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Etiqueta: crisis de identidad

Crisis de identidad en Costa Rica

Álvaro Vega Sánchez, sociólogo

Un país con crisis de identidad no tiene la fuerza para afirmarse sobre sus propios pies y sostener sobre sus hombros las responsabilidades que le competen. Fácilmente, se convierte en víctima de fuerzas internas o externas, de poderes fácticos, que lo someten a sus particulares y mezquinos intereses. Es el papel innoble y vergonzoso de aquellos países que se entregan y someten a esos poderes, y su dignidad es pisoteada reiteradamente. Se convierten en “hojas que arrebata el viento”.

Nuestro país ha venido a pasos acelerados perdiendo y dejando de construir identidad. Perdiendo, porque la identidad incluye rasgos que tienen un asidero en el pasado. Dejando de construir, porque la identidad no solo recupera valores y logros; se edifica sobre nuevos cimientos con imaginación y voluntad creativa. Para construir identidad tenemos que desprendernos de las mitificaciones maniqueas del pasado, no dejarnos desesperar por los avatares del presente y mucho menos atrapar e ilusionar por las promesas paradisiacas de futuro, propias de los discursos mesiánicos.

Hasta ahora hemos venido dando tumbos porque también optamos por las salidas fáciles. Por un lado, le echamos todas las culpas de los grandes problemas del país a los partidos tradicionales, particularmente al bipartidismo del Partido Liberación Nacional (PLN) y el Partido Unidad Social Cristiana (PUSC). No hay duda que estos partidos tienen una importante cuota de responsabilidad, pues fueron quienes nos gobernaron prácticamente por seis décadas, después del conflicto bélico de 1948. Sin embargo, también supieron enrumbar el país por buenos derroteros, al menos hasta la década de 1980 cuando empezó a resquebrajarse el modelo de Estado Social de inspiración comunista, socialdemócrata y socialcristiano.

Por otro lado, los últimos gobiernos, tanto del Partido Acción Ciudadana (PAC) como del Partido Progreso Social Democrático (PSD), han tirado las campanas al vuelo con apuestas por un cambio de rumbo, particularmente dirigido a la lucha contra la corrupción y una gestión eficiente de la cosa pública. De esta manera, se busca borrar un pasado político de desaciertos y se celebra con bombos y platillos un cambio de rumbo promisorio.

Nos vemos así atrapados en un maniqueísmo de buenos y malos, que no hace más que propiciar la confrontación y hasta la violencia política en sus diversas expresiones. Y la realidad es que no todo tiempo pasado ha sido el peor ni tampoco el presente es el mejor.

El problema fundamental es que mientras se mantenga esta visión y comportamiento por parte de los políticos y buena parte de la ciudadanía, el país no logrará avanzar hacia niveles superiores de convivencia democrática, bienestar y paz social. Enfrascados en buscar culpables de las calamidades que estamos padeciendo, perdemos tiempo valioso para impulsar acciones concretas que permitan encarar con decisión y voluntad política los grandes problemas de hoy: desigualdad, inseguridad, violencia y crecimiento económico lento sin equidad, entre otros.

En este contexto, tenemos un desafío prioritario por delante: superar la actual crisis de identidad para recuperar más dignidad, y así poder enfrentar los retos del presente y trazar un destino mejor. Hay que afirmarse sobre los mejores logros del pasado, potenciar lo mejor de los recursos materiales y espirituales del presente y proyectar con visión optimista y mesurada un futuro más promisorio para las nuevas generaciones.

Para ello, es fundamental un nuevo pacto social y político que se construya en la mesa de la patria, para aunar esfuerzos y voluntades en la búsqueda de soluciones a los problemas más apremiantes, así como la proyección de políticas de Estado de largo aliento. Esto es algo que se ha venido reiterando, especialmente cada vez que nos aproximaos a un período electoral.

Aunque la polarización política se ha intensificado y las vías del diálogo reposado no cuentan con viento a favor, no debemos, bajo ninguna circunstancia, dejar de esforzarnos para unir voluntades y concertar en la mesa del diálogo ciudadano patriótico. Al parecer, se perfila una nueva generación de candidatos, relativamente jóvenes, que aspiran a la presidencia. Esta nueva generación puede hacer la diferencia y en lugar de continuar por la vía de la confrontación y del antidiálogo, abocarse con amor y pasión a construir la nueva identidad costarricense, que nos coloque entre los países dignos porque se autodeterminan para crecer en bienestar, seguridad y paz social; y contribuir también a forjar un mundo más humano, justo y pacífico.

El país apreciaría en gran manera, que quienes aspiran a la presidencia para el 2026-2030, desde la campaña misma se comprometan a impulsar de manera conjunta, con generosidad y visión patriótica, ese necesario y urgente pacto social y político, para crear los cimientos de una Costa Rica más digna, próspera y fraterna y menos insegura, violenta y desigual.

De esta manera, los partidos políticos ofrecerían una buena señal de voluntad para remozarse y recuperar legitimidad como verdaderos agentes al servicio del bien común, anteponiendo a sus intereses particulares los más elevados de la patria.

Los tiempos adversos, donde se nublan los horizontes para avizorar mejores senderos que nos conduzcan a garantizar condiciones de vida digna para todos los costarricenses, son también propicios para ejercitar la voluntad colectiva de un pueblo que ha sabido encontrar salidas creativas y solidarias en momentos críticos, que pusieron a prueba su buena voluntad política para mancomunar esfuerzos más allá de las tiendas partidarias.

Ya es tiempo de renovar el pacto social de los años 1940-1950, de cara a los nuevos desafíos de un contexto geopolítico de grandes tensiones, donde los países requieren con urgencia diseñar su proyecto económico, social, político y cultural; es decir, construir su identidad, para ser sujetos de su propio destino.

 

Sin pan y sin alma: la guerra del neoliberalismo progre contra los de abajo

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Mauricio Ramírez

La clase trabajadora y media en Occidente sufre hoy un doble castigo que no solo deteriora sus condiciones materiales, sino que desintegra su equilibrio espiritual y mental. No es casual que sociólogos como Oliver Nachtwey hablen de sociedades del descenso para describir una época en la que el futuro ya no promete ascenso ni mejora, sino degradación constante. Esta crisis no surge del vacío: es producto de una convergencia perversa entre el neoliberalismo económico y el progresismo cultural hegemónico. Aunque se presentan como fuerzas antagónicas, en la práctica actúan en equipo, imponiendo sobre las mayorías populares una doble condena: explotación económica por un lado, y desarraigo cultural e identitario por el otro.

Para nadie es un secreto que el neoliberalismo ha generado décadas de precarización, destrucción ambiental, desempleo disfrazado de emprendimiento, debilitamiento de sindicatos, recortes al Estado social y concentración obscena de la riqueza. Para millones de trabajadores, la vida se ha reducido a sobrevivir. Ya no se lucha por vivir mejor, sino por no hundirse más. Las condiciones materiales se erosionan y el ascenso social es cada vez más un espejismo.

Pero a este castigo económico se le suma uno cultural (espiritual): el progresismo dominante, desde sus posiciones de poder simbólico e institucional, impone un modelo identitario y moral que desarraiga a la clase trabajadora de sus raíces culturales, espirituales y comunitarias. En nombre de una supuesta liberación individual, se promueve un discurso que margina las formas tradicionales de vida, ridiculiza los valores religiosos y comunitarios, y despoja a las clases populares de su sentido de pertenencia. Se les exige adaptarse a códigos culturales ajenos (que vienen curiosamente de aquellos centros de poder neoliberales), hablar un lenguaje que no es el suyo y aceptar una moral que no nace de su experiencia de vida. Nada más ajeno al espíritu original del marxismo, que nunca separó la lucha material de las realidades culturales del pueblo.

El resultado es devastador: crisis de identidad, depresión colectiva, fragmentación de comunidades, colapso espiritual. Estas clases ya no solo sienten que han perdido el control sobre su presente económico, sino también sobre el relato de quiénes son. Se enfrentan al vacío existencial de quien no puede reconocerse en el espejo de la cultura dominante. ¿Entonces? Esta ruptura entre la vida material y la vida simbólica, entre el cuerpo explotado y el alma desarraigada, explica en parte el desapego de estas clases hacia la política institucional (tradicional) y, al mismo tiempo, su creciente atracción por discursos populistas o extremistas que al menos les hablan en un idioma comprensible y les devuelven una (falsa) ilusión de identidad.

Este fenómeno no es accidental. Tanto el neoliberalismo como el progresismo cultural, que de izquierdas realmente tiene poco, comparten un desprecio estructural por lo comunitario, por lo espiritual, por las tradiciones populares. Ambos promueven una radical individualización: el primero convierte al ciudadano en consumidor precarizado; el segundo en sujeto identitario aislado, obligado a reinventarse constantemente según los dictados de una cultura de élite cosmopolita “moderna”. En ambos casos, lo que se rompe es la posibilidad de una vida común, de una historia compartida, de una lucha colectiva.

La identidad espiritual, tan presente en las comunidades trabajadoras y populares, ha sido una fuente histórica de resistencia, de dignidad, de sentido. No es un simple conjunto de creencias privadas: es el lazo que une, el refugio que sostiene, la memoria que guía. Destruir esa identidad es debilitar su capacidad de lucha, reducirlas a individuos desconectados, agotados y fácilmente manipulables. ¡Creo que dimos en el blanco!

Denunciar este doble castigo no es un gesto retórico, es una necesidad política. La clase trabajadora y media no solo necesita pan y techo: necesita también ser reconocida, valorada en su cultura, y fortalecida en su identidad espiritual. Sin raíces, ningún árbol resiste la tormenta; y hoy, millones son arrancados de su suelo simbólico por vientos ideológicos que los debilitan más que la propia miseria material. Ante un sistema que los exprime económicamente y los vacía espiritualmente, urge construir una alternativa que articule justicia social con respeto profundo por la cultura popular y su dimensión espiritual. No hablamos de nostalgia, sino de resistencia. No de pasado, sino de presente y futuro.

Solo recuperando su centro (material, simbólico y espiritual) las clases trabajadoras de occidente podrán romper el cerco que las asfixia. Sin esa reconexión espiritual profunda, no habrá cambio posible. Y sin ellas, no habrá transformación real ni futuro digno para nuestros pueblos.