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Etiqueta: batalla de La Trinidad

¿La Trinidad, o Punta Nicolás Aguilar?

Vista aérea de la punta de La Trinidad, donde se libró la batalla en la que sobresalió Nicolás Aguilar Murillo. Foto: Elvin Hernández.

Publicado originalmente en la revista digital europea MEER

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Hasta hace unos 14 años, no había tenido la oportunidad de conocer La Trinidad, bello paraje silvestre donde el río Sarapiquí vierte sus aguas en el majestuoso San Juan. Además, fue ahí donde se libró una batalla clave durante la Campaña Nacional de 1856-1857 contra el ejército filibustero que, conducido por William Walker, pretendía implantar la esclavitud y anexar a EE. UU. los cinco países centroamericanos. Lo hice en diciembre de 2010, gracias a una invitación de la Municipalidad de Sarapiquí para conmemorar dicha efeméride.

1. Desembocadura del río Sarapiquí en el San Juan, con la punta de La Trinidad a la izquierda y Punta Alvarado a la derecha. Foto: Luko Hilje.

En cuanto a este topónimo, pensé que obedecía al triángulo formado por las respectivas esquinas de las dos riberas del río Sarapiquí, más la punta que, en territorio nicaragüense, se denominaba Punta Hipp o Punto Hipp en el siglo XIX, debido a que ahí tenía una fonda el joven alemán Wilhelm Hipp —naturalizado estadounidense—, quien además vendía leña para abastecer los pequeños vapores que recorrían el río. En mi artículo En la boca del Sarapiquí (Nuestro País, 28-XII-2011), señalo que “visto en una imagen de satélite, poco antes de desvanecerse en el San Juan [el Sarapiquí] traza un semicírculo casi perfecto. Del lado opuesto, en territorio de Nicaragua, el contorno de esa otra ribera se parece al perfil de un simio, cuya nariz se ubica exactamente frente a la boca del Sarapiquí”. Sin embargo, tiempo después me enteré de que, en realidad, con dicho topónimo se honra al general nicaragüense José Trinidad Muñoz Fernández (1790-1855), y por un motivo más bien fortuito.

3. La punta de La Trinidad, vista desde Punta Alvarado. Foto: Luko Hilje.

No obstante, antes de referirme a eso, es pertinente una digresión para indicar que ello tuvo relación directa con el puerto de San Juan del Norte, donde el río San Juan desemboca en el mar Caribe. Como lo explica la recordada historiadora Clotilde Obregón Quesada en su libro El río San Juan en la lucha de las potencias (1821-1860), el citado puerto era parte del vasto reino selvático de la Mosquitia, habitado por los indios misquitos, pero su rey permitió que en 1845 la Gran Bretaña lo declarara como un protectorado de esta nación.

Ahora bien, según narrara el célebre historiador Rafael Obregón Loría en su libro Costa Rica y la guerra contra los filibusteros, en octubre de 1847 las autoridades misquitas comunicaron al gobierno nicaragüense que, por estar en su territorio, tomarían el puerto de San Juan del Norte, de gran auge comercial pocos años después. Esto provocó la airada reacción de dicho gobierno, que decidió enviar un batallón de 500 hombres, encabezados por el mencionado general Muñoz. Puesto que, antes de desplazarse hacia San Juan del Norte, acampó con su tropa en la desembocadura del río Sarapiquí, este sitio “desde entonces tomó el nombre de La Trinidad”, en palabras del académico Obregón.

Este historiador relata otros detalles de ese conflicto, para señalar que Muñoz se pudo apoderar de San Juan del Norte, donde reinstaló a las autoridades locales y regresó a Granada, tras dejar un contingente en La Trinidad. No obstante, apenas un mes después, los ingleses no solo retomaron el puerto, sino que incursionaron río adentro en lanchas artilladas con cañones, y derrotaron a la tropa acantonada en La Trinidad. Hecho esto, continuaron aguas arriba y se apoderaron de las fortificaciones del Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos. Al final de cuentas, Nicaragua tuvo que ceder San Juan del Norte a las autoridades misquitas, que incluso lo bautizarían con el nombre Greytown, en honor de Sir Charles Edward Grey, gobernador de Jamaica.

En síntesis, no hubo un solo hecho heroico o siquiera destacable de parte de Muñoz y su batallón, que amerite y justifique que la desembocadura del río Sarapiquí se haya denominado La Trinidad por nada menos que 175 años.

Sin embargo, apenas un decenio después, el lunes 22 de diciembre de 1856, sí ocurriría un acontecimiento significativo, que cambiaría de manera determinante el curso de las acciones bélicas contra Walker, a favor de los ejércitos centroamericanos, que ya se habían aliado para combatir a las huestes filibusteras en territorio nicaragüense.

De manera muy resumida, los filibusteros tenían en sus manos el estratégico punto de La Trinidad. Por tanto, para desalojarlos hubo que atacarlos por sus espaldas, para lo cual las tropas costarricenses debieron ingresar por el territorio de San Carlos y después navegar por el río homónimo y por el San Juan, hasta La Trinidad. Fueron muchas las vicisitudes y adversidades ocurridas, sobre todo porque no se tenía experiencia alguna en confrontaciones navales ni fluviales.

Para enfrentar a Walker en el río San Juan, se enviaron dos batallones. El de vanguardia, de 200 hombres, partió de la capital el 3 de diciembre, al mando del sargento mayor Máximo Blanco Rodríguez, mientras que el de retaguardia, de 500 hombres, lo hizo el día 15, conducido por el general José Joaquín Mora Porras. Es pertinente indicar que este segundo batallón arribó a Muelle de San Carlos —que era el punto de partida para las acciones en el San Juan— el 22 de diciembre, es decir, el mismo día de la batalla en La Trinidad. Por tanto, Mora y su gente ignoraban por completo lo que ya estaba ocurriendo ese día decenas de kilómetros aguas abajo, en la ribera derecha del San Juan.

Es oportuno destacar que la víspera del combate debieron pernoctar cerca del estero del Colpachí, hacinados en sus rústicas embarcaciones. Además de estar empapados y entumecidos por la incesante lluvia, nuestros combatientes debieron soportar hambre, al igual que las inclementes picaduras de zancudos, que los acosaban por miles. Aun así, tan deseosos estaban de luchar que, apenas clareó, desembarcaron y penetraron en la montaña para hacer una fogata que les permitiera secar los fusiles y la muy mojada pólvora que llevaban. Hecho esto —que no fue muy exitoso, como se verá pronto—, cerca de las diez de la mañana avanzaron por tierra hacia La Trinidad, con bastante dificultad, pues en esos casi dos kilómetros el terreno era muy anegado y de vegetación difícil.

Detectada la posición de los filibusteros, que estaban distraídos alrededor de una gran mesa, cerca de la hora del almuerzo Blanco dio la orden de atacar. Fue así cómo, organizados en cuatro columnas, 30 combatientes irrumpieron a trote en el campamento enemigo, a la vez que disparaban sus fusiles. Sin embargo, apenas cinco de las húmedas armas funcionaron y, ya alertados de lo que ocurría, de inmediato los filibusteros se desplazaron a las dos trincheras que tenían, para resguardarse y contraatacar. Para entonces, una ya había sido tomada por los nuestros y cuando desde la otra un enemigo se preparaba para disparar metralla con un cañón emplazado ahí, de súbito corrió hacia esta trinchera el cabo Nicolás Aguilar Murillo, le clavó en el pecho la bayoneta de su fusil y lanzó al filibustero a un lado.

Aparte de la importancia específica de tan audaz y hasta temerario acto, que evitó muertes en las filas costarricenses, esto insufló coraje y osadía a sus compañeros. A falta de pólvora, y duchos ellos en el uso de la bayoneta, sus muy filosas cuchillas causaron numerosas muertes en el bando enemigo. Además, aterrorizados por lo que veían, muchos filibusteros se lanzaron al San Juan, cuyas corrientes los arrastraron hasta hundirlos y ahogarlos. Al final de cuentas, en apenas 40 minutos de combate murieron 60 filibusteros, en tanto que dos fueron capturados —entre ellos el comandante Frank Thompson—, y seis lograron llegar con vida después a San Juan del Norte. En nuestras filas hubo apenas dos heridos.

Como era urgente continuar con el ataque sorpresivo, esa misma tarde Blanco y una tropa abordaron varias de las embarcaciones rústicas para dirigirse a San Juan del Norte, donde, al amanecer, capturarían con astucia y facilidad varios de los vapores utilizados por Walker. Y, ya con una fuerza naval en manos propias, se empezaría a tomar posiciones clave en el río San Juan, como el Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos. Es por eso que, como lo hemos sostenido varios de quienes hemos estudiado en detalle lo ocurrido en el San Juan en esos tiempos, la derrota en La Trinidad representó el principio del fin de las aspiraciones colonialistas de Walker.

2. El héroe nacional Nicolás Aguilar Murillo. Foto: Museo Histórico Cultural Juan Santamaría.

Ahora bien, para retornar al combate en La Trinidad, el valiente cabo Nicolás Aguilar, quien era oriundo de Barva, Heredia, contaba con apenas 22 años de edad cuando ejecutó tan meritoria acción. Ello justificaba que se le premiara con 500 pesos —en una época en que un ministro ganaba 160 pesos al mes—, para así honrar una promesa del oficial Joaquín Fernández Oreamuno, pero esto no se cumplió sino hasta 1886. Asimismo, en 1892, cuando frisaba los 64 años, ya sin poder trabajar y en estado de pobreza, se le otorgó el grado de coronel, se le condecoró y se le asignó una pensión de 60 pesos mensuales, que pudo disfrutar por apenas seis años. Todo ello está sustentado de manera prolija en el documento Nicolás Aguilar Murillo, un barveño héroe nacional, compilado en años recientes por el microbiólogo barveño Miguel Rodríguez Ruiz, para fundamentar que se le concediera dicho título. Hoy, y desde diciembre de 2013, ostenta la condición de héroe nacional, junto a Juan Santamaría, Juan Rafael Mora Porras y Francisca (Pancha) Carrasco Jiménez.

A este lauro, de sobra justo, consideramos que debiera sumarse otro: la denominación, con su nombre, de la esquina izquierda de la desembocadura del río Sarapiquí, en el sitio exacto donde tuvo lugar la batalla de La Trinidad. Podría llamarse Punta Nicolás Aguilar Murillo, Punta Nicolás Aguilar o Punta Aguilar, al igual que, por ejemplo, hasta hace poco en el país hubo cantones con nombres como Valverde Vega y Alfaro Ruiz, y que en el actual cantón de Pérez Zeledón haya un distrito llamado Daniel Flores. Al respecto, cabe acotar que a la esquina derecha de esa boca se le ha llamado Punta Alvarado de manera informal, pero merecida, pues el botero cartaginés Francisco Alvarado Mora, residente ahí por largo tiempo, fue un personaje muy importante en las batallas del río San Juan, aunque en los anales históricos se le haya ignorado, más bien por desconocimiento; lo fue como diestro guía en la construcción de botes y balsas, hábil capitán de vapores y valeroso combatiente.

Propongo, entonces, que la Municipalidad de Sarapiquí realice las gestiones pertinentes ante la Comisión Nacional de Nomenclatura, para designar de manera oficial ambas puntas de tan emblemática desembocadura con los nombres de estos dos grandes patriotas, que no dudaron en defender a Costa Rica cuando hubo que hacerlo. Sin embargo, bautizar por bautizar no tiene mayor sentido, si no se educa a la sociedad, y en particular a los niños y jóvenes, acerca del significado de su aporte.

Una manera de hacerlo es promover visitas a los sitios donde ocurrieron batallas significativas, para entender en el propio lugar de los hechos cómo y por qué sucedieron. Aún más, ya desde hace varios años la muy dinámica y eficiente Municipalidad de Sarapiquí ha planteado la posibilidad de establecer eco-museos en varios puntos, en los que se articulen tan importantes sucesos de la guerra libertaria contra Walker con otros aspectos históricos de la zona, así como con aquellos asociados con la gran riqueza biológica de esta región del país, donde el bosque tropical muy húmedo alcanza su mayor esplendor.

En tal sentido, debería promoverse el turismo histórico a Sarapiquí, que tiene en La Trinidad y Sardinal dos de los tres hitos clave de la Campaña Nacional en el territorio nacional —junto con Santa Rosa, en Guanacaste—, y que hoy son parte de la Ruta de los Héroes de 1856-1857. Por fortuna, se cuenta con un eficiente servicio de botes, que permiten hacer ese recorrido en pocas horas. Para un residente del Valle Central, se puede llegar a Puerto Viejo en un par de horas y, tras un viaje apacible y seguro hasta La Trinidad, regresar a sus hogares antes de que anochezca. La recompensa será más que gratificante: disfrutar de las bellezas escénicas del río, de su flora y su fauna, así como impregnarse de historia patria y amor por nuestro terruño.

Asimismo, es pertinente destacar que hoy ese recorrido también se puede hacer por tierra —algo inimaginable hasta hace poco tiempo—, gracias a los empeños de varias personas y entidades. Al respecto, es de resaltar el aporte del amigo Mauricio Ortiz Ortiz, quien, con gran generosidad y patriotismo, de su propio peculio financió una amplia exploración arqueológica de La Trinidad. Liderada por la especialista Maureen Sánchez Pereira, esto permitió desenterrar más de un millar de objetos, tanto de uso cotidiano como bélico; los resultados aparecen en el artículo Arqueología en el sitio La Trinidad: un campo de batalla del siglo XIX (revista Yulök, 2021), en tanto que la colección está depositada en el Museo Histórico Cultural Juan Santamaría. Ingeniero de formación, así como empresario en el ramo de los fletes y las mudanzas internacionales, Mauricio es hijo del recordado médico Juan Guillermo Ortiz Guier —benemérito de la Patria—, y ha sido un muy activo miembro del grupo cívico La Tertulia del 56 y de la Academia Morista Costarricense.

En fin, dejo planteada aquí la iniciativa para que emerjan los topónimos propuestos, con la ventaja de que no habría necesidad de eliminar el nombre de La Trinidad que, aunque insustancial y carente de sentido para los costarricenses, ya tiene un fuerte arraigo en la geografía, la cartografía y la historia nacionales.

5. Monumento de la batalla de La Trinidad, en Punta Alvarado. Foto: Elvin Hernández.

La Trinidad, paraje simbólico de la patria

Recreación de la primera batalla de La Trinidad, por Manuel Carranza Vargas (†). Cortesía de Esteban Carranza Kopper

Donde el verdor natural se manchó con sangre

13 ENERO 2023, 

LUKO HILJE

En su poema Squier en Nicaragua —en referencia al diplomático Ephraim George Squier, encargado de asuntos estadounidenses para Centro América—, el célebre poeta nicaragüense Ernesto Cardenal nos legó unas imágenes muy sugestivas y hermosas del curso diario de la vida a lo largo del río San Juan, como las siguientes:

Verdes tardes de la selva; tardes
tristes. Río verde
entre zacatales verdes;
pantanos verdes.
Tardes olorosas a lodo, a hojas mojadas, a
helechos húmedos y a hongos;
el verde perezoso cubierto de moho
poco a poco trepando de rama en
rama, con los ojos cerrados como
dormido pero comiendo
una hoja, alargando un garfio primero
y después el otro,
sin importarle las hormigas que le pican,
volteando lentamente el bobo rostro
redondo, primero a un lado
y luego al otro,
enrollando por fin la cola en una rama
y colgándose pesado como
una bola de plomo; el salto del sábalo en el río;
el griterío de los monos comiendo
malcriadamente, a toda prisa […]

Asimismo, Cardenal alude a «la guatusa bigotuda y elástica / que se estira y encoge / mirando a todos lados con su ojo / redondo / mientras come temblando; / espinosas iguanas… ¡Temblando!; / espinosas iguanas / como dragones de jade / corriendo sobre el agua / (¡flechas de jade!)».

Y también a «Gritos de congos. / Chachalacas. / El canto melancólico de la gongolona / entre los coquitales, / y el de la paloma poponé», al igual que a «oropéndolas sonoras / columpiándose en sus nidos colgados de las palmeras, / el canto del pájaro-león entre los coyoles / y el del pájaro de-la-luna-y-el-sol / el pájaro clarinero, el pájaro / relojero que da la hora / y el pocoyo que canta de noche / parejas de lapas que pasan gritando, / y el güis, chichiltote y dichoso-fui / que cantan en los chagüites sombríos». Finalmente, no podría omitir «el ruido sordo de manadas de cerdos salvajes. / ¡Carcajadas! / el canto de un tucán».

Es decir, la visión más abigarrada, silvestre y prístina del mundo natural en el cauce del río y los entornos ribereños, como si se tratara de una imagen de los primeros días de la creación. Sin embargo, como parte de esta, no podía faltar el hombre, vale decir, «el negro con su camisa rayada, remando / en su canoa de ceiba».

El río y el hombre. El hombre y el río. Indisolubles. Los primigenios tiempos de los indios botos y, después, de los boteros misquitos.

Obviamente, Cardenal no se refería a La Trinidad, este punto donde estamos ahorita. Pero tan vívidas imágenes podrían ser válidas casi que para cualquier recodo del muy ancho y caudaloso San Juan o de sus mayores afluentes, como el lugar que en 1869 escogiera para vivir —no muy lejos de aquí, aguas arriba del Sarapiquí— un aventurero suizo llamado Léonce Pictet, quien por entonces frisaba los 21 años.

Lo menciono a él, porque es el único personaje residente en Sarapiquí en el siglo XIX que nos legó sus vivencias por escrito, gracias a las cartas que enviaba a su familia. Dichas cartas, escritas en francés, las compilamos en el artículo «Un colono suizo en la ribera del Sarapiquí», que publicamos junto con la colega y amiga María Luisa Fournier Leiva, quien las tradujo al español; apareció en 2017, en el volumen 30 de la revista Herencia.

Por ejemplo, en su primera carta, Pictet indicaba que «estamos en la ribera derecha del río Sarapiquí, cerca de su desembocadura. En la ribera opuesta hay bosques casi impenetrables, donde las dantas, los cariblancos y los saínos encuentran refugio seguro; la casa del alemán D. [a quien no identifica] está ubicada en la propia confluencia de los dos ríos sobre la ribera derecha del San Juan y, por consiguiente, como la nuestra, en el territorio de Costa Rica. Al frente se extiende Nicaragua».

Y continuaba expresando que, salvo por los zancudos, «en la noche, cuando hay luna clara, el espectáculo de estos bosques tropicales es verdaderamente admirable, sobre todo a la orilla de los ríos. Pareciera que estamos en un paraje encantado».

Extasiado con sus alrededores, Pictet narraba que «es ahí donde se puede admirar a gusto esos árboles enormes de los cuales cuelgan miles de lianas de todos tamaños […]; además, hay otras plantas parásitas de grandes hojas muy bellas, y todo eso es tan magnífico que me parece estar en alguna fantasía. Muchos de esos árboles tienen al menos cien pies de altura, y hay una cantidad de especies y de formas diferentes, sin hablar de las palmeras».

Además, al mirar hacia el cielo más allá de la densa bóveda formada por las copas de los gigantescos árboles, sus sentidos se colmaban al escuchar la algarabía matutina, y contemplar guacamayas, loras, pericos y tucanes, mientras que en tierra andaregueaban pavas y pavones. Y, jubiloso, acotaba que «la cantidad de pájaros diferentes que hay aquí es una cosa increíble. Esta mañana, por ejemplo, había alrededor de la cabaña una verdadera multitud compuesta por chachalacas, palomas, loros, buitres y colibríes, todos gritando y saltando de rama en rama. Parecía un zoológico. Incluso por la noche no están tranquilos, y nos dan conciertos continuos, sin contar con una especie de sapo enorme que grita como si pidiera auxilio». Sí, noches apacibles, en las que al rumor del río se sumaban las vocalizaciones de cuyeos, búhos y lechuzas, así como el destemplado croar o estridente berreo de la rana ternero.

Asimismo, con gran naturalidad y sin alarmismo alguno, Pictet se refiere a los animales peligrosos. Menciona la presencia de serpientes, aunque no tan abundantes; al jaguar que, cuando «no muere al primer intento, se tira sobre los atacantes y hay que liquidarlo a machetazos»; así como a los «cariblancos, especie de cerdos salvajes que recorren los bosques en grandes manadas» y, «cuando uno de esos batallones pasa, se debe correr a treparse al primer árbol encontrado, para alejarse de la manada, si no se quiere correr el riesgo de ser aplastado».

Eran otros tiempos —sin la incesante y visible erosión de ahora—, por lo que él expresaba que «las riberas del Sarapiquí son muy altas por todos lados y la corriente es violenta, y tampoco hay sitios anegados; si hubiera, encontraríamos muchas serpientes y cocodrilos». No obstante, en las partes más accesibles, donde «el agua es fresca y muy buena para beber; allí nos bañamos todos los días. Los caimanes no nos molestan del todo en nuestras prácticas de natación, pero sí cientos de pequeños peces que vienen a picar las piernas». Eso explica que ahí abundaran las garzas buscadoras de peces.

De los caimanes, insiste en que «son extremadamente raros y no se corre ningún riesgo bañándose ahí. Lo que sí es común son las iguanas, de hasta cuatro o cinco pies de largo, y se dice que son muy sabrosas; he visto cantidades, no son salvajes para nada, y se mantienen sobre todo en los bordes del río». Y, como no podía faltar en este recuento faunístico, menciona al inmenso y bonancible manatí «que da varias centenas de libras de grasa; se le arponea, pero es poco común».

El río y el hombre. El hombre y el río. Indisolubles. Más o menos en armonía, Pictet y unos pocos colonos más coexistían con la naturaleza agreste, en esa especie de paraíso terrenal, donde el bosque tropical muy húmedo alcanza su máximo esplendor.

Sin embargo, en realidad, no siempre todo había sido así de magnificente. De hecho, apenas doce años antes, el silencio inmemorial de esos parajes había sido mancillado por el ominoso silbido de balas y el estruendo de cañones, en medio del sórdido y extraño olor a pólvora, mientras las aguas se enrojecían y los cadáveres flotaban río abajo.

En efecto, todo empezó por la codicia —tan humana—, que se despertó y avivó con el descubrimiento de oro en un río de California.

Fueron unos siete años, durante los cuales un verdadero tropel humano buscaba alcanzar la costa del Pacífico. Desde entonces, el San Juan y sus afluentes no fueron percibidos como ríos, ni sus bosques aledaños como hermosas selvas, sino tan solo como una ineludible ruta acuática y un ambiente inhóspito que había que superar, para llegar cuanto antes al sitio donde se podrían amasar fortunas sin grandes dificultades. Y, claro está, algunos otearon la posibilidad de que —con algún esfuerzo técnico adicional—, el San Juan y el lago de Nicaragua pudieran convertirse en un canal natural, exactamente en la cintura del continente americano. ¡Sueño de sueños para algunos imperios, que se frotaban las manos, en sus turbias aspiraciones políticas y comerciales!

No obstante, los poderosos y ambiciosos esclavistas del sur de EE. UU. vieron mucho más lejos. Un río y un canal no eran suficientes. Mejor, de una sola vez, apoderarse de los territorios de los cinco países centroamericanos —y, ¿por qué no?, de los del Caribe—, para implantar la esclavitud y expandir sus dominios geográficos y políticos.

Fue así cómo, espoleados ideológicamente por la racista doctrina del «destino manifiesto», pronto pactaron con el muy astuto William Walker —abogado, médico y periodista, al igual que líder de tentativas colonialistas en México—, para que dirigiera tan importante aventura. Ellos se encargarían de agenciárselas para financiarle con holgura, y por más de dos años, su onerosa expedición a Centro América.

El río y el hombre. El hombre y el río. Sí, así era antes. Pero esta vez se asomó, amenazante y siniestro, el espectro de la guerra.

Efectivamente, con sus numerosas tropas de mercenarios y apátridas, muy bien armadas y apertrechadas, fueron sangre, muerte y dolor lo que trajo este bandido a nuestras tierras.

Sin embargo, a pesar de su poderío, se les venció en Santa Rosa y Rivas. Y también aquí cerca, en el estero que por entonces había en el río Sardinal, el 10 de abril de 1856, así como en este sitio donde hoy estamos —que era un punto estratégico—, el 22 de diciembre de ese mismo año.

Esta última batalla, ocurrida hace 166 años, fue realmente decisiva durante la Campaña Nacional, pues permitió incautarle a Walker sus vapores poco a poco, para después desalojarlo de sus casi inexpugnables bastiones del Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos. Y, aunque desde esa fecha hasta la rendición del jefe filibustero, el 1 de mayo de 1857, transcurrieron cuatro agobiantes meses de combates e incontables adversidades —incluyendo la pérdida de La Trinidad en febrero de 1857—, ya nada sería igual para Walker. El contundente e irreversible golpe estaba dado, y era mortal.

Seriamente perturbada la vida en los ríos San Juan y Sarapiquí durante esos crudos y tétricos meses bélicos, de manera paulatina todo volvería a la normalidad, tanto en sus aguas como en las selvas ribereñas. Pero ahora la patria ya era otra, pues sus corajudos hijos la habían sabido defender donde las circunstancias lo demandaron y, especialmente, en esta esquina del territorio nacional.

Es decir, fue en esta pequeña pero simbólica punta fluvial —en un doloroso parto en que el verdor natural se manchó con sangre—, que la gravemente amenazada Costa Rica renació y resurgió, malherida, pero absolutamente libre y soberana.

  1. Remeros misquitos impulsando una lancha en el río San Juan de entonces. Fuente: The Century Illustrated Monthly Magazine
  2. Desembocadura del Sarapiquí, con dicho río en primer plano y el San Juan al fondo. Foto: Luko Hilje
  3. El entorno de La Trinidad, Costa Rica en 1854. Fuente: Harper’s New Monthly Magazine
  1. Paraje del río San Juan desde donde los vapores filibusteros avanzaron para disparar sobre La Trinidad, Costa Rica. Foto: Luko Hilje
  2. Mapa del sitio de La Trinidad y sus cercanías. Fuente: Instituto Geográfico Nacional (Costa Rica)
  3. La esquina de La Trinidad, vista desde la ribera derecha del río Sarapiquí, Costa Rica. Foto: Luko Hilje

 

Publicado en https://www.meer.com/es/71844-la-trinidad-paraje-simbolico-de-la-patria y compartido con SURCOS por el autor.