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Importancia histórica de las urnas electorales

Frank Ulloa Royo

Necesidad de defensa del sistema electoral costarricense

Costa Rica no nació democrática: se hizo democrática. Y en ese hacerse, el sistema electoral ha sido una de sus conquistas más costosas, más frágiles y más dignas de defensa. Desde el Pacto de Concordia de 1821, pasando por las constituciones de 1844, 1871 y 1949, el país ha ido tejiendo una institucionalidad electoral que no es sólo norma jurídica, sino pacto ético, memoria de sangre y promesa de convivencia.

Sin embargo, ese tejido ha sido desgarrado muchas veces. Durante los siglos XIX y XX, Costa Rica vivió numerosos golpes de Estado y rupturas del orden constitucional: en 1870, Tomás Guardia derrocó a Jesús Jiménez; en 1917, Federico Tinoco impuso una dictadura tras derrocar a Alfredo González; y en 1948, la guerra civil fue el desenlace de una crisis electoral sin garantías. Estos episodios nos recuerdan que la democracia no es irreversible, y que los riesgos de regresión autoritaria nunca desaparecen del todo. Hoy, en medio de una polarización creciente, no estamos exentos de esos peligros. La historia nos advierte: cuando se debilita la confianza en las instituciones electorales, se abre la puerta al caos.

El Pacto de Concordia fue la primera semilla constitucional. La Constitución de 1949, en cambio, emergió como un árbol que brotó tras la tormenta, con raíces hundidas en el dolor de una guerra fratricida. Por siglos, Costa Rica ha cultivado una institucionalidad electoral que no es sólo norma: es espacio de convivencia de ideas y contradicciones dialécticas. Pero también es escudo contra el odio, que hoy parece renacer entre las cenizas de una democracia incendiada desde la propia casa presidencial.

Las elecciones no son un trámite. Son el ritual civilizatorio que permite dirimir diferencias sin violencia, renovar liderazgos sin rupturas y expresar la voluntad popular sin miedo. Pero para que ese ritual funcione, se requiere un sistema electoral confiable, imparcial y respetado. En Costa Rica, ese sistema ha sido construido con dolor: una guerra civil de 40 días en 1948, con más de 3.000 muertos, fue el precio que pagamos por no tener garantías suficientes. La institucionalidad que surgió después —el Tribunal Supremo de Elecciones, la ciudadanía universal, el voto secreto— no fue obra de élites en escritorios, sino respuesta a una fractura nacional que aún duele.

Antes de 1948, el sistema electoral era imperfecto. Las anécdotas familiares lo confirman: funcionarios que manipulaban sellos, papeletas listas para el fraude, y una cultura política donde la pureza electoral era bandera de quienes habían violentado su esencia. La guerra no sólo dividió familias, como la mía, sino que instauró un régimen de facto que prohibió partidos, encarceló líderes como Manuel Mora y Carmen Lyra, y mutiló la democracia política. Recordar ese episodio no es revanchismo: es pedagogía histórica. Es advertencia.

Hoy, en medio de una polarización creciente, se empuñan armas verbales contra el Tribunal Supremo de Elecciones. Se le acusa de parcialidad, de incapacidad, de no ser árbitro confiable. Pero esas acusaciones, cuando no se sustentan en pruebas sino en pasiones, erosionan la confianza pública y abren la puerta a escenarios que ya conocemos: exclusión, odio, violencia. La ética electoral no está sólo en el conteo de votos, sino en el respeto a las reglas, en la aceptación de resultados, en la defensa de las instituciones que nos permiten convivir.

Yo mismo he dejado de votar en ocasiones, sin saber que esa omisión permite que, con poca representatividad, los peores nos gobiernen. Hoy, sin embargo, entiendo que votar no es sólo un derecho: es una responsabilidad ética. Es un acto de memoria. Es decirle al país que no queremos otra guerra civil, que valoramos lo que costó construir este sistema, y que estamos dispuestos a defenderlo con la palabra, con el voto, con la historia.

La democracia no se hereda: se cultiva. Y el sistema electoral costarricense, con sus luces y sombras, es uno de sus pilares más sagrados. No lo destruyamos con ligereza. No lo erosionemos con odio. Recordemos que detrás de cada urna hay una historia de dolor, una promesa de paz, y una ética que nos llama a defender la democracia electoral.