Los dos 11 de septiembre (1973 y 2001): ni perdón ni olvido
David Morera Herrera
Mucho se ha escrito sobre el 11 de septiembre. Particularmente, acerca del horror que significó el atentado que, mediante aviones kamikazes, destruyó las Torres Gemelas del World Trade Center en Nueva York. Ocurrió el 11 de septiembre del 2011.
Este acto bestial se lo atribuyó el supuesto islamista saudí Osama Bin Laden (supuestamente muerto, aunque su cuerpo no aparece) y su organización AL Qaeda. Esta oscura organización, emparentada con los talibanes afganos, fue fabricada en sus orígenes por la archimillonaria oligarquía saudita, la CIA y el MOSSAD, instrumentalizando la resistencia a la ocupación soviética de Afganistán en los ochenta. Contó con la promoción y el amplio financiamiento de las madrasas fundamentalistas como centros de reclutamiento y adoctrinamiento.
Más allá de lo que se pueda inferir o especular, lo cierto es que los atentados al WTC le sirvieron como anillo al dedo al ex presidente texano (y magnate petrolero), Bush Junior para desplegar la ofensiva de los halcones del Pentágono (“blood for oil”). Algo parecido a lo que ahora hace Obama sirviéndose de ISIS, que el propio Snowden, ex agente de la Seguridad Nacional norteamericana, ha filtrado como otro Frankenstein imperialista, para justificar una nueva escalada guerrerista y desviar la atención sobre el genocidio de Israel en Gaza.
Pues hoy, es justo recordar otro 11 de septiembre, tan trágico o más, que el del 2001. En la punta austral de nuestra América, Chile jamás se olvida.
Otro 11 de septiembre, en el año 1973, se produjo el golpe militar contra el Gobierno electo de la Unidad Popular, encabezada por Salvador Allende. El golpe fue liderado por el General Augusto Pinochet, supuesto militar constitucionalista de confianza de Allende. El golpe fue promovido por la CIA, como parte de su estrategia de contrainsurgencia en el Cono Sur (Plan Cóndor), que llevó a la instalación de las dictaduras de seguridad nacional en Chile, Argentina, Brasil, Uruguay. El golpe fue diseñado por el sionista Henry Kissinger, secretario de Estado norteamericano, mano derecha del presidente Richard Nixon, así como fue alentado con todo por las corporaciones mineras como la Anaconda Minning Company y la corporación ITT, en represalia por las nacionalizaciones del cobre y las telecomunicaciones, implementadas por el gobierno de la UP. Asimismo contó con la complacencia de la oligarquía del Partido Nacional, y desde luego el concurso de los paramilitares de la ultraderecha fascista de “Patria y Libertad”, así como con la venia o complicidad por omisión -eso sí, más disimulada y circunspecta- de la Democracia Cristiana encabezada por Eduardo Frei padre.
El saldo trágico: más de 30 000 detenidos- desaparecidos; sucumbió la flor y nata del activismo del movimiento obrero, estudiantil, popular, mapuche, del arte y la intelectualidad de izquierda. Entre ellos destaca el gran cantautor Víctor Jara, encontrado desfigurado en un predio cerca del río Mapocho el 15 de septiembre.
La mañana del 11 de septiembre, Víctor Jara acudió disciplinadamente al llamado del Partido Comunista para defender el campus de la Universidad de Chile en Santiago. Como Víctor, salieron miles de trabajadores, mujeres y jóvenes desarmados o con armas livianas, a poner el pecho frente a la bestia fascista. Víctor fue torturado espantosamente, y al negarse a delatar a sus camaradas, fue ejecutado, en algún oscuro rincón del Estadio de Chile, que se usó como campo de concentración, tortura y muerte.
Mucho se debatió y se movilizó la izquierda latinoamericana y mundial en esos tiempos aciagos. El proyecto del Partido Comunista chileno, expresado en la formulación de Luis Corvalán: “la vía pacífica al socialismo”, fue hecho añicos por la barbarie fascista.
Producido el golpe, tampoco pudo resistir mucho la organización guevarista, por su débil implantación en la clase obrera y sus métodos ultraizquierdistas. Me refiero al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) que criticaba con razón la confianza de Allende y el gobierno de la UP en las instituciones y el ejército burgués. Ante la consigna de la UP inmortalizada por Quilapayún: “el pueblo unido jamás será vencido”, la izquierda más radical postulaba otra consigna: “el pueblo armado, jamás será aplastado”.
Muchas y muchos de las y los fundadores del trotskismo costarricense a mediados de los setenta, entre ellos las y los camaradas Manuel Sandoval, Olga Carrillo, Pablo Hernández, Héctor Monestel, Allen Cordero, siendo muy jóvenes, ante esa terrible lección de la lucha de clases, llegaron a la conclusión de tomar un camino distinto al callejón sin salida del estalinismo. De hecho, no por casualidad, la Liga Comunista Internacionalista (LCI), antecesora del PRT, fue fundada el 11 de septiembre de 1976 en un acto en la UCR en el tercer aniversario del golpe de Pinochet.
Por mi parte, yo termine de aprender a leer y escribir en Santiago. Mi madre y mi padre, militantes comunistas costarricenses a la sazón, nos llevaron a vivir a Santiago, donde permanecimos de 1970 a 1973.
Uno de mis recuerdos más vívidos de infancia es la escena de una tarde de paseo, en la que, repentinamente, los carabineros armados de imponentes guanacos[2], dispersaron violentamente una manifestación. Mi madre Rosalila, con el vientre rebosante en el que florecía mi hermana menor: Margarita, y mi padre Oscar, nos tomaron fuertemente de las manos a Gabriel (5 años), a Oscar (3 años) y a mí (7 años), para huir de los gases lacrimógenos y los chorros de agua que lanzaban al pavimento a la gente. Aun me veo, con la familia nuclear entera, corriendo a todo pulmón por callejuelas desconocidas.
También recuerdo el primer tankazo (el ensayo del golpe), y el miedo en los ojos de mis compañeras y compañeros de escuela, al ver a los milicos registrando con bayonetas las micros escolares en que viajábamos hacia nuestras casas, con un Santiago en alarma constante. Recuerdo también las evidencias del desabastecimiento en la alacena, por efecto del acaparamiento patronal.
Pero lo que recuerdo con más fuerza e impacto, es la vez que por primera vez, con mis ojos de niño, vi a mi padre llorar. Era una noche cualquiera en la casa de Ñuñoa, en la calle Agustín Vigorena. En la pantalla de TV blanco y negro de la sala, Allende daba uno de sus últimos discursos, desde luego, meses antes de asumir personal y heroicamente la defensa del Palacio de La Moneda, atacado con furia por tierra y por aire, con bombas y metralla a granel.
Allende, hasta donde puedo recordar, suplicaba al Ejército y a la oligarquía conspiradora respeto a la Constitución. Se respiraba un ambiente de derrota inminente. La crónica de una muerte anunciada. Y entonces, un poco avergonzado ante mi mirada inquisitiva, pude ver correr lagrimones en las mejillas aceitunadas de mi padre. Luego, yo mismo entiendo -y lloró aún- por las mismas razones y sinrazones.
Estos eran los últimos momentos de la Unidad Popular, aproximándose su trágico desenlace. Dichosamente mi padre tuvo el instinto de vida para apurar los requisitos académicos de la especialidad en endocrinología que cursó, y regresamos a San José Costa Rica, un mes exacto antes del infame golpe, con mi hermana Margarita con menos de un año de nacida.
Por último, agrego que, pese a mi precoz niñez, mi vida ha estado marcada por la tragedia chilena. Pero no para lamentarse como letanía, sino para preparar la revancha de los pueblos y la clase trabajadora ante un capitalismo cada vez más degradado y degradante. Porque el color de la sangre jamás se olvida, Chile y América Latina, tarde o temprano, reivindicarán a Víctor Jara, y tantas y tantos héroes anónimos del bravío pueblo de Caupolicán, Angelita Huenuman y O’ Higgins.
El terror y la muerte no han podido doblegarnos. Estoy seguro.
[1]Escuelas de fundamentalismo islámico, de donde salieron los talibanes, en la línea del archireaccionario, patriarcal y homofóbico salafismo saudita.
[2]Chilenismo que refiere a un vehículo blindado policial que dispara chorros de agua a alta presión.
Enviado a SURCOS Digital por el autor.
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