¿Marxismo cultural o neoliberalismo disfrazado?
Mauricio Ramírez Núñez
Académico
En las últimas décadas, los movimientos por los derechos sexuales y de género han logrado avances significativos dentro de las sociedades occidentales. La visibilidad de las comunidades LGBTQ+, la reivindicación de los derechos de las personas trans y el debate sobre la diversidad de identidades han ocupado un lugar central en la esfera pública, impulsando cambios legales y sociales en algunos países. Sin embargo, más allá de estos hechos, surge una pregunta incómoda: ¿en qué medida estas luchas han sido absorbidas o parte del sistema dominante, convirtiéndose en herramientas funcionales para su perpetuación? Más aún, ¿cómo se relacionan con una estrategia geopolítica e ideológica (imperial) de largo alcance contra el mundo no occidental diseñada desde los centros de poder occidentales?
La llamada revolución sexual y de género no surgió de manera espontánea ni fuera del marco de las dinámicas de poder globales de su época. Por el contrario, su desarrollo ha sido impulsado y vendido como un paso más hacia el progreso, la libertad individual y la igualdad real. Eso sí, una “revolución” centrada exclusivamente en el individuo y su identidad, que no altera la estructura real del poder y deja de lado los aspectos colectivos que podrían haber desafiado al sistema capitalista.
Este enfoque individualista, entiéndase, de raíz estrictamente liberal, responde a una lógica promovida por los aparatos de inteligencia de los centros de poder occidentales, particularmente durante la Guerra Fría, como parte de una estrategia geopolítica más amplia. Al ensalzar la libertad individual —entendida como la capacidad de expresión personal, identidad y consumo—, se construyó un discurso que contrastaba directamente con los ideales colectivos y materialistas del comunismo soviético.
La lucha por los derechos individuales, especialmente en temas de género y sexualidad, se convirtió así en una herramienta ideológica para demostrar la supuesta superioridad moral de las libertades del “mundo libre” frente a los modelos comunistas. El mensaje era claro: en las democracias capitalistas, las personas tienen libertad para ser quienes quieran ser, mientras que en los regímenes socialistas esta diversidad estaría reprimida. Esto permitió desviar el foco de atención de las jóvenes generaciones sobre las desigualdades económicas y sociales que también existían (y existen) en las democracias liberales para evitar que se convirtieran en fervientes militantes socialistas y guerrilleros. En aquel momento el ejemplo de Fidel Castro y el Che Guevara era algo que no podían permitir que se propagara en las juventudes disidentes, especialmente en los Estados Unidos y algunos países de Europa.
El capitalismo, con su extraordinaria capacidad de absorción, transformó estas luchas en oportunidades económicas y narrativas funcionales al sistema. Posteriormente las demandas de las comunidades LGBTQ+ por reconocimiento y derechos fueron rápidamente integradas en el mercado global. Desde las campañas publicitarias en el Mes del Orgullo hasta la creación de productos y servicios para estas comunidades. La diversidad se convirtió en un nicho rentable que genera millones al patriarcado, así como a muchos hombres heterosexuales blancos, que, desde los ojos de estas comunidades, son algo así como el mismo diablo.
Sin embargo, esta “integración” no cuestionó ni alteró las bases del sistema, ya que de marxista tiene poco. Como resultado, las conquistas en materia de derechos sexuales y de género no han afectado las desigualdades estructurales. Un pobre que es trans sigue siendo pobre; su identidad puede ser reconocida, pero su posición económica permanece inalterada. En este sentido, la inclusión se convierte en una forma de control simbólico o lo que el filósofo Byung Chul Han llama psicopolítica (control mental): se otorgan derechos parciales que no alteran el statu quo, mientras las jerarquías económicas y sociales permanecen intactas.
La promoción de esta revolución individualista de corte neoliberal, frecuentemente catalogada como «de izquierdas» o incluso como «marxismo cultural» por parte de la extrema derecha, simplemente por no alinearse con valores conservadores o tradicionales, debe entenderse como una extensión posmoderna de la estrategia de Occidente para debilitar el comunismo durante el siglo XX. Esta narrativa, sin embargo, ignora un aspecto fundamental: tanto el liberalismo como el comunismo son ideologías nacidas de la modernidad, profundamente materialistas y con poca o ninguna conexión con lo espiritual.
Mientras el comunismo niega cualquier posibilidad de una realidad más allá de las relaciones de producción y el conflicto de clases, el liberalismo eleva al individuo y a su razón autónoma (voluntad) al nivel de un dogma casi sagrado. Es precisamente esta exaltación del individuo en el liberalismo lo que, paradójicamente, genera confusión en los críticos que asocian las luchas por derechos individuales o la diversidad con un supuesto «marxismo cultural». En realidad, estas luchas son, más bien, una evolución lógica del liberalismo posmoderno que, en su afán de hegemonía, se apropió de ciertas demandas para acomodarlas al marco del capitalismo.
Por lo tanto, la extrema derecha no solo malinterpreta el origen de estas luchas al identificarlas erróneamente con el marxismo, sino que también pierde de vista que el individualismo que critica como «progresista» es, en esencia, un producto de la misma tradición liberal que dice defender. Esto pone en evidencia una contradicción profunda: su rechazo no es contra el individualismo per se, sino contra ciertas expresiones de este que desafían su visión conservadora del mundo, sin comprender que estas formas de individualismo también forman parte de la lógica del sistema que buscan preservar.
En los países del bloque socialista, donde la agenda colectiva y las metas del Estado se imponían sobre los derechos individuales, la diversidad sexual y de género fue históricamente tratada de forma represiva. Este enfoque, basado en la homogeneización de las identidades como parte del proyecto revolucionario, se convirtió en un punto débil que Occidente no tardó en explotar. Esta narrativa no solo reforzó al capitalismo como modelo económico, vinculándolo con conceptos de libertad personal, sino que también sirvió como una estrategia geopolítica para debilitar la influencia del comunismo en los movimientos sociales y culturales, especialmente en el hemisferio occidental. Una vez caída la Cortina de Hierro en el este, la bandera de la diversidad se convirtió en una herramienta ideológica para terminar de minar la cohesión del socialismo, asociándolo con represión en contraposición a la «libertad» ofrecida por el sistema capitalista tras el “fin de la historia”.
El resultado de esta estrategia es evidente en el presente. Hoy, muchos partidos de izquierda en Occidente, que históricamente enarbolaban la hoz y el martillo como símbolo de lucha por los derechos de los trabajadores y la transformación estructural, han desplazado esa agenda en favor de las luchas por la diversidad sexual y de género. Esto plantea una pregunta fundamental: ¿se han hecho neoliberales estos partidos sin darse cuenta?
La realidad es más compleja. En muchos casos, las luchas por la diversidad se han integrado de forma acrítica al sistema capitalista, promoviendo una agenda identitaria que no cuestiona las bases estructurales del modelo económico. En lugar de representar una amenaza al statu quo, estas luchas han sido neutralizadas, convirtiéndose en herramientas funcionales a un sistema que utiliza el discurso de la inclusión como una forma de legitimarse, mientras perpetúa las dinámicas de explotación y desigualdad.
Así, la izquierda y la social democracia occidental enfrentan un dilema: ¿pueden volver a conectar las grandes mayorías excluidas con una agenda revolucionaria integral que cuestione al capitalismo y promueva transformaciones colectivas profundas? ¿O se limitarán a enarbolar banderas simbólicas que no desafían las estructuras económicas y políticas que perpetúan las desigualdades? La respuesta a estas preguntas definirá su relevancia y su capacidad para liderar un verdadero cambio sistémico, al menos en esta parte del mundo.
Es fundamental reconocer que una revolución centrada únicamente en el individuo y promovida desde los centros de poder occidentales (financiero y tecnológico), no puede transformar las estructuras que perpetúan la desigualdad. Que las izquierdas hoy reduzcan sus luchas prácticamente a esto, no quiere decir que sean realmente izquierdas, defensoras del progresismo o garantes únicos de la justicia social.
Una verdadera agenda revolucionaria y social democrática hoy debe empezar por no negar el Estado nación o menospreciar la soberanía, la tradición propia de cada pueblo y sus valores tradicionales. Debe reforzar las luchas colectivas en favor de una educación y salud públicas de calidad, empleos y salarios competitivos y dignos para todas las personas, así como garantizar oportunidades para que cada ciudadano pueda salir adelante. También es esencial priorizar la seguridad, la protección del ambiente, la seguridad alimentaria y la construcción de un mercado con rostro humano, entender el justo equilibrio que se requiere entre estado y mercado, uno que no sea dejado en manos de especuladores ni de manipuladores de la verdad que financian campañas e imponen agendas ajenas a nuestras costumbres, dirigidas exclusivamente al beneficio de unas minorías.
En una verdadera democracia, las minorías se reconocen, se respetan y se protegen, pero nunca se puede perder de vista que el objetivo supremo no puede ser jamás el beneficio exclusivo de minorías económicas o de otro tipo. El objetivo tiene que ser el país en su conjunto, trabajando un proyecto de nación que priorice el bienestar colectivo y las necesidades de las grandes mayorías, sin sacrificar nuestra identidad, tradiciones ni los derechos fundamentales de todas las personas.