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Etiqueta: arrogancia

Trump frente al mundo

Por Arnoldo Mora

En la ceremonia de juramentación, Trump asumió una actitud desafiante frente al mundo entero; se mostró como lo que pretende ser: el último emperador de Occidente. Por eso considero que el título que encabeza estas líneas pudo ser también: Trump enfrenta al mundo. Pero cabe ahora preguntarse cuál es ese mundo que Trump no teme en desafiar, porque el presidente tiene al menos dos mundos frente a sí: el doméstico y el planetario, aunque, ante sus ojos, no poseen el mismo valor. El primero, como lo señala en su conocido slogan de campaña y que tanto éxito le ha deparado: “América primero”, equivale a decir que, para sus compatriotas y, sobre todo, para él, los Estados Unidos está muy por encima del resto del mundo, por lo que lo primero, por no decir lo único que realmente importa son sus propios intereses; más que su país como totalidad son él, Donald Trump y sus incondicionales, lo que realmente cuenta; es en función de esa élite y sus intereses que él se propone gobernar la nación más poderosa del mundo, ese es su único programa de gobierno, con lo que lograría la realización de sus sueños hegemónicos, ejerciendo el poder en función de sus intereses gremiales; el resto del mundo interesa en la medida en que sea útil a la plena realización de los mismos. Empleando una grandilocuencia enfática, ve en su retorno a la Casa Blanca la definitiva, por no decir última oportunidad, de hacer realidad el sueño que, desde que vino a este mundo, acaricia. Para lograrlo se siente, no sólo privilegiado, sino también ungido por fuerzas sobrenaturales. Como emperador, Trump no siente la urgencia de buscar el aval de su pueblo; todo lo contrario, es este quien debe estarle agradecido.

Esta arrogante actitud se inspira en una filosofía o concepción del mundo, del hombre en concreto. Para emplear el término consagrado por Max Weber, según el cual las grandes civilizaciones se caracterizan por tener un modelo de hombre ideal, un “arquetipo” o idea platónica de ser humano, el “hombre de negocios” (businessman) es el hombre ideal del que se nutre la “american way of life”, del norteamericano medio. Es gracias a la realización de este ideal que el pueblo norteamericano ha logrado ser la civilización más exitosa de la humanidad. Él, Donald Trump, encarna ese ideal mejor que nadie; eso explica el éxito político que ha logrado y que hoy, y durante los próximos 4 años, no cesará de exhibir orgulloso ante el mundo entero. Siempre había luchado por hacer de su vida la realización plena de ese ideal, ahora disfruta por haberlo logrado en el ocaso de su vida y como hombre escogido por la Providencia para servir de modelo a toda una nación. Por eso se rodea de gentes que esperan participar de sus sueños, por lo que le son fieles incondicionalmente. Trump se ha rodeado de un equipo unido por el vínculo de su lealtad al líder, pero muy diverso e, incluso, contradictorio en sus métodos y en sus ambiciones personales. Por lo que ahora la incógnita es saber hasta cuándo durará ese equipo una vez que haya pasado la euforia de la victoria y deban enfrentarse a los retos de cada día y a las intempestivas decisiones de un hombre que concentra todo el poder y sólo confía en sus ocurrencias.

Hay, sin embargo, un hombre que aparece como clave, especie de primer ministro que goza de la plena confianza del líder. Es un advenedizo, que no nació en su actual país, sino en Sudáfrica, lejana no sólo en la geografía, sino en su historia política. Me refiero a Elon Musk, cuya biografía es la negación total de los valores democráticos de que los Estados Unidos dice ser el modelo ante el mundo entero. Elon Musk es un “afrikaner”, es decir, un ferviente defensor del apartheid, un esclavista, convencido de que los nativos de África son una “raza inferior”. A la llegada a la presidencia de Pretoria de Nelson Mandela, el héroe de las luchas libertarias de su pueblo y padre de la patria, Musk huyó con sus millones a una tierra que le ha permitido convertirse en el multimillonario más grande del mundo, por lo que se considera el modelo ideal, el arquetipo de hombre weberiano” según la mentalidad yanqui; no es, por ende, ninguna casualidad que Trump lo haya convertido en la eminencia gris, el poder detrás del trono, no sólo para apoyarlo en su trajín y ante las muestras crecientes de deterioro físico y mental y del estrés que acarrea el ejercicio del poder supremo de la nación más poderosa del mundo, sino también para mostrar un modelo de éxito total a una nación dividida y sedienta de inspiración.

Este proceder de un presidente salido de las filas del Partido Republicano no constituye ninguna novedad; todo lo contrario, todos los presidentes republicanos posteriores a la II Guerra Mundial siempre fueron así. Veamos. Un anciano Eisenhower en su segundo período de gobierno dejó que el joven y ambicioso vicepresidente, el californiano Richard Nixon, gobernara mientras un convaleciente presidente se entretenía jugando golf. El poder detrás del trono en tiempos del comediante Ronald Reagan era Bush padre. Cuando éste llegó al poder, su vicepresidente Cheney era el que gobernaba con poderes omnímodos, lo que le permitió, luego de la sangrienta invasión a Irak, que la empresa liderada por su hijo se apropiara de los pozos de petróleo de ese país. Pero el caso más reciente y de peores consecuencias para América Latina, fue el del secretario de Estado (ministro de Relaciones Exteriores), Henry Kissinger; de origen alemán y proveniente de una familia askenazi, Kissinger fue formado en las juventudes nazis, de donde logró huir para hacer una carrera política exitosa en su segunda patria, los Estados Unidos. En Nuestra América Latina es considerado como el mayor genocida porque, en su condición de secretario de Estado de Nixon, planeó e impulsó a los ejércitos cipayos del Cono Sur (Chile, Argentina, Uruguay) a ejecutar implacablemente el Plan Cóndor, imponiendo dictaduras fascistas llamadas “regímenes de seguridad nacional”, que causaron a esos sufridos pueblos más de 60 mil asesinatos y cientos de miles de exiliados políticos dispersos por el mundo entero.

Ante esos antecedentes, cabe preguntarse no sin angustia ¿qué les espera a nuestros pueblos cuando Trump anuncia como una de las prioridades de su gobierno, anexionarse Canadá y Groenlandia, militarizar la frontera con México para garantizar “la seguridad nacional”, lo mismo que ocupar militarmente el Canal de Panamá, a fin de monopolizar su uso y obstaculizar el comercio con su archirrival China? Frente a tan ominosa amenaza, sólo cabe una respuesta, la que ya fuera soñada por Bolívar: dejar de lado las diferencias y unirse.

A propósito del tope, perdimos los estribos

Álvaro Vega Sánchez
Sociólogo

                Perder los estribos es un dicho de sabiduría popular que hace alusión al montador de caballo quien, por exceso de confianza o descuido, en una estampida de la bestia pierde los estribos al no tener bien puestos y afianzados los pies dentro de los mismos. Por lo general, al perder el estribo, el montador se cae del caballo. El golpe puede ser mortal dependiendo de la velocidad y la altura de la bestia; un caballo pura sangre, del que ostentan sus dueños, por lo general, reúne ambas condiciones.

                Don Ernesto era un hacendado con porte de gamonal, y sí que lo era. De tez blanca, casi rojiza, de robusta caballera, de mirada altiva y palabra cortante. Su hacienda parecía no tener límites. Cuando salía de su hacienda montaba un caballo blanco que lucía unos aperos finos y sofisticados. La montura de color café con incrustaciones metálicas doradas, trabajadas artesanalmente, hacían resaltar las pecheras de color cobrizo, adornadas con medallones de cuero con muy finos trazos de talabartería. Luciendo una camisa blanca y un sombrero negro de lona, era motivo de admiración y hasta de envidia para los otros gamonales del pueblo. No daba muestras de simpatía alguna. Cero saludos para los transeúntes. Erguido, sobre los lomos de aquel animal pura sangre, no alcanzaba sino a auscultar con su mirada interior el fuego de la pasión de saberse dueño de tanta grandeza; una estela de narcisismo, casi enfermizo, le poseía y le conducía, inevitablemente, por los caminos de una arrogancia sin límites. Las calles se hacían pequeñas. Y el pueblo era insuficiente para dar cabida a tan distinguida presencia. Todo parecía opacarse cuando aquel hombre en su caballo aparecía en escena. Sin duda, había fuerza y vitalidad en aquella gallarda personalidad, que se incrementaba en cada paso que daba el caballo. Parecía como si ambos, el hombre y la bestia, se fusionaban para mostrar que la grandeza no es solo propiedad de los dioses y, mucho menos, de las diosas.

                Tiempo después, don Ernesto, montando un modesto caballo, llegaba hasta el comisariato de uno de sus viejos empleados de la hacienda a pedirle que le vendiera la comida. Se acabó la hacienda, el ganado y los caballos pura sangre. Ahora, se limitaba a comprar algunos cerdos para llevarlos a vender a La Villa. Don Ernesto perdió los estribos, y el golpe, aunque no fue mortal sí lo condujo a vivir modesta y hasta precariamente.

                Durante décadas, los costarricenses celebramos y hasta ostentamos de un país que lucía logros importantes en progreso social, paz y democracia que lo distinguía y diferenciaba de las naciones hermanas de Centroamérica, y hasta de algunas de las más avanzadas del continente. Era justo reconocer y destacar esos avances y logros, pero no sobreestimarlos y exhibirlos con ostentación y narcisismo. Sin embargo, algunos con porte de gamonal y otros haciendo barra desde la gradería, parecían rondar los límites del éxtasis, al celebrar con efusión y algarabía la excepcionalidad del país. Y para cerrar con broche de oro, más tarde los analistas internacionales nos asignaban los primeros lugares en el índice de los países más felice del mundo.

                Hoy, la bestia desbocada, ofuscada y a rienda suelta no alcanza a encontrar la ruta. Los caballistas que se mostraban como maestros de la equitación, no han dado la talla. Han venido cayendo en picada, en cada intento. Algunas de sus acciones y políticas, especialmente las que han contribuido a profundizar la desigualdad y precariedad social, la polarización, la violencia y la inseguridad, han dado al traste con su liderazgo, así como con las instancias político-partidistas que los han llevado al poder. Es más que evidente este comportamiento creciente y acumulativo, con cada nuevo proyecto político la situación empeora. El país, al igual que don Ernesto, perdió los estribos.

Efectivamente, al perder los estribos, da tumbos y sin ruta continúa sufriendo males endémicos para los cuales solo se ensayan medicinas paliativas. Lo peor de todo, es que se continúa celebrando, y hasta con arrogancia, que somos un país pujante en lo económico, sin deparar en que se trata de un crecimiento económico concentrado y excluyente. Y como no hay peor ciego que el que no quiere ver, testarudamente marchamos hacia el precipicio, pensando que se va hacia la cima del mundo. Perdimos la ruta que nos marcaron los forjadores de la Gran Reforma Social de los años 1940 y de la Segunda República de los años 1950, ambas resultado de una convergencia entre movimiento popular por la justicia social y lideres políticos con visión de Estado Social de Derecho, desde diversos frentes ideológico-políticos. Además, con muy buena disposición para el diálogo y la concertación democrática.

                Sí, las evidencias son abundantes de que perdimos los estribos, tanto en aspectos fundamentales como educación, salud, seguridad, derechos laborales, ambientales, ecológicos y culturales, como en una gestión democrática dialogal y participativa. Hay que abocarse con urgencia a recuperarlos, socar las riendas y volver a la ruta adecuada: la de la Costa Rica que supo apostar con sabiduría por educación y salud universales de calidad, derechos laborales para el trabajo digno y decente y una economía socialmente solidaria, equitativa y ambiental y ecológicamente sostenible.

                Las propuestas para retomar los estribos y conducir al país por una ruta segura hacia la prosperidad social y económica en democracia tienen que superar el discurso político populista, que se ha dedicado a ofrecer paraísos y buscar chivos expiatorios, creando falsos enemigos del pueblo y propiciando la polarización y la violencia social.

Reiteramos en la necesidad de un acuerdo pluripartidista para encausar una próxima contienda electoral que sea ejemplo de la buena política, es decir, la que da prioridad al análisis y debate sobre las propuestas concretas, dejando de lado los ataques personales y las descalificaciones. De continuar con la politiquería barata del populismo no vamos a recuperar los estribos y la caída puede ser mortal.

“CANALLA”

José Manuel Arroyo Gutiérrez

Las palabras nos definen, nos dan identidad, dicen, al utilizarlas, quiénes somos como individuos y como sociedad. Al parecer, el nuevo Presidente de la República tiene esta palabra como una de sus preferidas. El Diccionario de la RAE nos presenta de ella tres acepciones: 1. Perrería, muchedumbre de perros; 2. Gente baja; y 3. Persona despreciable y de bajos procederes. Como vemos, referirse a alguien con este epíteto, tiene un carácter eminentemente agresivo, injurioso e insultante.

Esta palabra la utilizó el ahora Presidente, varias veces, durante la campaña electoral para dirigirse a toda la prensa que lo criticaba o contradecía. Ahora, en visita “de cortesía” a la Corte Suprema de Justicia, la vuelve a utilizar para referirse a las denuncias penales interpuestas en su contra y en contra del partido que lo llevó al poder. Lo más grave es que algunas de esas investigaciones se originaron en un traslado que hizo el Tribunal Supremo de Elecciones –no cualquier ciudadano- al Ministerio Público, por considerar que hay base suficiente para indagar si se han cometido importantes delitos. La cuestión cae por su propio peso: ¿son los magistrados y magistradas del TSE una especie de jauría canina, gente baja, despreciable y de bajos procederes? ¿Qué respeto estamos teniendo por las instituciones? ¿Qué nivel le estamos dando al ejercicio “docente” de la política, por parte de las máximas autoridades de la República? Con profundo pesar, como simple ciudadano, tengo que reconocer que la ola del peor “trumpismo” nos ha arrastrado y un peligroso discurso, barbárico y falaz, está sembrando vendavales.

El problema es complejo porque el Presidente aprovecha su visita a la Corte para hacer una mezcla absolutamente impropia, entre deficiencias reales en nuestra administración de justicia, junto a intereses personalísimos por las causas abiertas en su contra. Esas deficiencias tienen años de estarse conociendo y tratando de superar desde que el propio Poder Judicial llamó al Programa Estado de la Nación para efectuar evaluaciones periódicas, en un afán de transparencia que no tiene ningún otro poder público. Si es mucho pedir cortesía y prudencia al nuevo mandatario, es necesario exigirle respeto al principio de división de poderes y respeto a las autoridades que investigan hechos posiblemente delictivos, eventualmente perpetrados por su persona.

Un Presidente de la República no puede arrogarse la soberanía popular, ni ponerse los tacones y peluca de Luis XIV y arremeter contra los jueces, diciéndoles qué deben y qué no deben hacer. Si bien es cierto que en todo el mundo está de moda el “Lawfare”, esa desventurada estrategia de utilizar el sistema judicial para sacar del juego a adversarios políticos, nadie puede arrogarse el monopolio de la verdad ni la facultad de auto-erigirse en el gran decisor. Resulta ridícula la falacia utilizada como argumento: “todas las acusaciones por corrupción deben castigarse, con la única excepción de las que se sigan en mi contra”.

En un régimen democrático nadie puede ser, de entrada, condenado o absuelto. Cada denuncia debe investigarse bajo el estricto cumplimiento del debido proceso y el respeto a las garantías constitucionales. Esta es la única vía para establecer si se ha cometido un hecho delictivo y quién o quiénes son los responsables. La investigación, el acopio de pruebas y las definiciones últimas en una sentencia, corresponden a la policía, la fiscalía, la defensa y los tribunales de justicia. A nadie más. Parece mentira que tengamos que estar recordando estos conceptos elementales de educación cívica. Pero así estamos.