuestiones de seguridad– de Estados Unidos, sofocados por lo competencia de nuevas potencias industriales, nuestros países se estaban deslizando peligrosamente hacia el declive….”

¿Cómo conservar, extender, esta paz tan querida para nosotros?, se preguntaba Delors.

“La era de la confrontación y de la división de Europa ha terminado. Declaramos que de ahora en adelante nuestras relaciones se basarán en el respeto y la cooperación”, decían los Jefes de Estado o de Gobierno de los 35 Estados participantes en la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE), reunidos en París, en noviembre de 1990.

Eran momento de profundos cambios y de históricas esperanzas… El 16 de julio de 1990 se derrumbaba la Unión Soviética y, reunidos en Stávropol, Mijail Gorbachov hilaba, con Helmut Kohl, el tejido de este nuevo mundo, aceptando la incorporación de la Alemania unificada a la OTAN.

La vocación de la Comunidad Europea es la de aplicar a otros países del continente el método que a ella le ha ido tan bien. ¿Estamos dispuestos a afrontar estos retos? ¿Tenemos medios suficientes para lograr el éxito? Han pasado casi 30 años desde que Delors se hizo esas preguntas.

La Carta de París, firmada en la reunión de la CSCE, dibujaba el mundo que, en sus sueños, imaginaban forjar: “un resuelto compromiso con la democracia basada en los derechos humanos y las libertades fundamentales; prosperidad mediante la libertad económica y la justicia social; e igual seguridad para todos nuestros países”.

De jardines…

El Alto Representante para la Política Exterior de la Unión Europea, Josep Borrell causó polémica cuando habló, el pasado 13 de octubre, ante los estudiantes de la Academia Diplomática Europea, en la ciudad belga de Brujas.

“¡Sí, Europa es un jardín! Hemos construido un jardín. Todo funciona. Es la mejor combinación de libertad política, prosperidad económica y cohesión social que la humanidad ha logrado construir. Las tres cosas juntas…” “La mayor parte del resto del mundo es una jungla y la jungla podría invadir el jardín. Los jardineros deben cuidarlo…” 

Borrell lo sabe: “la jungla tiene una gran capacidad de expandirse y el muro nunca será lo suficientemente alto para proteger el jardín”.

Luiza Bialasiewicz, profesora de gobernanza europea en la Universidad de Ámsterdam, citada por el diario español El País, calificó el discurso como una “copia directa de la peor geopolítica neoconservadora de comienzos de los años 2000″. Bob Rae, embajador canadiense ante Naciones Unidas, comentó: “Qué analogía tan terrible”.

“Borrell no podía haberlo dicho mejor: el sistema más próspero creado en Europa se nutrió de sus raíces en las colonias, a las que oprimía sin piedad. Fue esta lógica de segregación y la filosofía de la superioridad la que formó la base del fascismo y el nazismo”, dijo la portavoz del Ministerio de Defensa ruso, Maria Zájarova.

“Es muy raro que un diplomático de ese nivel ofenda a tanta gente y a tantos países en un solo discurso”, opinó Alex Lo, columnista del diario de Hong Kong, South China Morning Post.

Para Borrell la diferencia entre países desarrollados y no desarrollados no es la economía, sino las instituciones. Lo dijo en su discurso de Brujas, en la Bélgica de Leopoldo II. “Aquí tenemos un judiciario neutral e independiente. Aquí tenemos sistema de redistribución de los ingresos. Aquí tenemos elecciones que brindan libertad a los ciudadanos. Aquí tenemos luces rojas controlando el tráfico, gente recogiendo la basura. Tenemos esta clase de cosas que hacen la vida fácil y segura”.

Es difícil entender que Borrell pueda permanecer en su cargo después de ese discurso, aunque se defendió de las críticas alegando que fue mal entendido y la presidente de la Comisión Europea, la alemana Ursula von der Leyen, le haya reiterado su confianza.

Europa es el centro y el fin de la historia universal, había dicho G. W. F. Hegel, en 1807, en su “Fenomenología del Espíritu”. Para el sociólogo alemán Max Weber, el capitalismo era la realización de la modernidad. Para Weber –diría su colega Herbert Marcuse– existía una forma de racionalidad surgida en Occidente que ha contribuido a formar el capitalismo y que decidirá nuestro futuro previsible.

Como vemos, la herencia es antigua. Cuando Hitler ascendía al poder, hace ya casi un siglo, el también filósofo alemán Max Horkheimer –figura principal de la Escuela de Frankfurt, que integró con Theodor Adorno, Herbert Marcuse, Friedrich Pollok, Franz Neumann y otros destacados intelectuales judíos alemanes de su época– decía, en un libro de aforismos que tituló “Ocaso”: 

El imperialismo de los grandes estados europeos no tiene nada que envidiar al medievo con sus hogueras. Sus símbolos son protegidos con aparatos más sofisticados y con guardias mejor dotados que los santos de la Iglesia medieval…

El ocaso del capitalismo –agregó– no anuncia necesariamente la noche de la humanidad. Los enemigos de la Inquisición convirtieron aquel ocaso en el alba de un nuevo día.

Es obvio que algo salió mal. Quizás la clave está en lo que entonces Delors soñaba como vocación de la Comunidad Europea: aplicar a otros países del continente el método que a ella le ha servido tanto.

Y zoológicos…

Este relato lo escribió al periodista de la BBC de Londres, Dalia Ventura: “La infame historia de los zoológicos humanos que se mantuvieron abiertos en Europa hasta 1958”.

–Esta es una historia vil, asegura Ventura.

Hay que leerla. Ayuda a entender muchas cosas. El artículo puede ser visto aquí: https://www.bbc.com/mundo/noticias-63206214

Ventura no omite una referencia al zoológico de Monteczuma, del que hablaban los cronistas españoles, “donde habitaban los bufones, y otras sabandijas de palacio”.

Luego la historia da un salto de 400 años. En medio del Renacimiento italiano, el cardenal Hipólito de Médici “se ufanaba de tener, además de toda clase de bestias exóticas, varios ‘salvajes’ que hablaban más de 20 lenguas, incluidos moros, tártaros, indios, turcos y africanos”.

Lo que comenzó como una curiosidad por parte de los observadores se convirtió en una pseudociencia macabra a mediados del siglo XIX, con los investigadores buscando evidencia física para su teoría de las razas. Especímenes humanos exóticos eran enviados a París, Nueva York, Londres o Berlín para deleite de la multitud.

La corte inglesa cae rendida a los pies del “encantador y astuto” polinesio Mai u Omai, presentado por el naturalista Joseph Banks en la corte del rey Jorge III. Más conocida es la historia de la sudafricana Saartjie Baartman, la «Venus Hotentote», mostrada en ferias en Europa, para delicia de los espectadores. Su gran atractivo eran sus enormes nalgas, que algún naturalista describió como “nalgas de mandril”. Falleció en 1815, pero su cerebro, esqueleto y órganos sexuales siguieron exhibidos en el Museo de la Humanidad de París hasta 1974. En 2002, sus restos fueron repatriados y enterrados en Sudáfrica.

“El clímax de la historia llega con el apogeo imperialista de finales del siglo XIX y principios del XX”, dice Ventura. La idea era mostrar a los salvajes en su estado natural. Entre 1877 y 1912, se presentaron aproximadamente 30 «exposiciones etnológicas» en el Jardin zoologique d’aclimatation de París.

400 indígenas javaneses fueron expuestos en la Feria Mundial de 1889 visitada por 28 millones de personas. “Interpretaban una música tan sofisticada que dejó al joven compositor Claude Debussy boquiabierto”.

“Ese mismo año, con el permiso del gobierno chileno, 11 nativos del pueblo Selknam u Oma, incluido un niño de 8 años, fueron embarcados a Europa para ser exhibidos en zoológicos humanos”. Si sobrevivían el viaje, afirma Ventura, la mayoría de estos «especímenes» sudamericanos perecían poco después de llegar a sus destinos.

En 1906 el antropólogo aficionado Madison Grant, un destacado eugenista, director de la Sociedad Zoológica de Nueva York, hizo exhibir al pigmeo congoleño Ota Benga en el zoológico del Bronx junto con simios y otros animales. A instancias de Grant, el director del zoológico puso a Ota Benga en una jaula con un orangután y lo etiquetó como «El eslabón perdido».

“Entretanto, las Exposiciones Coloniales de Marsella (1906 y 1922) y de París (1907 y 1931) continuaban mostrando a seres humanos en jaulas, a menudo desnudos o semidesnudos. A la de 1931 asistieron 34 millones de personas en seis meses”.

En el verano de 1897, el rey Leopoldo II había importado 267 congoleños a Bruselas para exhibirlos en su palacio colonial en Tervuren, al este de Bruselas.

Propietario del Estado Libre del Congo entre 1885 y 1908, la explotación de los recursos naturales del territorio hicieron inmensamente rico a Leopoldo a costa de la mitad de la población del Congo. La explotación le costó la vida de ocho a diez millones de personas, según diversos estudiosos.

Para la Exposición Internacional y Universal de Bruselas de 1958, una celebración de 200 días de los avances sociales, culturales y tecnológicos de la posguerra, se instaló un pueblo «típico», donde los espectadores observaban a congoleños, a menudo entre burlas. «Si no reaccionaban, les tiraban monedas o plátanos por la reja de bambú, escribió un periodista de la época”, cuenta Ventura.

Las motivaciones para seguir exhibiendo por décadas a seres humanos en Hamburgo, Copenhague, Barcelona, ​​Milán, Varsovia y demás, enfatizando las “diferencias» entre los «primitivos» y los «civilizados», estaban vinculadas, según los académicos, a tres fenómenos: la construcción de un otro imaginario, la teorización de una jerarquía de razas y la construcción de imperios coloniales.

“Se estima que los zoológicos humanos fueron vistos por unas 1.400 millones de personas. Y se sabe que jugaron un papel importante en el desarrollo del racismo moderno”, concluye la periodista.

Ventura nos recuerda que las exhibiciones etnográficas “dejaron de existir no por una revaluación ética, sino porque aparecieron nuevas formas de entretenimiento y la gente sencillamente dejó de interesarse. La última en cerrar fue la de Bélgica”.

Después fueron los jardines.

Elecciones en Brasil y la lucha de la izquierda: La cuestión decisiva sigue siendo la de formar una mayoría popular

Gilberto Lopes
9 oct 2022

La frase es de Juarez Guimarães, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Federal de Minas Gerais: –La cuestión decisiva sigue siendo la de formar una mayoría popular.

Conocidos los resultados de la primera vuelta electoral en Brasil, podríamos decir –siguiendo la sugerencia del profesor Guimarães– que la cuestión decisiva es cómo formar esa mayoría popular, necesaria para cambiar el rumbo de Brasil.

En Brasil este es un tema urgente, que tiene fecha: 30 de octubre de 2022. Se trata de consolidar un frente capaz de derrotar el formado por el presidente Jair Bolsonaro, iniciativa que actualmente encabeza el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva.

Es un esfuerzo por darle un nuevo rumbo al país que, en general, se ha definido como una confrontación entre un líder democrático y uno fascista. Una definición que simplifica las cosas, pero deja de lado otras muy importantes. Pero se ha usado mucho en la campaña.

En todos los ámbitos de la vida pública –en el económico, el cultural, el educativo, en la salud, el ambiental, el de seguridad, el racial, el de género- en todos, habrá que redefinir políticas.

Pero el secreto de todo es cómo se organizará el Estado para que el país produzca y distribuya mejor lo producido entre toda la población brasileña.

El “Puente al Futuro”, programa neoliberal en el que el entonces vicepresidente Michel Temer sustentó el golpe de Estado contra Dilma Rousseff, proponía:

implementar una política de desarrollo enfocada en el sector privado, a través de las transferencias de activos que sean necesarias, concesiones amplias en todas las áreas de logística e infraestructura, alianzas para complementar la oferta de servicios públicos y volver al régimen anterior de concesiones en el área petrolera, dando Petrobras el derecho de preferencia.

La ley que fija un tope a los gastos públicos limita las posibilidades de ofrecer servicios -incluyendo salud y educación- a la mayoría de la población del país.

“Estoy en contra de los topes de gasto”, dijo Lula, que ya está haciendo campaña para la segunda vuelta. “Lo que se hizo fue evitar inversiones en educación, en salud, en el SUS, para garantizar dinero a los banqueros. Y quiero garantizar el dinero de la política social, del arroz, del frijol, de la carne, la cebolla, el tomate, del litro de leche. Por eso, tendremos mucha responsabilidad fiscal, social y con el Brasil”, dijo.

Este será el centro de la lucha política, especialmente si Lula gana las elecciones.

Resultados de la primera ronda El profesor Juarez Guimarães es uno de los que interpreta de forma optimista los resultados de la primera vuelta. Hay otros, con una visión más pesimista. Para él, el hecho más decisivo de la primera vuelta “fue la casi mayoría alcanzada por la fórmula Lula-Alckmin”. Una candidatura de izquierda nunca alcanzó el 48,2% en elecciones presidenciales en primera vuelta, destacando que esto representa un crecimiento en todas las regiones del país y en todos los niveles de ingresos, de color o de escolaridad, en comparación con las elecciones de 2018.Pero los resultados pueden analizarse desde otra perspectiva, como lo hace el economista Flavio Tavares de Lyra. Para él, las fuerzas de izquierda sufrieron un impacto “algo pesimista con los resultados”, aunque reconoce las muchas posibilidades de la victoria de Lula en la segunda vuelta. La victoria de la derecha en las elecciones legislativas no debe sorprendernos, agregó, “en vista de los recursos públicos que el gobierno ha destinado a favorecer a sus candidatos”. Naturalmente, esa no es la única razón del desempeño del bolsonarismo, mejor de lo previsto en las encuestas. El mismo Lyra cita, además de un “presupuesto secreto” (aprobado por el Congreso), la influencia de las iglesias evangélicas en la campaña. Para un analista del diario O Globo (un medio conservador, tradicional adversario del PT y de Lula), en artículo publicado el lunes posterior a las elecciones, “Bolsonaro mostró fuerza y ​​debilidad. La fuerza fue el porcentaje de votación, más alto de lo previsto. La debilidad, el hecho de que, a pesar de aspirar a la reelección –lo que, tradicionalmente, representa una gran ventaja– Bolsonaro quedó en segundo lugar, a cinco puntos de Lula, con una diferencia de poco más de seis millones de votos. Pero la realidad es que, aunque ganara en segunda vuelta –según el analista Thomas Traumann–, “Lula tendrá una Cámara de Diputados mucho menos dispuesta a negociar con él” que durante sus dos mandatos anteriores. Giro al centro. En ese escenario, ¿cuál debe ser la estrategia de Lula para afrontar la segunda vuelta? No es sólo un debate brasileño, aunque, por el momento, en ningún otro lugar tiene tanta urgencia y efectos prácticos tan inmediatos. Una opción es “moverse al centro”, en la línea del “nuevo capitalismo” propuesto por Tony Blair y Gerard Schroeder a fines del siglo pasado, con los catastróficos resultados de una creciente disparidad social, ya bien conocida. Para Leonardo Attuch, editor de la página Brasil 247, esta exigencia tiene dos objetivos: el derecho a elegir al ministro de Hacienda, alguien capaz de retomar la propuesta del “Puente al futuro” –él cita el nombre del expresidente del Banco Central, Henrique Meirelles– pero, sobre todo, “el mantenimiento de la política de precios de Petrobras y la desmembración de la empresa estatal, que transfiere los ingresos de la sociedad brasileña a fondos locales e internacionales”. Una vez más se destaca el papel decisivo de la petrolera brasileña y los enormes recursos del pre-sal, aún más valorados en el escenario político mundial actual. El debate gira en torno a la propiedad de los recursos naturales –en este caso, del petróleo– y la distribución de los fondos públicos. El mismo diario O Globo dijo, en su editorial del lunes, que el gran desafío de Lula es la economía. Y preguntó: ¿Cuál es su propuesta para reemplazar el techo de gastos? ¿Qué hará con la reforma laboral y las privatizaciones? ¿O sobre la reforma fiscal y administrativa y el papel del Estado y la banca pública en el desarrollo? Para Attuch, “todo lo que ha pasado en Brasil desde las ‘jornadas de junio de 2013′ (cuando se desarrollaron grandes protestas populares contra el gobierno de Dilma Rousseff), incluyendo la Lava Jato y el juicio político, sin delito de responsabilidad, contra la expresidente Dilma Rousseff, siempre ha tenido como objetivo central robar las rentas del petróleo brasileño, después del descubrimiento del pre-sal”.El peligro de “girar al centro” es destacado por varios autores, entre ellos el profesor Valerio Arcary, para quien, en cambio, la campaña debería estar guiada por una “polarización implacable contra Jair Bolsonaro y el peligro fascista”.“Lula y el comando del Frente no deben reducir la campaña a la nostalgia del pasado. Necesitamos presentar propuestas de cambios concretos de vida”, dice Arcary, quien sugiere una amplia lista de medidas: aumento del salario mínimo, obras públicas para generar empleo, fortalecimiento del SUS, ampliación de las cuotas raciales en educación y servicios públicos, revisión de la reforma laboral, derogación del techo de gastos, impuestos a las grandes fortunas, elevación de la exención del impuesto a la renta, cero deforestación, defensa de las reservas de población indígena, derechos de las mujeres y población LGBTQIA+. Y finaliza sugiriendo “no ceder a la presión de girar al centro”. Pero la campaña no comienza hoy. Empezó hace varios meses y una de las primeras decisiones fue invitar a Geraldo Alckmin –hasta entonces un duro opositor a Lula y al PT, vinculado a las políticas neoliberales– para ser candidato a la vicepresidencia. Lula también accedió a mantener la independencia del Banco Central, pero ya dijo que no acepta el techo de gastos. En otras palabras, ya se produjo ese “giro al centro”, que estará en el centro de las tensiones políticas en un eventual gobierno de Lula. Decisión tomada. El debate ilustra bien la correlación de fuerzas en estas elecciones. Pero no solo eso. Si para la campaña de Lula esta opción era inevitable (y ya quedó resuelta, como sabemos) sigue siendo un desafío para la izquierda en todo el mundo, incapaz de ofrecer una propuesta coherente que entusiasme a los votantes, incapaz de encontrar un programa viable, una alternativa al proyecto neoliberal que se expandió por el mundo, como resultado del fin de la Guerra Fría. Esta izquierda, muchas veces, ha preferido esquivar este debate o sustituirlo por otros, como el de las luchas identitarias. El camino es combinar y no oponer o separar las luchas de las clases trabajadoras de las luchas identitarias, dice Guimarães, con razón. Pero es necesario colocarlos en su debida relación para que todas se potencialicen y una no debilite a la otra. Tiene razón al decir que “se cae por los suelos la política de oponer la reivindicación de las identidades oprimidas a las luchas de clases”, pero falta establecer una relación más clara entre ambas, porque no son lo mismo, ni tampoco definen de la misma manera un proyecto político. Nadie tiene derecho a equivocarse sobre el escenario político de un posible nuevo gobierno de Lula, que ha conformado una vasta coalición para enfrentar la campaña electoral. Quizás por eso mismo, la advertencia del expresidente de la Asociación Brasileña de Estudios de Defensa (ABED) y ex vicepresidente del Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CNPq), Manuel Domingos Neto, sea más valiosa: “La izquierda institucional dejó hace tiempo de llamar a la lucha a los más sufridos”, dijo. “Se acostumbró a llamarlos a las urnas para consagrar una representación política que les promete beneficios”. En este escenario, es Bolsonaro quien llega al corazón de muchos, clamando por la lucha contra el sistema, advirtió“. Contra este farsante –dice Domingos– Lula debe llamar a la gente a cambiar Brasil, no para volver a la época en que comía picaña, viajaba en avión y tenía la oportunidad de llegar a la educación superior”.Pero para eso, primero tiene que llegar al Palacio del Planalto, la sede del gobierno brasileño.

FIN

Kissinger y su libro On China: ¡Esto sacudirá el mundo!

Gilberto Lopes, jul 2022

–¡Esto sacudirá el mundo!, dijo el primer ministro Zhou Enlai, cuando llegamos a un acuerdo sobre el comunicado conjunto que estábamos preparando, para la visita que el presidente Nixon haría a China, en febrero de 1972.

–Sería fantástico si, 40 años después, los Estados Unidos y China pudieran unir sus esfuerzos, no para sacudir el mundo, sino para construirlo, diría Kissinger en la última línea de su extenso On China, publicado en 2011, un largo recorrido sobre su experiencia en la construcción de las relaciones entre ambas naciones. No hay duda de que ese libro es el que recoge de mejor manera la aspiración de dejar establecido su legado en el escenario político del mundo.

Es un libro notable, de una de las cabezas que mejor entiende como defender sus interesas y los desafíos políticos del mundo en el que le tocó vivir. Y, ciertamente, entre los líderes políticos norteamericanos, es el de mayor experiencia y conocimiento de la cultura política china.

Kissinger habla extensamente de su experiencia, de los contactos políticos iniciados durante la administración Nixon, cuando negoció con los líderes chinos el restablecimiento de las relaciones de Washington con el gobierno de Beijing.

Lo que se conocería como ”Comunicado de Shangai” fue un documento cuidadosamente trabajado en una segunda vista de Kissinger a Beijing, en octubre de 1971, después de una visita anterior en la que los dos países empezaron a negociar el restablecimiento de sus relaciones. Un comunicado que expresaba, de manera satisfactoria para ambas partes, sus posiciones sobre el delicado tema de Taiwán.

Kissinger lo negociaba con el primer ministro Zhou Enlai, hasta que, revisando los borradores, el presidente Mao Zedong ordenó cambiar su tono y su contenido. No quería que fuera, simplemente, un documento más. Ordenó abandonar el borrador que venían trabajando y preparar otro documento, en el que cada país expresara libremente su posición sobre Taiwán. Naturalmente, divergentes. Con énfasis distintos. En una sección final del documento se recogerían los puntos de vista comunes. De ese modo, dice Kissinger, “cada lado estaba proponiendo una tregua ideológica y subrayando aquellos puntos donde las posiciones convergían”. El más importante le parecía ser el que hacía referencia al concepto de hegemonía:

Ningún lado debe buscar la hegemonía en la región de Asia-Pacífico y ambos se oponen a los esfuerzos de cualquier otro país o grupo de países para establecer una tal hegemonía.

Era una alusión clara a la Unión Soviética, a la que ambos se enfrentaban. Un enemigo común de aquella época, que facilitaba un entendimiento entre las dos partes. Pero a Kissinger no se le escapaba que la sustentabilidad de esa estrategia dependía de los progresos que se pudieran hacer en el tema de Taiwán, en el que el margen de concesiones era estrecho.

Un ambiguo equilibrio entre los principios y el pragmatismo se expresaba en el Comunicado de Shangai, en el que Estados Unidos reconocía que “todos los chinos, a ambos lados del estrecho de Taiwán, mantienen que hay una sola China y que Taiwán es parte de China. El gobierno de los Estados Unidos no pone en duda esa posición. Reafirma su interés en un arreglo pacífico del tema de Taiwán por los mismos chinos”.

La posición de Estados Unidos quedó establecida en cinco principios: la ratificación de la política de reconocimiento de que existía una sola China; la reafirmación de que Estados Unidos no apoyaría los movimientos independentistas de Taiwán; que tampoco apoyaría cualquier política de Japón para restaurar su influencia sobre la isla, donde había sido potencia colonial; apoyo a todo intento pacífico de acuerdo entre Beijing y Taiwán; y el compromiso de continuar normalizando las relaciones.

Otros dos comunicados entre Washington y Beijing fueron firmados en 1979 y en 1982. En todos se reiteraba la política de “una sola China” y se reconocía al gobierno de Beijing como el representante de esa China. Los comunicados agregaban que los Estados Unidos no mantendrían lazos oficiales con Taiwán. Pero no excluían relaciones no oficiales, incluyendo la venta de armamento, como los 150 cazas F-16 vendidos a Taiwán durante el gobierno de George Bush.

Las notas sobre las negociaciones de Nixon y su delegación con los gobernantes chinos durante la vista de febrero de 1972, guardadas en el Archivo de Seguridad Nacional (pero desclasificadas), señalan que el primer ministro Zhou expresó su preocupación no solo por la posibilidad de una renovada influencia de Japón sobre su antigua colonia, sino también por la eventual independencia de Taiwán. Quería seguridades de que Washington no apoyaría ningún movimiento inconsistente con el concepto de “una sola China”, que Estados Unidos había reconocido.

Nixon respondió –según los apuntes desclasificados– que los “Estados Unidos no apoyarían ‘ningún’ movimiento independentista en Taiwán y reiteró que Taiwán era ‘parte de China’, pero también que Washington apoyaba ‘una solución pacífica a los problemas de Taiwán’”.

Kissinger termina el capítulo –el #9 de su libro, titulado Resumption of relations: first encounters with Mao and Zhou– con dos preguntas y una observación: ¿Pueden los intereses de los dos lados llegar a ser realmente congruentes? ¿Pueden separarlos de sus propias visiones ideológicas, de modo a evitar que los contaminen con emociones conflictivas?

“La visita de Nixon a China abrió las puertas para lidiar con estos desafíos”, asegura Kissinger. Pero constata que ellos están todavía aquí, con nosotros, en 2011, cuando publica su libro.

En su opinión, pese a tensiones ocasionales, el Comunicado de Shangai ha servido a sus propósitos. Estados Unidos ha insistido en la importancia de un arreglo pacífico del problema, y China ha enfatizado el imperativo de la unificación, sin descartar, como lo han señalado reiteradamente, el eventual uso de la fuerza si se desarrollan tendencias independentistas en Taiwán.

Protestas de Tiananmen

Menos de una década después, luego de la represión de las protestas en la plaza de Tiananmen, en junio de 1979, las relaciones entre los dos países volvieron prácticamente a su punto de partida. Las cosas no parecían ir por el camino que Kissinger pretendía, si nos atenemos a las aspiraciones expresadas en la conclusión de su libro.

Jiang Zemin asumió la Secretaría General del Partido Comunista en junio de 1989. El 15 de abril habían comenzado las protestas en la plaza Tiananmen, aplastadas por el ejército el 4 de junio.

En noviembre, Jiang me invitó para conversar, dice Kissinger. No entendía como un problema interno de China (la crisis de Tiananmen) podía causar una ruptura de las relaciones con los Estados Unidos. “No hay ningún problema importante entre China y Estados Unidos, con excepción de Taiwán”. Pero aún en este caso –agregó– el Comunicado de Shangai establece una fórmula adecuada para tratarlo.

En los 40 años desde que había sido firmado, ni China ni Estados Unidos habían permitido que el diferendo sobre Taiwán restara impulso a los esfuerzos de normalización de las relaciones, estima Kissinger. Pero es evidente que el tema podría hoy, como pocas veces antes, hacer descarrilar décadas de construcción de una cuidadosa filigrana diplomática, cuyo desenlace podría amenazar el destino mismo de la humanidad.

Como señaló el presidente chino, Xi Jinping en su larga conversación telefónica con su colega norteamericano el pasado 28 de julio, quien juega con fuego termina quemado. Le pidió a Biden respetar, de palabra y de hecho, lo estipulado en los tres comunicados sobre los que se funda las relaciones de los dos países.

Como paño de fondo de las renovadas tensiones estaba el anuncio de una visita –no confirmada aún– de la presidente de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, a Taiwán, como parte de una gira por Asia.

La advertencia de Xi es solo la última de una serie que incluye la cancillería y las fuerzas armadas chinas y, naturalmente, no puede haber ninguna de más alto nivel.

Construyendo su propia pirámide

Una pirámide, lugar donde guardar para la posteridad los restos de grandes hombres. Una idea que me persigue mientras avanzo en la lectura de On China. Me parece imposible no pensar que la idea no está, desde el inicio, en la cabeza de Kissinger. Tampoco me parece absurdo pensar que lo esté.

Eso obliga a leer el libro con cuidado, con una luz de alarma siempre prendida. Anoto, al concluir el capítulo #9: “un capítulo donde las cualidades de Kissinger como observador, diplomático y narrador adquieren especial relieve”. Naturalmente, cuando Nixon ocupa el escenario, él da un ligero paso al costado. Pero es su libro y es su figura la que brilla con luz mayor.

La visita de Nixon a China afirma, fue una de las pocas en las que una visita de Estado provocó cambios seminales en las relaciones internacionales. En su opinión, “el retorno de China al juego diplomático global y el aumento de las opciones estratégicas para los Estados Unidos dio una nueva flexibilidad al sistema internacional”.

Hay que destacar aquí –como ya lo señalamos, aunque no se pueda desarrollar en detalle el tema– que el escenario internacional estaba caracterizado por las tensiones entre China y la Unión Soviética, lo que facilitaba el acercamiento con Estados Unidos. El rápido desarrollo económico de Japón revivía también viejos temores de China, anclados en los recuerdos relativamente recientes de la ocupación de su territorio por el ejército japonés.

Kissinger señala que “el acercamiento chino-norteamericano comenzó como un aspecto táctico de la Guerra Fría, pero evolucionó hasta hacerse central en el desarrollo de un nuevo orden global”. Ninguno pretendía cambiar las convicciones del otro (y eso, quizás, fue lo que hizo posible el diálogo), “pero articulamos objetivos comunes que sobrevivieron al período de ambos (el suyo y el de Zhou) en el ejercicio de nuestros cargos –uno de los mayores reconocimientos a que un político de Estado puede aspirar”.

Es la misma idea que se repite al final del libro. “Cuando el primer ministro Zhou Enlai y yo llegamos a un acuerdo sobre el comunicado que anunciaba la visita secreta, él dijo: ‘Esto conmoverá el mundo’. A lo que Kissinger agregó su esperanza de que, además, contribuyera a construirlo.

Un imposible orden unipolar

Después de la crisis de Tiananmen, en junio de 1989, Estados Unidos impuso sanciones a China y suspendió todo contacto de alto nivel entre los dos países. Solo cinco meses más tarde caía el muro de Berlín. Poco después, con el fin de la Unión Soviética, concluía la Guerra Fría. Para los Estados Unidos, la desintegración de la Unión Soviética fue vista como una forma de permanente y universal triunfo de los valores democráticos. Los líderes chinos rechazaban esa predicción de un triunfo universal de la democracia liberal occidental.

George Bush había asumido la presidencia en enero del 2001. Jiang Zemin era entonces secretario general del Partido Comunista Chino y presidente de su país. Jiang reiteraba, en sus discursos, la importancia de las relaciones entre China y Estados Unidos. La cooperación entre los dos países es importante para el mundo. Nosotros haremos lo imposible para que así sea. Pero agregaba: el principal problema entre China y Estados Unidos es la situación de Taiwán. Nosotros hablamos, con frecuencia de una solución pacífica para este problema y de la fórmula “un país, dos sistemas”. –Yo normalmente solo hablo de estos dos aspectos. Sin embargo, algunas veces agrego que no podemos descartar el uso de la fuerza. “Esta es la parte más sensible de nuestra relación”, reiteró.

Se cercaba el fin del gobierno de Bush y Kissinger visitaba nuevamente China. Al volver traía un mensaje del gobierno chino para Bush. Era un intento por reorientar las relaciones. Y aunque Bush envió a su secretario de Estado, James Baker, a conversar en Beijing (pese a que los contactos de alto nivel estaban suspendidos desde Tiananmen), las conversaciones no avanzaron. Su gobierno había entrado en un período final de mandato, que no permitía el desarrollo de grandes iniciativas.

El mandato de Bush concluiría en enero de 1993. Durante la campaña electoral del 92, Clinton había criticado su gobierno, al que consideraba demasiado condescendiente con China. “China no podrá soportar eternamente las fuerzas de un cambio democrático. Un día seguirá el camino de los regímenes comunistas del este de Europa y de la antigua Unión Soviética”.

Una vez asumido el cargo, en enero del 93, anunció su intención de llevar la democracia a todo el mundo como el objetivo principal de su política exterior. En las audiencias de confirmación en el congreso, el secretario de Estado Warren Christopher afirmó que los Estados Unidos buscaría facilitar una transición pacífica de China, del comunismo a la democracia, apoyando las fuerzas políticas y económicas favorables a la liberalización.

Los chinos lo veían de otra forma. El canciller Qian Qichen (uno de los ministros de relaciones exteriores más hábiles que he conocido, diría Kissinger) me aseguró que “el orden internacional no permanecería unipolar indefinidamente”. “Es imposible que un tal mundo unipolar llegue a existir. Algunos pueblos estiman que después de la Guerra del Golfo y de la Guerra Fría, los Estados Unidos pueden hacer lo que quieran. Yo creo que eso no es correcto”, agregó Qian.

Pocos artículos expresan de manera más cruda ese escenario unipolar que “The unipolar moment”, del columnista conservador norteamericano Charles Krauthammer, ya fallecido, publicado en la revista Foreign Affairs en 1991.

“La característica más llamativa del mundo de post Guerra Fría es su unipolaridad”, decía Krauthammer. “No hay más que una potencia de primera categoría y ningún prospecto de que, en el futuro inmediato, surja alguna potencia rival”.

El artículo abunda en expresiones parecidas. No hay una sola referencia al papel de China en este escenario, precisamente cuando Kissinger destacaba que los años 90’s se caracterizaron por su asombroso crecimiento económico y la transformación de su papel en el mundo. Percibía bien que un nuevo orden internacional estaba a punto de emerger. Si en 1994 el presupuesto militar de Taiwán era mayor que el de China, hoy el de China es 20 veces mayor. Si a mediados de los años 90’s las relaciones económicas entre ambas eran relativamente insignificantes (las exportaciones de Taiwán a China eran de menos del 1% del total de sus exportaciones), actualmente esta cifra es de cerca del 30%.

Hoy es claro quien tenía una visión más ajustada al desarrollo de los acontecimientos. El fin de la Unión Soviética y del socialismo en el este europeo significó el triunfo de Washington en la Guerra Fría, que alcanzó entonces la cumbre del poder. Pero fue también el inició de la caída de su papel, tanto en el orden económico como político, en el escenario mundial. Muchos analistas no supieron vislumbrar el ritmo de desarrollo chino, ni el inicio de la decadencia norteamericana.

Congruente con esa esa retórica, en mayo del 93 Clinton extendió por un año, de forma condicional, el estatus de Nación Más Favorecida a China. La orden ejecutiva fue acompañada por la retórica más peyorativa contra China que la de cualquier otra administración, desde 1960, dice Kissinger, que comenta la visita del secretario Christopher a Beijing: “Fue uno de los encuentros diplomáticos más hostiles desde que Estados Unidos y China iniciaron su política de acercamiento”.

Lo último que los chinos estarían pensando

Kissinger ha reiterado los riesgos de una política que enfatiza, en tonos cada vez más estridentes, los aspectos de una confrontación que no pude transformarse en armada sin amenazar la vida humana misma en el planeta. Ha hablado repetidamente en meses recientes.

En entrevista a Bloomberg, en julio, advirtió que una Guerra Fría entre los dos países podría terminar en una catástrofe mundial. Biden debe tener cuidado y no dejar que la política interna interfiera en su visión de China. Es importante evitar la hegemonía china (o de cualquier otro país), pero eso no se puede lograr mediante confrontaciones sin fin, estimó.

Consultado por Judy Woodruff, de PBS News Hour, sobre las lecciones que China puede sacar de la actual guerra en Ucrania con respecto a un eventual ataque a Taiwán, Kissinger estimó que “esto sería lo último que los chinos estarían pensando ahora”.

¿No sería mejor si abandonamos toda ambigüedad de nuestra política con respecto a Taiwán y afirmamos que defenderemos la isla de cualquier ataque?, le preguntó la periodista.

–Si abandonamos nuestra política y Taiwán se declara un país independiente, China estaría prácticamente obligada a adoptar una acción militar, porque este ha sido muy profundamente parte de su problema doméstico. De modo que esa ambigüedad ha evitado el conflicto. Pero los efectos de disuasión deben ser también firmes, dijo Kissinger.

En su libro Kissinger hace referencia a la posición de activistas de

derechos humanos para quienes sus valores eran considerados universales. Para esos sectores, las normas internacionales de derechos humanos deben prevalecer sobre el concepto tradicional de soberanía de los Estados. “Desde ese punto de vista –afirma– una relación constructiva a largo plazo con Estados no democráticos es insostenible casi por definición”.

“La política de derechos humanos en China no es de su incumbencia”, le había dicho el primer ministro Li Peng al secretario Christopher durante su encuentro en Beijing, señalando que los Estados Unidos tenía muchos problemas de derechos humanos que atender.

Lo cierto en esta materia es que Estados Unidos no acepta la jurisdicción de los organismos internacionales de derechos humanos y han terminado por transformar el tema en un instrumento político contra quienes no comparten sus intereses. Una política promovida particularmente en América Latina, donde Estados Unidos ha apoyado regímenes responsables de graves violaciones de los derechos humanos, incluyendo el derrocamiento de Salvador Allende, en Chile, que el mismo Kissinger promovió y estimuló durante la administración Nixon.

A favor de la ambigüedad

Al mismo tiempo surgían, con renovado impulso, fuerzas independentistas en Taiwán, encabezadas por el presidente Lee Teng-hui. En 1995 Lee logró autorización para visitar la Universidad de Cornell, donde había estudiado. Su discurso, con reiteradas referencias al “país” y a la “nación” y la discusión sobre el inminente fin del comunismo, resultaron inaceptables para Beijing, que llamó a consulta a su embajador en Washington, retrasó el agreement para el nuevo embajador de Estados Unidos en Beijing y canceló los contactos de alto nivel con el gobierno norteamericano.

Era julio de 1995 y Kissinger estaba de vuelta en China. Estados Unidos debe entender que “no hay espacio de maniobra en el asunto de Taiwán”, la había dicho Qian Qichen.

–Le pregunté al presidente Jiang si seguía vigente la afirmación de Mao, de que China podría esperar cien años para resolver el asunto de Taiwán, y él me respondió que no. La afirmación fue hecha hace 23 años, dijo Jiang, de modo que solo quedan 77.

Como esta conversación tiene ya 27 años, han pasado 50 y estaríamos ahora exactamente a la mitad del plazo dado por Mao. De modo que los tiempos se acortan y la advertencia de Xi, de que quien juega con fuego termina por quemarse, no debería verse como una repetición de advertencias del pasado. Me parece que esa no es la lógica china.

Años más tarde, la esposa de Clinton, Hillary, se desempeñó como secretaria de Estado (2009-2013), durante el primer mandato de Obama. Difícilmente podría ser más dura su opinión sobre Kissinger, expresada en una entrevista al editor nacional del Financial Times, Edward Luce, publicada el 17 de junio pasado.

Luce se refiere a Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional durante el gobierno de Jimmy Carter, un politólogo de origen polaco, fallecido en 2017, “rival y amigo” de Kissinger.

Kissinger dijo recientemente que Ucrania debería conceder territorio a Putin para acabar con la guerra, dijo Luce, reiterando una afirmación que Kissinger niega. Es, en todo caso, una interpretación bastante generalizada de afirmaciones hechas por Kissinger en Davos, aunque él explícitamente las negó en la entrevista a la periodista Woodruff. Son quizás parte de la necesaria “ambigüedad” a la que ya se había referido antes como necesaria para evitar una guerra entre Estados Unidos y Beijing, provocada por el problema de Taiwán.

Luce toma partido y afirma que, en su opinión, Brzezinski tenía una comprensión más aguda que Kissinger de las debilidades de la Unión Soviética.

–Estoy totalmente de acuerdo, respondió Hillary. Nunca creí que Brzezinski tuviera una visión romántica de los rusos como Kissinger. Él valora demasiado su relación con Putin. Y agregó una frase lapidaria: –Tienes que darle crédito a Kissinger por su longevidad, al menos. Él simplemente sigue adelante.

En su criterio, la OTAN debió seguir expandiéndose hacia el este; los argumentos en contra eran, por lo menos, ingenuos. El recuerdo de una vieja anécdota ocurrida en un restaurant londinense, donde discutían con los invitados la conveniencia de la expansión de la OTAN, luego de concluida la Guerra Fría, ilustra sus ideas. –Yo soy de Polonia (les dijo quien los atendía) y antes de tomar su orden, déjenme decirles algo: nunca confíen en los rusos. Hillary aprobaba. Ella también piensa que Putin “no tiene alma” y que intervino en las elecciones del 2016 en su contra, apoyando a Trump. “Si Trump hubiese ganado en 2020, sin duda habría abandonado la OTAN”, aseguró en la entrevista al FT.

Formación de bloques excluyentes

Luego de un largo recorrido de más de 500 páginas, en un agregado final con referencia a la visita del presidente chino Hu Jintao a Washington, en enero del 2011, en el gobierno Obama, Kissinger afirma:

El peligro estructural para la paz mundial en el siglo XXI está en la formación de bloques excluyentes entre el Este y el Oeste (o, por lo menos, con su parte asiática), cuya rivalidad podría replicar a una escala global el cálculo de suma cero que produjo las conflagraciones en Europa en el siglo XX.

El fin de la presidencia de Jiang Zemin, en marzo del 2003, marcó el fin de una época en las relaciones chino-norteamericanas. Ambos países ya no tenían un adversario común (Rusia), ni tampoco compartían el concepto de un nuevo orden mundial.

En Estados Unidos, George W. Bush había asumido la presidencia en enero del 2001, mientras que, en China, Hu Jintao sucedía en el cargo a Zemin. Kissinger recuerda que Bush llegaba a la presidencia luego del colapso de la Unión Soviética, en medio del triunfalismo y la creencia de que su país era capaz de rediseñar el mundo a su imagen y semejanza, como ya vimos, sobre la base de su visión de la democracia y de los derechos humanos.

El tema de Taiwán seguía en la agenda y fue tratado por Bush con el primer ministro chino Wen Jiabao durante su visita a Washington en diciembre del 2003. Jiabao reiteró que la política de Beijing seguía siendo la de promover una reunificación pacífica, bajo la norma de “un país-dos sistemas”, como la aplicada en Hong Kong.

En 2005, en un discurso en la Asamblea General de Naciones Unidas, Hu Jintao se refirió a un mundo harmonioso, con una paz duradera y una prosperidad compartida, la visión china del escenario mundial. Es evidente que ese no fue el rumbo seguido.

En enero del 2011, Hu visitó Estados Unidos. Seguían en la agenda problemas complejos, como las relaciones con Corea del Norte o la libertad de navegación en el Mar del Sur de China. Lo que está pendiente, dice Kissinger, es si podemos pasar del manejo de las crisis a la definición de objetivo comunes. ¿Pueden Estados Unidos y China desarrollar una verdadera confianza estratégica?

Kissinger vuelve la mirada al escenario que condujo a la I Guerra Mundial, a la unificación y crecimiento de las capacidades militares de Alemania. Cita a un analista inglés, funcionario del Foreign Office, Eyre Crowe, en cuya opinión, independientemente de las intenciones, si Alemania logra la supremacía naval, estará en juego la existencia del imperio británico y no habrá manera de encontrar formas de cooperación ni de confianza entre los dos países. Trasladado este criterio al análisis de los riesgos que implica el crecimiento de China, resultaría incompatible con la posición de los Estados Unidos en el Pacífico y, por extensión, en el mundo.

A esta visión de Crowe se agrega, en el debate norteamericano, la de grupos neoconservadores y otros, para los cuales la preexistencia de instituciones democráticas son un requisito para el establecimiento de relaciones de confianza entre los países. En ese caso, un cambio de régimen sería el objetivo final de la política norteamericana hacia países que considera “no democráticos”.

Si se enfatizan las diferencias ideológicas las relaciones podrían complicarse. Tarde o temprano, un lado o el otro podría cometer un error de cálculo… el resultado sería desastroso, estima Kissinger. Para evitarlo, la relación entre China y Estados Unidos no debería ser de suma cero. La competencia, más que militar, debería ser económica y social. Como lograr ese balance es el desafío de cada generación de nuevos líderes en ambos países.

Cualquier intento de los Estados Unidos de organizar Asia para aislar China, o crear un bloque de Estados democráticos para lanzar una cruzada ideológica, están destinados al fracaso. Si se considera que los dos países están condenados a confrontarse, creando bloques en el Pacífico, el camino del desastre quedará pavimentado, dice Kissinger. En cambio, sugiere como alternativa que Japón, Indonesia, Vietnam, India y Australia integren un sistema que, lejos de percibirse como instrumento de una confrontación entre Estados Unidos y China, lo vean como un esfuerzo de desarrollo conjunto.

Es evidente que no ha ocurrido así, y no se puede descartar que el camino recorrido nos conduzca a un gran desastre.

¿El fin de la ambigüedad?

Parece tentador. No faltan, en Estados Unidos, quienes piensan haber llegado la hora de confrontar a China y terminar con la ambigüedad con que se ha tratado el problema de Taiwán.

En medio de la turbulencia provocada por el anuncio de Nancy Pelosi de su intención visitar Taiwán, David Sacks, investigador del Council on Foreign Relations publicó, en julio, en Foreign Affairs, un artículo sobre el tema: How to survive the next Taiwan Strait Crisis.

Se avecina una era mucho más peligrosa para las relaciones a través del estrecho, afirma en su artículo. Apoya su afirmación con consideraciones del director de la CIA, William J. Burns, diplomático, exsubsecretario de Estado en la administración Obama, para quien no se debe subestimar la determinación del presidente Xi de reafirmar el control de Beijing sobre Taiwán.

Se podría esperar que, ante esta realidad, sería prudente mantener la política establecida en los comunicados conjuntos firmados con China y la política de una cierta ambigüedad defendida por Kissinger, como un medio de evitar una confrontación desastrosa.

No es esa la visión de Sacks. Su propuesta es que, para enfrentar los peligros de esta nueva fase, Biden debería promover una revisión completa de la política de Estados Unidos hacia Taiwán. Su sugerencia es que esa política esté basada en la disuasión y que, para eso Estados Unidos debería dejar claro que usará la fuerza para defender Taiwán.

Toda la visión del problema está enfocada en una respuesta militar. Además de lo ya sugerido, agrega incrementar la capacidad de combate de Taiwán; asesorar reformas de las reservas y fuerzas territoriales de defensa; insistir en que el gobierno de la isla incremente su gasto militar e invierta en misiles, minas marítimas y defensa aéreas portátiles. La cooperación norteamericana debe incrementarse en los próximos años, pero recomienda no hacerla pública.

La visión de este tipo de analistas se nutre de la manera como China respondió, en el pasado, a los acercamientos de Washington a Taipei. Recuerda el viaje de un antecesor de Pelosi como presidente de la Cámara, Newt Gingrich, en 1997, para reunirse con el presidente Lee Teng-hui, o la visita de Lee a los Estados Unidos, dos años antes.

Sacks se refiere a la reacción del presidente Jiang Zemin, cuya protesta se expresó –como ya vimos– en el terreno diplomático.

Pero Kissinger, que estuvo nuevamente en China en ese período, cita al viceprimer ministro Qian Qichen. China –dijo Qian– atribuye gran importancia a sus relaciones con Estados Unidos, pero Washington debe tener claro que no tenemos margen de maniobra en la cuestión de Taiwán.

Sacks deriva de esa experiencia la conclusión de que la historia se repetirá, pese al desarrollo de acontecimientos que él mismo enumera. Ha habido cambios importantes en las políticas norteamericanas hacia Taiwán en tiempos recientes, afirma. Mike Pompeo (Secretario de Estado en la administración Trump), envió congratulaciones a la presidente Tsai Ing-wen cuando asumió el cargo, en 2020; la administración Trump recibió a diplomáticos taiwaneses en el Departamento de Estado y en otras oficinas oficiales, norma que ha seguido el gobierno Biden; el Secretario de Estado Antony Blinken se refiere públicamente a Taiwán como un país; Biden invitó a una delegación de Taiwán a su toma de posesión y a la Cumbre por la Democracia; se anunció por la prensa que militares norteamericanas entrenaban fuerzas taiwanesas.

La lista quizás no sea exhaustiva, pero da una idea la naturaleza de las relaciones de Estados Unidos con Taiwán y del significado de la exigencia de Xi, en su conversación telefónica con Biden, de que el compromiso con las declaraciones firmadas no sea solo de palabra, sino también de hecho.

Sacks parece sacar, de ese listado, la conclusión de que China lo seguirá aceptando. No piensa que, quizás, termina por colmar el vaso de la paciencia. Conclusión que no parece lejana de la realidad, si agregamos que la advertencia de que quien juega con fuego se quemará vino ahora del propio presidente Xi, después de hacerse, en el mismo tono, desde el ejército y de la cancillería China. No ver la importancia de esa escalada sería un error de consecuencias posiblemente impagables.

¿Qué hacer?

El mundo asiste esta escalada ciertamente con preocupación y con horror ante las posibles consecuencias de medidas que difícilmente parecen encajar dentro de una necesaria política de cooperación para enfrentar desafíos comunes de la humanidad.

Tal como lo hicieron Estados Unidos y los países europeos en la reciente reunión de la OTAN en Madrid, donde adoptaron una respuesta militar inútil para enfrentar la situación en Europa, no faltan voces que sugieren la escalada militar para enfrentar la de Taiwán.

Para Sacks, con su visita Pelosi buscaría aprovechar una última oportunidad de expresar su apoyo a Taiwán como presidente de la Cámara de Representantes, ya que probablemente dejará el cargo luego de las elecciones de noviembre. Podría dejar así, en su curriculum, una muestra clara de su decidida oposición al régimen chino. Aunque su vanidad podría ser desastrosa para la humanidad.

Si la invasión de Ucrania por Rusia es un problema internacional, la situación de Taiwán es vista por Beijing como un problema interno chino. “Y la soberanía no es negociable”, le recordó Qian a Kissinger.

Es difícil pensar que Washington no entiende claramente la diferencia. Pero podría verse tentado a probar suerte.

El resto del mundo, ¿no tiene nada que decir? ¿No pueden líderes políticos latinoamericanos hablar y reivindicar derechos legítimos de la humanidad? ¿No sería útil que líderes de la región –pienso en Lula, Fernández, López Obrador, Petro, Boric, Arce, Mujica, Correa, Morales, en fin representantes de importantes sectores de opinión pública de la región, unirse a otros, como el senador Bernie Sanders y un grupo de congresistas norteamericanas opuestas a la guerra; y con políticos europeos, como Merkel, Schroeder, Corbin, Mélenchon y, seguramente, muchos otros–, se movieran para librar una batalla ante la opinión pública, poniendo de relieve las dramáticas consecuencias que tendrá para la humanidad un camino de una confrontación armada como esta?

FIN