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Etiqueta: algoritmos

La revuelta del algoritmo: Nepal, la Generación Z y el futuro de la democracia

Mauricio Ramírez

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

En Nepal, cientos de personas, en su mayoría de la Generación Z (1995-2010), han tomado las calles en las últimas semanas. La chispa fue la decisión del gobierno de bloquear el acceso a redes sociales como TikTok, YouTube, Instagram y Facebook, con el verdadero propósito de acallar la disidencia bajo el disfraz de combatir la desinformación. Se trata de una medida con el aroma de las viejas lógicas del siglo XX, incapaz de comprender el papel central que estas plataformas cumplen en la vida social y política contemporánea. Lejos de sofocar el malestar ciudadano, el bloqueo desató una ola de protestas que muy pronto trascendió lo digital y se convirtió en un cuestionamiento abierto al sistema político, marcado por la corrupción, el desempleo y la falta de oportunidades.

Las calles de Nepal arden no solo por la indignación de una juventud hastiada, sino también por la fricción entre dos épocas que colisionan. Lo que se vive en el Himalaya no es simplemente una protesta social contra la precariedad y la corrupción; es un verdadero sismo político que deja al desnudo la fragilidad de nuestras estructuras de poder, incluida la democracia misma. Y ahí está la clave: la democracia no está muerta, pero sí corre el riesgo de volverse irrelevante si no se reforma a tiempo para dialogar con una realidad digital que ya ha superado los marcos institucionales tradicionales.

Aquí es donde el pensamiento de Byung-Chul Han ilumina el trasfondo. Han nos recuerda que el poder contemporáneo ya no actúa solo prohibiendo o reprimiendo, sino seduciendo y permitiendo. Es un poder que se reviste de libertad y que opera bajo la lógica del rendimiento y la autoexplotación. La Generación Z, nacida en este ecosistema, experimenta el contraste entre un Estado que todavía ejerce un poder disciplinario y coercitivo —bloqueando, censurando, limitando— y unas plataformas digitales que se presentan como espacios “permisivos, horizontales y liberadores”, aunque en realidad respondan a intereses privados y a algoritmos que moldean la percepción colectiva.

De ahí la ambigüedad de esta particular revuelta. A primera vista parece un acto emancipador, un grito contra la corrupción y el autoritarismo. Pero no podemos descartar que también sea, en parte, un síndrome de abstinencia: una reacción visceral al corte del acceso a redes sociales que constituyen el hábitat natural de esta generación. La protesta se mueve, entonces, en dos planos: como defensa de derechos democráticos y como defensa inconsciente de plataformas privadas que han reemplazado a la plaza pública.

La disputa central no es solo entre jóvenes y Estado, sino entre soberanía estatal y soberanía digital. El Estado nepalí y muchos otros a nivel mundial no han perdido por completo su autoridad, pero ahora la comparten y la disputan con corporaciones globales que ejercen un poder no coercitivo, sino persuasivo y capilar en este ámbito. En este nuevo escenario, los algoritmos se convierten en árbitros invisibles que deciden qué voces se amplifican y cuáles se silencian. Esto no es un problema menor.

La libertad, bajo este régimen digital, aparece como una espada de doble filo. Se vive como herramienta de empoderamiento y organización, pero también funciona como trampa de un totalitarismo liberal posmoderno que no reprime desde fuera, sino que captura desde dentro. La revuelta nepalí muestra así el rostro ambiguo de la libertad contemporánea: emancipadora y, a la vez, instrumentalizada.

El caso de Nepal obliga a repensar el futuro de la democracia. Si no logra reformarse para dialogar con estas nuevas generaciones, con sus códigos de inmediatez, supuesta horizontalidad y transparencia radical, quedará rezagada o degradada a infocracia, como el mismo Han lo afirma, frente a los poderes factuales del mundo digital. La pregunta no es si la democracia está muerta, sino si está dispuesta a renacer para no volverse irrelevante ¿obsoleta? en un terreno ya redibujado por el poder invisible de datos y algoritmos que deciden por los humanos.

Entre algoritmos y precariedad: el capitalismo de plataformas y la amenaza a los derechos laborales

Elian Xavier Jiménez Campos
Heredia, 2 de julio de 2025

En Costa Rica y el mundo, una nueva forma de organización del trabajo se ha consolidado a pasos acelerados: el capitalismo de plataformas. Este modelo se presenta como moderno, flexible e innovador, pero detrás de esa fachada digital se esconden relaciones laborales profundamente desiguales y precarias.

Aplicaciones como Uber, DiDi, InDriver, Rappi o Ubereats han transformado la manera en que trabajamos, sin transformar el poder que las sostiene. En estas plataformas, la clase trabajadora ya no es reconocida como tal: ahora se les denomina “colaboradores” o “socios conductores”, figuras sin acceso a salario fijo, seguridad social ni derechos laborales básicos. La relación entre empresa y trabajador desaparece en lo legal, pero no en lo real. La precarización se institucionaliza a través de la tecnología.

En el fondo, lo que estas plataformas hacen es externalizar sus responsabilidades, beneficiándose de un modelo en el que todo riesgo recae sobre quien realiza el trabajo. No hay aguinaldo, vacaciones, seguro o pensiones. Y aunque se promueve la idea de que los trabajadores tienen libertad para conectarse cuando quieran, lo cierto es que los algoritmos premian a quienes están más tiempo disponibles y penalizan rechazos o desconexiones. Es el algoritmo como nuevo jefe invisible, que controla sin rostro, sin contratos, sin límites.

Como juventudes, este fenómeno debe preocuparnos. No solo porque reproduce y profundiza desigualdades económicas, sino porque fragmenta las formas de organización colectiva y desmantela décadas de luchas sindicales. La riqueza se concentra en pocas manos, mientras crece una clase trabajadora informal, sin voz ni protección.

Peor aún: la precarización tiene rostro de mujer. Las plataformas digitales captan mayoritariamente a mujeres y disidencias, quienes ven en la supuesta “flexibilidad” una manera de combinar el trabajo remunerado con las labores domésticas. Pero esa doble jornada, sumada a la falta de garantías y la exposición a violencia digital o acoso, solo refuerza las brechas estructurales.

Costa Rica no escapa a esta realidad. A pesar de los discursos gubernamentales que celebran la innovación tecnológica y el “emprendimiento”, cada vez más jóvenes, mujeres y personas de sectores populares se ven empujadas a estos trabajos sin regulación ni derechos. Si la política pública no actúa, si el Estado no garantiza protección para quienes trabajan en estas plataformas, estaremos normalizando una nueva forma de esclavitud hipermoderna.

Es hora de poner este tema sobre la mesa. De abrir debates en las universidades, los sindicatos y las calles. De exigir que la tecnología esté al servicio de la dignidad humana, no de la explotación sin rostro. Porque si el trabajo del futuro es este, entonces debemos preguntarnos:

¿De qué futuro estamos hablando?

La inexcusable indiferencia frente a los autoritarismos: ¿ignorancia o estupidez?

La teoría de la estupidez de Dietrich Bonhoeffer.

Henry Mora Jiménez

Dietrich Bonhoeffer (4 de febrero de 1906 – 9 de abril de 1945) fue un teólogo y pastor luterano alemán y un activista contra el régimen de Adolf Hitler que pasó los dos últimos años de su vida en prisión, antes de ser ejecutado en un campo de concentración nazi.

Durante su encarcelamiento, una de las preocupaciones sobre las que reflexionó fue la siguiente: ¿cómo fue posible que uno de los pueblos más educados de Europa, que dio al mundo grandes filósofos, científicos y poetas, haya sido presa de la ideología y de la violencia extrema llevada a cabo por el fascismo nazi? Encontró una respuesta en la estupidez, pero vayamos con calma.

La teoría de la estupidez de Dietrich Bonhoeffer no es realmente una teoría (en el sentido científico del término), pero sí una reflexión profunda sobre la naturaleza humana y cómo la estupidez puede ser más peligrosa que la maldad y más extendida que la ignorancia.

Para Bonhoeffer, la estupidez no es simplemente una falta de inteligencia o torpeza para comprender las cosas, sino una condición humana que puede ser influenciada por factores sociales y políticos. Las personas estúpidas se vuelven manipulables, pierden su independencia y dejan de pensar por cuenta propia, lo que las hace especialmente peligrosas porque no pueden ser persuadidas con argumentos racionales. Entonces, la estupidez sería un problema sociológico más que psicológico, y se manifiesta cuando las personas son sometidas a la influencia de inmensos poderes externos o de ideologías extremistas que buscan la manipulación y el control total de la población, a través de medios como la propaganda y la desinformación, como ocurrió en la Alemania de su tiempo bajo el régimen nazi.

Hoy en día estas causas no son suficientes para explicar la estupidez a la que se refiere Bonhoeffer, pero aun así, sus reflexiones nos pueden orientar para explicar lo que está pasando en el mundo frente a líderes de extrema derecha como Trump o Milei, e incluso, en el caso particular de Rodrigo Chaves en Costa Rica.

Pero ¿qué causa esta estupidez socialmente determinada?

Bonhoeffer reflexionó sobre las causas de la estupidez, especialmente en el contexto del ascenso del nazismo en Alemania. Sus observaciones no solo son relevantes para entender ese período histórico, sino que también ofrecen pistas valiosas para analizar fenómenos similares en otras épocas y sociedades.

Bonhoeffer creía que la estupidez surge cuando las personas renuncian a su capacidad de pensar y actuar de manera autónoma. En lugar de cuestionar y reflexionar, se dejan llevar por opiniones mayoritarias, por alguna ideología o por algún líder carismático o con cierta autoridad. Esta renuncia no es tanto intelectual como moral: es una elección de no asumir la responsabilidad de pensar por uno mismo.

Además, en situaciones de crisis, incertidumbre, temor o desesperanza, muchas personas prefieren la comodidad de seguir a otros antes que enfrentar la dificultad de pensar críticamente. El miedo al aislamiento o al castigo puede llevar a la gente a actuar de manera estúpida, incluso cuando saben que están haciendo algo incorrecto.

De manera especial, Bonhoeffer observó cómo el régimen nazi utilizaba la propaganda a gran escala para manipular a las masas y cómo la estupidez se generaliza cuando las personas aceptan pasivamente los mensajes de líderes o medios de comunicación sin cuestionarlos. La propaganda aprovecha los prejuicios, los miedos y los deseos de las personas para anular su pensamiento crítico.

No menos importante, para Bonhoeffer, la estupidez florece en sociedades donde las relaciones humanas auténticas se han debilitado o fragmentado. Cuando las personas están aisladas o se relacionan de manera superficial es más fácil que caigan en la estupidez, porque no tienen una comunidad real que les cuestione o les ayude a pensar de manera crítica. Este elemento es mucho más importante hoy en día, cuando las llamadas redes sociales y los algoritmos pulverizan la convivencia real entre las personas, las vuelve adictas al entretenimiento superficial y las hace incapaces de cuestionar su propia realidad.

Como teólogo, Bonhoeffer veía la estupidez como un problema espiritual. Creía que cuando las sociedades pierden sus fundamentos éticos y espirituales, las personas se vuelven más susceptibles a la estupidez, porque carecen de un marco de referencia para discernir entre el bien y el mal. Un efecto similar ocurre cuando nos gobiernan antivalores como el individualismo exacerbado y la competitividad compulsiva del capitalismo globalizado.

¿Se puede enfrentar la estupidez cuando esta se generaliza?

Bonhoeffer creía que el primer paso para enfrentar la estupidez es recuperar la capacidad de pensar y actuar de manera autónoma. Esto requiere, entre otros: i) cuestionar las narrativas dominantes; ii) no aceptar pasivamente lo que dicen los líderes, los medios o las masas, sino analizar críticamente la información; iii) asumir responsabilidad personal, tomando decisiones basadas en principios éticos, incluso cuando esto implique ir contra corriente.

Y como la estupidez florece en entornos donde el pensamiento crítico es desalentado, para combatirla, es esencial: i) educar en la reflexión, enseñando a las personas a cuestionar, analizar y debatir ideas, en lugar de aceptarlas sin más (de ahí la importancia central de una educación que potencie el pensamiento crítico); ii) promoviendo el diálogo, creando espacios donde las personas puedan discutir abiertamente temas difíciles, sin miedo al rechazo o al castigo.

Como ya mencionamos, Bonhoeffer enfatizaba la importancia de la comunidad como antídoto contra la estupidez. Una comunidad auténtica fomenta la solidaridad, ya que las personas se apoyan mutuamente para resistir la presión del conformismo.

Además, en una comunidad sana, sus miembros se ayudan a reconocer y superar la estupidez, tanto individual como colectiva.

En situaciones donde la estupidez se generaliza, es necesario actuar con coraje y valentía. Esto exige: i) denunciar incansablemente la injusticia, no quedarnos callados ante lo que nos parece mal, incluso cuando esto implique riesgos personales; ii) resistir activamente, siendo el mismo Bonhoeffer un ejemplo vivo de esto, ya que participó en la resistencia contra el nazismo, a pesar de las consecuencias.

Y como para Bonhoeffer la estupidez es en última instancia un problema espiritual, enfrentarla también requiere reconectarse con principios éticos, volviendo a valores como la justicia, la compasión, la solidaridad y la dignidad humana.

Pero ¿puede esto funcionar en la práctica?

Bonhoeffer no solo teorizó sobre cómo combatir la estupidez, sino que también lo puso en práctica. Algunas de sus incansables acciones incluyeron:

– Educar y concienciar: como profesor y pastor, Bonhoeffer trabajó para formar a personas críticas y éticas.

– Crear redes de resistencia: participó en la Iglesia Confesante, un movimiento cristiano que se oponía al control nazi de las iglesias.

– Actuar con integridad: aunque sabía que su oposición al régimen nazi podía costarle la vida, Bonhoeffer nunca renunció a sus principios.

Bonhoeffer nos enseña que la estupidez no es invencible. Aunque puede generalizarse en ciertas situaciones históricas, siempre hay formas de combatirla: recuperando la autonomía moral, fomentando el pensamiento crítico, construyendo comunidades auténticas, actuando con coraje y reconectando con valores éticos y espirituales. Estas herramientas no solo son relevantes para el contexto del nazismo, sino para cualquier situación en la que la estupidez amenace con dominarnos.

Ciertamente, las formas actuales de dominación cultural que nos ciegan y nos llevan a la estupidez son hoy más complejas y diversificadas: la adicción al entretenimiento, el declive intelectual y cultural, el hedonismo y el individualismo radical, el populismo, el mesianismo, el ocaso de pensamiento crítico, la cultura del espectáculo y la distracción, la primacía de la inmediatez, la sumisión voluntaria, la mentira sistemática, el anonimato de las redes sociales, la censura y manipulación sofisticada de los algoritmos, etc. Aun así, las reflexiones de Bonhoeffer nos brindan un marco conceptual básico para comenzar a entender el problema y buscar soluciones.