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Etiqueta: Alejandro Guevara Arroyo

Sobre el vínculo constitucional entre el pluralismo político y la Democracia

Alejandro Guevara Arroyo

1. La garantía constitucional del pluralismo político es una faceta esencial de toda comunidad ordenada constitucionalmente como una República Democrática, o sea, una comunidad constitucionalmente fundada en los principios de igualdad política y de su propio autogobierno. Cierto: dichos ideales abstractos pueden traducirse en muchas formas constitucionales. Pero si en un caso dado no hay garantía creíble de pluralismo político, su apelación a los términos ‘democracia’ o ‘república’ es meramente un nombre mal puesto (misnomer).

2. En un nivel bajo de abstracción, el pluralismo político consiste en la vigencia, en un espacio político dado, de una multitud de concepciones alternativas pero razonables sobre cuál es el bien común, la justicia o el alcance y la jerarquía adecuada de los derechos fundamentales para esa comunidad. He aquí, por añadidura, una manera de caracterizar el concepto de concepción política. Como son concepciones alternativas, la ciudadanía que las sostiene entra en desacuerdo sobre la forma correcta de abordar los asuntos políticos particulares. El hecho del desacuerdo, como lo llamó Waldron, es, por tanto, una consecuencia necesaria de la vigencia del pluralismo político en toda comunidad política moderna.

3. Así, que un orden constitucional garantice el pluralismo político significa que ha diseñado un conjunto de mecanismos institucionales para que dicha vigencia sea un hecho. Como mínimo, dentro de estos mecanismos deben encontrarse prohibiciones y protecciones contra la persecución (estatal o paraestatal) de algún conjunto de las voces políticas vigentes en esa comunidad. Pero en un orden constitucional con una preocupación profunda por la democracia deben también incluirse artefactos constitucionales para fortalecer la presencia efectiva y vibrante de dicha pluralidad política en el espacio público democrático (para que se dé el space of appearance de la política, del que habló Arendt).

4. Entiendo que las dos rutas actuales más importantes contra el pluralismo político están caracterizadas por los órdenes que (1) abiertamente no garantizan protecciones institucionales contra la persecución de disidencias políticas o voces críticas; y (2) no se preocupan por construir las condiciones sociales para que el pluralismo político adquiera vigencia y protagonismo en la esfera pública y, notablemente, para la constitución de una genuina y activa ciudadanía comprometida con la República.

Ejemplos brutales del primer grupo fueron la Rusia de Lenin y Stalin (1920-1953), el Chile de Pinochet (1973-1990) y la Argentina de Onganía (1966-1973) y de Videla (1976-1982). Pero también deben incluirse las nuevas estrategias mediante las que se ‘mata a la democracia por mil cortes’ (retomando la expresión de O’Donnell), en las cuales el pluralismo político se va erosionando progresivamente, hasta llegar a las formas más obvias de persecución y criminalización de la disidencia. Destacan palmariamente en este caso: Venezuela (ya sin duda desde 2015, aunque con tendencias que se retrotraen al menos una década), Nicaragua (desde 2018 claramente, aunque también en este caso la erosión del pluralismo político empezó mucho antes) y El Salvador (en una obvia deriva autoritaria desde 2019).

En el segundo grupo están todos los órdenes constitucionales que no gestionan constitucionalmente garantías para cumplir las precondiciones sociales y para incentivar virtudes cívicas en la ciudadanía, ambas necesarias para una comunidad democrática densa.

Vale la pena detenerse en este punto. Como se dijo, el genuino pluralismo político puede surgir sólo en un espacio social relativamente autónomo, el de la política democrática. Sin embargo, para que sea probable que la sociedad participe de ese espacio, es claro que resulta imprescindible que las personas encuentren satisfechas sus necesidades de fundamentales para llevar una vida digna. Pero, y esto es clave, también resulta determinante que la ciudadanía disponga de un alma política adecuada, democrática, para participar de manera cívicamente virtuosa en aquel espacio. Pues bien, las condiciones sociales modernas no hacen probable que este espacio y dicha ciudadanía surjan por sí mismos. Por ello, constitucionalmente, hemos de preocuparnos por diseñarlos, construirlos, garantizarlos.

Buena parte de los actuales órdenes constitucionales democrático-republicanos se encuentran en un serio déficit con respecto a esta dimensión de la garantía de pluralismo político. Especialmente notable es el caso del continente americano, aunque sospecho que la situación es aún más grave en países como los Estados Unidos de América, Ecuador y buena parte de Centroamérica.

5. En un nivel alto de abstracción, el pluralismo político es consecuencia de un espacio-tiempo social en el cual todas las personas nos reconocemos como ciudadanas y ciudadanos iguales en dignidad, integrantes de un mismo navío constitucional. Tal es la nota que delimita su comunidad. Se dice ciudadanía, no sólo personas, en tanto ahí nos transfiguramos en agentes autónomos que reflexionan y actúan en, para y sobre esa comunidad.

Al reconocernos iguales en dignidad, entendemos que aquello que nos caracteriza a cada uno en tanto ciudadanía -el expresar esa libertad esencial que se ejerce mediante la política (como creyó Arendt)- es también lo propio del resto de quienes nos acompañan en el navío de la comunidad. En ese contexto, mis razones políticas en tanto ciudadano sólo pueden transformarse en las razones que justifican la decisión para toda la comunidad, si también son las razones políticas del resto. Pero estas razones, por supuesto, sólo pueden ser aquellas asumidas autónomamente, con convicción. Y las razones políticas del resto se encuentran en las mismas condiciones que las mías, tanto con respecto a su estatus como a su ethos.

Eso es ser una comunidad política en la modernidad: reconocernos en un genuino desacuerdo político, como consecuencia de reconocernos como agentes políticos con igualdad dignidad. Constitucionalizamos (imperfectamente) este ideal en la forma de la República Democrática.

En la política democrática, las formas importan

Alejandro Guevara Arroyo

Recientemente apareció un texto interesante titulado “Milei y la cuestión de las formas”, publicado por Javier Franzé en La Vanguardia (órgano del Partido Socialista argentino)1. Ahí se evalúan las formas de las prácticas políticas del presidente argentino Javier Milei, aunque sus consideraciones pueden extenderse en buena medida a todas las principales figuras de la actual ola del populismo de ultraderecha que azota Occidente, con Chaves como nuestro ejemplo parroquial. Muchas de sus reflexiones alcanzan la discusión sobre la correcta práctica política en general, es decir, tanto de agentes políticos profesionales, como de militantes partidarios y de la ciudadanía en una democracia. Por ello, entiendo que vale la pena retomar nuevamente lo que ahí se plantea.

El autor propone al menos dos aspectos especialmente valiosos para la reflexión política. Primero, se refiere a las características fundamentales de nuestro accionar, o sea, de nuestra práctica, en tanto agentes morales. En segundo lugar, alude a la práctica política propia de una o un demócrata. Veamos.

El primer asunto interesante que aborda sensatamente este texto es la distinción, muy arraigada en nuestro sentido común, entre formas y contenido de la práctica política y, más en general, de nuestro accionar en tanto agentes. Así, se suele escuchar que al considerar la política, debemos distinguir tajantemente entre las formas (cómo se habla, cómo se trata a otras personas, con quién se discute) y el contenido (las propuestas que se presentan, los ideales que se persiguen con el accionar). En nuestros días, no es inusual que se entienda que ‘el contenido justifica cualesquiera formas’ o, incluso, que ciertas formas son estorbos para lograr lo clave, que se encuentra en el nivel del contenido (fines, ideas o propuestas) de la acción política.

Sobre esta distinción, el autor pone correctamente en duda los límites normativos de la separación entre forma y contenido. Y es que, desde un punto de vista más fundamental, no existe una distinción tajante éticamente entre ambos niveles. Por un lado, los contenidos intencionales de nuestra acción se construyen, comparten y afianzan por medio de ciertas prácticas que, en el caso de la política, son públicas en un sentido relevante. Las formas en que estas se expresan pueden moldear el contenido mismo de la acción política. Pero, además (y quizás de mayor importancia), hay contenido en las formas de nuestro accionar. O sea, las formas de nuestras prácticas en sí mismas tienen contenido: honran y difunden ciertos valores y desprecian otros.

Por ende, al considerar o realizar una práctica política, nunca podemos liberarnos de la consideración ética de su faceta formal. Ahí damos preponderancia a ciertos valores (¡ciertos contenidos!) sobre otros. “Las ‘formas’ tienen importancia por sus consecuencias, por el sentido que transmiten y la realidad que construyen. Otra vez, no son sólo formas, sino expresión de un contenido que, a su vez, contribuyen a crear”, dice correctamente Franzé.

El segundo aspecto interesante para la reflexión alude no ya a nuestra agencia en general, sino a la forma de nuestra correcta práctica política en tanto demócratas. Sobre esto el autor sostiene que ciertas formas son relevantes para la democracia por los valores que encarnan y que performativamente promueven. Prácticas políticas como las de Chaves, Milei o Trump, de irrespeto, insulto y ridiculización al que discrepa políticamente, no son meramente ‘feas’: son afrentas a los valores democráticos mismos; tienden al autoritarismo político. “Las malas formas de un presidente democrático no son importantes porque nos digan algo de su creencia o no en la democracia, sino que son significativas para la democracia misma como orden político”, para citar nuevamente al autor.

Ahora, ¿cuáles son esas formas que las prácticas democráticas han de sostener? Sintetizo algunas de las que se me ocurren: (a) la tolerancia práctica frente al desacuerdo político, entendiendo que este es constitutivo de la sociedad democrática; (b) la cordialidad básica entre quienes sólo median desacuerdos políticos, recordando que juntas y juntos conformamos un cuerpo más amplio, una comunidad política, una República; (c) la decencia y la coherencia pública, dando cuenta de que estamos guiados por ideales y principios, y no por el mero autointerés.

Cabe preguntarse, sin embargo, por qué aceptar esta visión sobre las correctas formas de la práctica política democrática. Al considerar la respuesta a este asunto, el autor se aproxima a uno de los grandes misterios de la vida democrática: ¿cómo se puede, coherentemente, desarrollar una práctica política fundada en cierta concepción que se estima correcta y, al mismo tiempo, admitir que hay otras concepciones y prácticas que en algún sentido también son aceptables? Desde mi punto de vista (y aquí me diferencio un poco del autor), para responder estas cuestiones, debemos poder integrar, bajo distintas máscaras, nuestra faceta en tanto agentes políticos y en tanto personas ciudadanas.

En tanto agentes políticos, defendemos, promovemos y afianzamos ciertas concepciones y propuestas políticas que entendemos como correctas y justas para nuestra sociedad. O sea, bajo esta máscara asumimos que hay posiciones sobre el orden social que son correctas, sin más. Para lograr que dichas posiciones se realicen, nuestra práctica se puede encauzar mediante todas las rutas de acción política constitucionalmente reconocidas.

Por su parte, en tanto personas ciudadanas, hemos de reconocer que existen otros integrantes de la comunidad política que se encuentran en una posición constitucional equivalente, pero que pueden sostener direcciones políticas alternativas. Y su posición es equivalente porque son personas con igual dignidad en tanto ciudadanas de la República y el hecho de su desacuerdo es expresión de su autonomía moral, presupuestos esenciales del profundo ideal democrático de comunidad política.

Honramos, respetamos y mostramos la defensa de dicho ideal (de dicho contenido) a través de ciertas formas en nuestras prácticas, en cada una de ellas, y, ciertamente, en nuestro accionar político. La máscara ciudadana subyace a la del agente político. He aquí la manera en la que se integran para la o el demócrata.

Es gracias a la máscara ciudadana que se distinguen las formas correctas de la vida democrática; es ella la que distancia a alguien que lleva una práctica política autoritaria, aunque se realice dentro de límites legales aceptables, de una práctica demócrata. Y, por supuesto, la persona que ocupa un puesto de autoridad (v.g. un presidente) ha de trasladar dichos valores a su propia práctica política, respetando desde su lugar las formas adecuadas para honrar el pluralismo político.

Al fin y al cabo, en la práctica política democrática, se cumple también aquello que agudamente apuntara Borges para toda nuestra vida: los actos son nuestros símbolos.

El Pueblo imaginado por el populismo costarricense

Alejandro Guevara Arroyo1

1 Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica.

El pasado martes 18 de marzo, varios miles de personas se congregaron frente al edificio de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica. Acompañadas de banderas nacionales, exigían la destitución de la persona que actualmente ocupa el cargo de Fiscal General. El evento fue promovido desde Casa Presidencial de Costa Rica, y existen indicios de una inversión económica significativa destinada a movilizar a ciudadanos y ciudadanas desde zonas rurales del país.

A la manifestación asistieron varias diputaciones del partido de gobierno, exministros con aspiraciones de participar en las próximas elecciones nacionales y, notoriamente, el propio presidente Rodrigo Chaves Robles (quien no ha ocultado su conflicto con el Fiscal General, motivado por diversas causas que dicho funcionario tramita en su contra). Aclamado por sus seguidores, el mandatario afirmó que el Pueblo se ha despertado y, en una expresión con alguna reminiscencia lejana al filósofo Jean-Jacques Rousseau, que la voz del Pueblo es la voz de Dios.

Las líneas que siguen analizan críticamente el concepto de Pueblo que subyace en estos posicionamientos políticos y lo contrastan con su principal alternativa teórica.

¿Quién es este Pueblo del que habla el presidente con tanta vehemencia?

Pero, ¿quién es ese Pueblo al que aludió el presidente, y qué papel le corresponde frente a las instituciones del Estado? Ambas son preguntas de considerable profundidad, ciertamente. Quizá por ello encontramos diversas respuestas relevantes a cada una. Comencemos por la segunda.

Si atendemos a los principios fundamentales de nuestro orden constitucional, el Pueblo (o la Nación, con mayúscula, como lo llama nuestra Constitución Política) es una figura absolutamente central. Según la Constitución, se trata del titular de la soberanía y es el llamado a ejercer todas las funciones del poder público, incluido el más elevado de todos los poderes, el constituyente (es decir, la capacidad de crear una nueva Constitución).

Este es el Pueblo de la Democracia establecido en nuestra Constitución Política: gobierna a través de formas constitucionales, lo cual implica necesariamente la disposición de todos los derechos políticos fundamentales ciudadanos. Tiene, además, la notable facultad de modificar la Constitución misma, si así lo decide.

Esta concepción que proyecta nuestra Constitución se opone, por un lado, a la postura elitista, según la cual la ciudadanía no debe reclamar ni influir en el llamado Estado de Derecho. Pero también se distancia de lo que podríamos llamar una visión populista, que concibe al Pueblo como una entidad que puede gobernar sin instituciones, sin representantes, sin mediación; como si se tratara de un organismo con voluntad autónoma (en breve veremos que, desde este punto de mira, se suele entender que la voluntad popular tiene que tomar forma en la figura de un Líder).

El Pueblo del Populismo

Transpira nuevamente la pregunta acuciante: ¿quién es este Pueblo de la Democracia? Queda claro que, sea lo que sea, es algo trascendental. En Costa Rica, el Pueblo posee un enorme poder sobre todas y todos nosotros o, al menos, así lo establece nuestra Constitución Política. Sin embargo, seguimos sin saber con claridad quién es y cómo se manifiesta.

Una alternativa que interesa considerar aquí es justamente la propuesta por el presidente Chaves: el pueblo se identifica o es representado exclusivamente por quienes apoyan su gobierno, con lo cual él se convierta en su única voz legítima. Esta visión coincide con lo que el teórico e historiador Federico Finchelstein, en su obra “Del fascismo al populismo en la historia”, caracteriza como la perspectiva populista del Pueblo o Nación. El populismo (junto con su pariente, el fascismo) entiende que el Pueblo de la Democracia toma forma en una parte (real o supuestamente) oprimida o maltratada de la población, que encuentra su expresión en una figura de liderazgo profético y emancipador: Nación, Seguidores y Líder constituyen una sola unidad política. El Líder es, por tanto, quien efectiviza la voluntad que debe guiar al resto de la Nación-Seguidores. De esta forma, suele justificarse que el Líder acumule los poderes y facultades atribuidas al Pueblo de la Democracia.

Habida cuenta de estas ideas, históricamente el populismo ha tendido a apoyar el empoderamiento de ciertos presidentes electos mediante votación popular, como mecanismo para localizar al Líder del Pueblo.

Frente a este movimiento, obviamente, solo puede existir su contrario, representado por el mal: la casta, la élite, el antipueblo, es decir, todas y todos quienes no forman parte del Pueblo-Seguidores o se oponen de alguna forma a lo que dispone su Líder.

En todas sus manifestaciones, el populismo tensiona las instituciones constitucionales y políticas propias de las Repúblicas modernas. No podría ser de otra manera, dados los supuestos ideológicos que incorpora: la identificación entre Líder, Seguidores y Nación, que se oponen frontalmente al Antipueblo (en especial: opositores políticos). Aun así, existen muchos ejemplos históricos que muestran movimientos populistas que llegan al poder sin romper completamente con dichas instituciones (por ejemplo, Cristina Fernández de Kirchner o Javier Milei en Argentina). En otros casos la deriva ha sido hacia regímenes autoritarios (como el de Nayib Bukele en El Salvador), llegando incluso a consolidarse plenamente en formas dictatoriales (como la Venezuela de Nicolás Maduro).

¿Pero, hay alguna forma distinta de ver al Pueblo de la Democracia? Hay quienes creen que no, y por ello auspician una forma completamente despolitizada de ver los órdenes constitucionales. Sin embargo, la respuesta se encuentra en la propia ideología que subyace a nuestras imperfectas Constituciones Políticas modernas, incluida la de Costa Rica. Se trata de lo que podemos llamar la visión republicana del Pueblo.

El Pueblo de la Democracia bajo la mirada republicana

Hay una alternativa tanto a la visión populista del Pueblo de la Democracia como a las visiones elitistas. Nuestra Constitución Política de 1859 la distinguió con notable claridad, en una formulación que lamentablemente no se preservó en nuestro texto constitucional actual. En su artículo primero, aquella Constitución señalaba: “La asociación política de todos los costarricenses constituye una Nación que se denomina: República de Costa Rica”. Esta es la mirada republicana del Pueblo de la Democracia costarricense. Se trata una comunidad intergeneracional, que comparte un pasado, un presente y un futuro, anclada entre sí por medio de sus derechos políticos en la forma de la ciudadanía. Se organiza en una República, con el objetivo de garantizar la igualdad política de todas las personas que integran la comunidad.

Notablemente, sin embargo, en la comunidad de la ciudadanía existen honestos desacuerdos sobre cómo y en qué dirección han de ejercerse los poderes del gobierno. Por ello se requieren medios institucionales que aseguren que todas esas visiones políticas sean escuchadas y representadas en la toma de las decisiones más importantes sobre cómo vivir en comunidad.

En los modelos constitucionales modernos, esta ambición se tradujo en instituciones características: los Congresos o Parlamentos legislativos, cuya integración debe ser electa y políticamente representativa de la diversidad ideológica de la ciudadanía, y, al mismo tiempo, estar abierta a sus reclamos y observaciones. Esta ideología republicana incluso se manifestó en la arquitectura de muchas de las salas donde se reunían en pleno los cuerpos legislativos: para simbolizar la igualdad entre todos los representantes -y, indirectamente, la del propio pueblo-, se adoptaba una disposición en semicírculo (lamentablemente, la sala del Plenario de nuestra Asamblea Legislativa ha olvidado ese notable simbolismo republicano). Por supuesto, es esta concepción del Pueblo la que justifica que la ley disponga de mayor legitimidad que las decisiones de un Presidente (sea o no el “líder” de un movimiento político).

¿Pero entonces, desde esta visión de la comunidad política, caben las denuncias vehementes contra los poderes fácticos, las corporaciones o las élites que buscan cooptar las instituciones y los gobiernos en su propio beneficio? ¡Claro que caben! El desacuerdo dentro de la comunidad política no tiene por qué vivirse “en baja intensidad”, ni excluir denuncias apasionadas por corrupción, corporativismo o cooptación institucional. El principio de acción, sin embargo, es que al formular la crítica política, debe preservarse -en la medida de lo posible- la distinción entre, por un lado, los adversarios políticos, y por otro, los actores facciosos, corporativos o extrainstitucionales. Solo al mantener esta distinción puede sostenerse una política de conflicto democrático sin caer en una lógica del populismo, que tensiona y pone en riesgo la vigencia de las instituciones formales de la República.

De forma que las implicaciones de la ideología republicana del Pueblo calan profundamente en nuestras instituciones y prácticas constitucionales, aunque muchas y muchos sentimos que, en nuestros días, estas no cumplen con sus aspiraciones más elevadas. De hecho, creo que la reiterada incoherencia entre los ideales a los que dicen dirigirse nuestras instituciones y el desierto de realidad que percibimos en su desempeño -con una deriva que con demasiada frecuencia recuerda a House of Cards o VEEP– constituye parte de lo que, en Costa Rica, ha empoderado a la visión populista de la política y del Pueblo. Y es este movimiento político el que, hoy día, cuestiona la visión políticamente igualitaria e inclusiva que subyace a la idea republicana del Pueblo de la Democracia.