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Etiqueta: Ernesto Herra Castro

El país profundo: cuando la ruralidad se cansa

M.EL Ernesto Herra Castro
Sociólogo

Costa Rica vive hoy una reconfiguración silenciosa pero profunda: el sistema de honor social heredado del orden colonial, que otorgó prestigio, legitimidad y capacidad de decisión a los criollos, ladinos y mestizos claros del Valle Central, está llegando a un punto de quiebre. Ese sistema, que definió durante siglos quién tenía derecho a hablar, a representar y a ser considerado “razón de país”, se sostuvo sobre una arquitectura simbólica que equiparó ciudad con civilización y ruralidad con atraso. Sin embargo, esa jerarquía —tan arraigada en nuestra vida institucional, universitaria y política— está siendo cuestionada desde el único lugar donde siempre fue posible hacerlo: desde el territorio que alimenta al país, desde la ruralidad.

La división entre ciudad y campo en Costa Rica no es geográfica: es ontológica, étnica y de estatus. La ciudad fue erigida como centro del sentido nacional, como el espacio donde reside la racionalidad, la autoridad y la definición de lo legítimo. El campo, en cambio, fue convertido en periferia simbólica, aun cuando es de ahí de donde proviene la energía, la comida, la fuerza laboral y la vida que sostienen al propio centro. El sistema de honor social exige que la ciudad mande y el campo obedezca; que la ciudad valore su propia palabra como política y la del campo como ruido. Pero esa ecuación ya no cierra, porque las mayorías rurales han dejado de aceptar ese pacto colonial de subordinación.

Lo que estamos viendo hoy —y lo que muchos en el Valle Central se niegan a reconocer— es que la ruralidad definirá al próximo presidente de la República. No porque haya surgido un proyecto político rural homogéneo, sino porque el cansancio acumulado ante la arrogancia histórica de las élites urbanas ha madurado en un acto colectivo de dignidad. La incapacidad de los políticos del Valle Central para mirar al campo con respeto, para reconocer su agencia, su aporte y su humanidad, tendrá consecuencias que se expresarán en las urnas. El desprecio colonial —que persiste en discursos, gestos y silencios— vuelve ahora contra ellos.

La actual comisión legislativa que dictaminará sobre levantarle la inmunidad al presidente es un ejemplo claro de esta lógica: más allá de sus contenidos procesales, expresa el viejo sentido de la gestión del poder. Esa comisión —anticipadamente celebrada por quienes creen que representan la moral pública del país— reafirmó el gesto clásico del sistema de honor social: la élite se reserva el derecho de disciplinar a quien no forma parte de su mundo. Ese gesto, sin embargo, ya no produce obediencia social; produce rechazo. Y ese rechazo proviene, sobre todo, de fuera del Valle Central.

En ese tablero, las aristocracias políticas progresistas y la oligarquía liberal han terminado operando como los mejores jefes de campaña de Laura Fernández. No porque coincidan con su visión de país, sino porque defienden la misma matriz colonial de legitimidad: la idea de que la política debe estar en manos de quienes siempre la han administrado. Su defensa de la institucionalidad no es defensa de la democracia: es defensa de un sistema de privilegios que sienten amenazado. Y al actuar así, alimentan justo aquello que dicen combatir: el fortalecimiento de un liderazgo popular que no se reconoce en ellos.

Cuando el pueblo se convierte en consigna

*M. EL Ernesto Herra Castro
Sociólogo

Las imágenes recientes de la marcha encabezada por figuras del Partido Liberación Nacional (PLN) bajo la consigna Defendamos Costa Rica” confirman lo que advertí en un artículo anterior publicado en otro medio (Las consignas de la oligarquía): los sectores que históricamente se beneficiaron del modelo de dominación económica y simbólica de la oligarquía criolla vuelven a ocupar el primer plano del escenario público, esta vez disfrazados de defensores del pueblo. Pero lo verdaderamente alarmante no es su teatralidad, sino la participación utilitaria de las universidades públicas y los sindicatos, que terminan sirviendo de andamiaje legitimador a quienes entregaron la soberanía nacional en el altar del neoliberalismo.

No hay que olvidar que el PLN fue el artífice de la apertura comercial que devastó la agricultura, desmanteló el Estado social y erosionó la paz social construida a pulso durante décadas. Fueron sus gobiernos los que convirtieron la educación en una mercancía, la salud en un negocio y el trabajo en una precariedad institucionalizada. Que hoy aparezcan marchando por la defensa del agro” o la unidad nacional” no es más que un gesto de cinismo histórico: quienes destruyeron la casa ahora posan como sus guardianes. Y lo hacen de la mano de un aparato universitario que, en lugar de producir pensamiento crítico, se presta al juego mediático de la democracia liberal, confundiendo presencia cívica” con neutralidad académica.

El problema no es que la universidad participe en el debate público de hecho, debe hacerlo, sino desde qué lugar y con qué conciencia lo hace. Cuando lo hace sin distanciamiento crítico, cuando se alinea con las fuerzas políticas que vaciaron de contenido al Estado y al bien común, cuando pone sus símbolos y su legitimidad al servicio de intereses partidarios, renuncia a su función emancipadora. No es el pueblo quien marcha, sino la razón crítica convertida en procesión institucional, donde las universidades, en vez de interpelar el poder, se suman a su liturgia. Lo que se presenta como civismo no es sino una escena de restauración simbólica del orden político que las alimenta.

Lejos de haberse vestido de pueblo, como alguna vez soñaron la conquista de la institución educativa quienes le sembraron al lado del pensamiento crítico latinoamericano, la universidad corre el riesgo de culminar por disfrazarse de pueblo para servir al poder. Es el pueblo el que trabaja, produce, resiste y sostiene lo comúnquien encarna hoy las múltiples fracturas de una “democracia” forjada al calor de la evasión, la impunidad y la decadencia moral que sin ningún pudor llaman institucionalidad”. Es junto al pueblo que también la vieja política negó que el futuro de la universidad debe surgir sin temor a afirmarse como actor social y popular. Allí radica su legitimidad: en el vínculo con la vida concreta, material, espiritual del pueblo que le sostiene, no en la obediencia cómplice de una aristocracia nobiliaria cuyos apellidos se extienden desde la Colonia hasta la actualidad sobre la base de la explotación sistemática de aquellos a quienes ahora se atreve a llamar “compatriotas”.

Si es verdad que la historia habría de repetirse dos veces, primero como tragedia y luego como farsa, como pensaba Marx tras el golpe que disolvió la república francesa y devolvió el poder a los herederos del viejo imperio, la tragedia que como país hemos experimentado los últimos 20 años han estado promovidos por la voracidad egoísta, individualista y egocéntrica con que el PLN anunciaba durante la negociación del TLC (2007) que sin duda, “como en toda negociación” decían, habrían “ganadores” y “perdedores”. La tragedia se ha hecho carne en nuestra nación con la entrega del país y de sus instituciones a los intereses de las dinastías mediáticas y financieras: la familia Jiménez, que desde La Nación y su participación en FIFCO ha moldeado candidaturas y opinión pública a su antojo; los Picado Cozza, dueños de Teletica, cuyo Canal 7 se erige como altavoz de una élite política y financiera que siempre está a salvo; los hermanos Arias, capaces de armar un bloque de 41 diputados para controlar la Asamblea y la agenda legislativa; las cámaras empresariales agrupadas en UCCAEP, junto a empresarios como los Quirós, los Raventós o Simaan, que compran favores electorales y dictan la política económica a cambio de aportes millonarios en las campañas políticas de quienes les protegen. Mientras eso ocurría la Farsa se hacía carne esta mañana bajo esa misma bandera que sin ningún pudor han mancillado los mismos partidos que privatizaron la tierra, la educación, la salud y nuestra paz.