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Etiqueta: élites globales

Entre el Nobel, ruinas y semillas: la vida en tiempos convulsos

JoseSo – José Solano-Saborío

1973…. Hace 52 años se vio el máximo cinismo de la comisión noruega que otorga ese “premio”, Henry Kissinger, en el mismo año en el que planeó el Golpe contra Allende y ordenó su asesinato y el de miles de chilenos… ganó en ese año el “Nobel de la Paz”.

Le Duc Tho, contraparte vietnamita de la guerra que usaron de excusa, por lo menos tuvo la hidalguía de rechazar el premio conjunto con el que pretendieron disimular…. El Premio Nobel de la Guerra dado al asesino Kissinger… ¿O será más bien el Nobel al Poder?

El ciudadano común —ese que madruga, que sueña con un mejor futuro para sus hijos, que carga con esperanzas rotas y aun así insiste en levantarse— vive hoy bajo un cielo cargado de tormentas. Las guerras, sean en el Báltico o en el Medio Oriente nos recuerdan que la humanidad sigue atrapada en la vieja lógica de la pólvora. La amenaza de invasión gringa a Venezuela, con otras potencias jugando a la geopolítica en el Caribe, convierte a nuestra Latinoamérica en tablero de ajedrez de intereses ajenos, aunque seguimos siendo “un pueblo sin piernas, pero que camina…”, como nos dijo Residente.

La Paradoja de gente que ve esperanza falsa en Trump que se auto postula como pacificador global y hasta como Nobel de la Paz, militariza ciudades enteras y oprime a las minorías en su propio país. La paradoja es brutal: quien predica paz afuera, siembra miedo adentro.

En el sur, los jubilados argentinos se han convertido en símbolo de dignidad. Con pancartas y bastones, enfrentan la política económica ultra libertaria de Milei, que los condena a la precariedad mientras desprecia el legado cultural de figuras como Charly García y olvida las lecciones que dejó la dictadura de Videla. La represión contra ancianos que apenas reclaman lo mínimo es un eco doloroso de los años más oscuros de la historia argentina.

Ah… y Centroamérica, mientras, retrocede en sus avances democráticos. Gobiernos que concentran poder, voces críticas silenciadas, instituciones debilitadas: la región parece caminar en reversa hacia un déjà vu de caudillos y dictadores.

Acá, en Costa Rica, la democracia más estable de la región, el hartazgo del tico con partidos desgastados abre espacio a los cantos de sirena del populismo y la autocracia. El desencanto se convierte en terreno fértil para discursos que prometen soluciones fáciles, pero que esconden riesgos profundos para su Estado Social de Derecho.

Todo esto no son hechos fortuito ni espontáneos. Son síntomas de una humanidad que va, inexorablemente, hacia un cambio de era: la consolidación de nuevas élites globales, armadas con sus IA que disputan el poder con métodos cada vez más virulentos, mientras la gente común se siente atrapada en un tablero donde nunca mueve las piezas.

Sin embargo, incluso en medio de la tormenta, hay semillas de esperanza. La nueva generación —esa que marcha por el clima o se lanza en botes a enfrentar un genocidio en un mar de incertidumbre, que defiende la diversidad, que exige transparencia y que parece no teme cuestionar a los poderosos— tiene la oportunidad de superar nuestros errores. Nuestra tarea es no dejarles un terreno arrasado, sino al menos un espacio donde puedan construir.

Quizá nuestra generación retrocedió más su humanismo de lo que avanzó en tecnología. Pero si ellos logran dar un paso más allá, si se atreven a soñar donde nosotros nos resignamos, entonces habrá valido la pena resistir. Porque la historia no se mide solo en derrotas: también en la capacidad de cada generación de recomenzar la esperanza.

Yo, por el momento, con más pasado que futuro, solo quiero dar mis últimas luchas, por mi hija y los hijos de todos…

Utopías enterradas, reformas necesarias

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Mauricio Ramírez Núñez

Los tiempos de las verdaderas revoluciones han quedado atrás. Hoy, cualquier levantamiento que pretenda vestirse con el nombre de “revolución” no es más que una fachada, un montaje cuidadosamente diseñado para engañar a los pueblos. Bajo el disfraz de un cambio de régimen o de una supuesta “liberación”, lo que se esconde es la mano invisible de las élites globales que, enemigas de las tradiciones y de la soberanía de las naciones, manipulan las aspiraciones colectivas para dirigirlas hacia su propio beneficio.

Estas revueltas no nacen del clamor popular ni de la conciencia de las masas: son operaciones calculadas, instrumentos de ingeniería política y social para desarticular Estados, fragmentar culturas y someter economías enteras a los designios del capital transnacional. Las llamadas “primaveras árabes” y las “revoluciones de colores” son ejemplos paradigmáticos: nunca fueron movimientos espontáneos ni genuinamente emancipadores, sino mecanismos de injerencia, financiados y conducidos desde fuera, que dejaron tras de sí caos, ruina y pueblos aún más sometidos que antes.

Lejos de inaugurar un nuevo amanecer, estas falsas revoluciones son la noche más oscura de la política contemporánea: una estrategia de desarraigo, desintegración y nihilismo colectivo, que usa las palabras del pueblo para destruir al propio pueblo.

Una prueba clara de esta realidad se encuentra en el lenguaje estratégico de líderes como Xi Jinping y Vladimir Putin. En sus discursos, ambos evitan deliberadamente el término “transformar” o “revolucionar” y optan por “reformar”. Esta elección no es casual. “Transformar”, derivado del latín transformare (cambiar de forma), implica una ruptura radical, un cambio estructural que destruye lo existente (aunque sea bueno) para construir algo completamente nuevo. Es un término asociado históricamente con revoluciones que buscan derrocar sistemas enteros, a menudo acompañadas de caos y desestabilización.

En contraste, “reformar”, del latín reformare (dar nueva forma), no significa destruir, sino reconfigurar para fortalecer. Es un enfoque pragmático, sin mucho dogmatismo, pensado para dar estabilidad en un mundo que vive en tensión constante. La historia nos muestra que incluso en Costa Rica, José Figueres Ferrer y Manuel Mora Valverde, después de las turbulencias de los años cuarenta en el país, entendieron que el verdadero camino revolucionario o auténtica vía costarricense era la reforma: modificar lo necesario sin dinamitar los cimientos, construir futuro sobre bases sólidas. La historia les dio la razón entonces; la geopolítica se las da ahora.

En un escenario global donde potencias como China y Rusia hablan de reformar el orden internacional para adaptarlo a nuevas realidades, queda claro que la verdadera fuerza creadora del siglo XXI no está en las utopías de ruptura modernas, sino en la capacidad de reformar con firmeza y visión estratégica.

Xi y Putin abogan por reformar las instituciones internacionales, reformar sus países y promover la estabilidad en un mundo convulso. Este lenguaje refleja una visión de cambio ordenado, que preserva la soberanía y el equilibrio global, en lugar de sucumbir a la narrativa de revoluciones que, bajo la promesa de “despertar”, a menudo sirven a agendas extranjeras o corporativas que se disfrazan con la máscara de la defensa de los derechos humanos y la democracia, cuando lo menos que les interesa es eso.

La preferencia por “reformar” sobre “transformar” no es solo semántica; es una declaración de intenciones: el cambio debe ser estratégico, no disruptivo, y debe priorizar la estabilidad sobre el caos promovido por falsas revoluciones en tiempos de caos. La verdadera batalla no está en revoluciones de papel, sino en la capacidad de reformar con firmeza lo que no sirve y defender con coraje lo que debe permanecer.

El mensaje es claro: la era de las revoluciones terminó. Lo que hoy está en juego es la capacidad de reformar con inteligencia y firmeza para adaptarnos y sobrevivir en un nuevo orden global marcado por tensiones y violencia. En este escenario, lo utópico dejó de ser el horizonte, y es el peso de la realidad el que obliga al sentido común a reaccionar y a asumir decisiones concretas. El verdadero acto revolucionario es reformar con valentía lo que no funciona, y defender con firmeza lo que sí garantiza libertad, justicia y estabilidad.