Como si la metáfora no fuera suficiente, la principal vía de comunicación que conecta el Aeropuerto Internacional con la ciudad capital, San José, sufrió un colapso producido por aguaceros intensos, rayería e inundaciones. La carretera se llenó de escombros de todo tipo.
La imagen, valga decirlo, asemeja en mucho a la de un país que ha sido entregado sin dilación a los poderes fácticos, que ahora sí hacen lo que les venga en gana. El país se llenó de escombros, se entrampó, se inundó todo de su propia agua profunda.
No solo los efectos del clima producidos por el hombre y sus modelos económicos extractivistas y lacerantes fue lo que tuvimos este fin de semana en esta Costa Rica, ya para nada excepcional.
En menos de 48 horas, seis asesinatos nos muestran la gravedad de lo que nos hemos convertido: el sicariato salió de las pantallas y de las narconovelas para convertirse en una realidad absoluta. Como tantas otras cosas que nos han ocurrido en el pasado reciente, llegó para quedarse.
Es claro.
El dejar hacer, dejar pasar en materia de seguridad tiene un propósito político: convencer a la ciudadanía de que el único camino posible para “detener” esta violencia, implica la construcción de una megacárcel al estilo salvadoreño. Todo ello bajo la operación de una oprobiosa industria que hace millones a costa de respuestas populistas como esta.
Esos escombros en que nos hemos convertido en materia de seguridad apuntan a la instalación de un régimen de excepción (al igual que en El Salvador) en el que, a cambio de restablecer la paz, todo lo demás y de forma irregular se justifica: las desapariciones, los juicios sumarios, las detenciones arbitrarias contra defensores y defensoras de los derechos humanos.
Estamos a un minuto para que esto ocurra en Costa Rica.
Para evitar esa debacle, el camino, la vía costarricense como ha sido llamado históricamente a ese pacto sociopolítico, debe ser recuperado. Si hay un elemento que ha dibujado ese cierto excepcionalismo, es la forma cómo hemos recuperado el rumbo cuando estamos a punto de perderlo.
“Quien con monstruos lucha debe tener cuidado de no convertirse él mismo en monstruo. Y si miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.» F. Nietzsche
Mauricio Ramírez
Mauricio Ramírez Núñez
Occidente no solo enfrenta una crisis de poder: lo que realmente se está derrumbando es su autoridad moral. En los últimos 30 años, las guerras más atroces, los conflictos más devastadores, las intervenciones más destructivas han sido protagonizadas o instigadas directa o indirectamente por su poderío incuestionable. Esto no es una interpretación ideológica; es un hecho irrefutable. Vamos a explicar por qué.
Tras el fin de la Guerra Fría —aquel periodo en el orden internacional de confrontación ideológica y geopolítica entre el comunismo y el capitalismo, en un mundo bipolar dividido entre la Unión Soviética y Estados Unidos—, el escenario internacional quedó dominado por la hegemonía incuestionable de Estados Unidos y Europa Occidental, respaldados por su brazo militar: la OTAN. En ausencia de contrapesos reales, el llamado «fin de la historia» no fue más que la imposición de un orden político, económico y cultural de corte liberal, promovido bajo la bandera de la globalización y diseñado desde Occidente. Ninguna instancia internacional, incluida la ONU, tenía capacidad real para sancionar a EE. UU., ni existían principios multilaterales que se le aplicaran si decidía invadir, desestabilizar o imponer su modelo. El excepcionalismo estadounidense se convirtió en la norma, no en la excepción.
Pero resulta que desde hace unos años ese escenario empezó a dar un giro inesperado —y sigue cambiando— cuando potencias como China y Rusia comenzaron a reclamar su espacio, no por capricho, sino porque les corresponde por peso geopolítico, historia y capacidad. Esa sola acción, esa demanda de respeto y soberanía, fue interpretada por Occidente como una amenaza existencial. Vaya nivel de tolerancia hacia lo realmente diverso el de las democracias occidentales. Y entonces, una vez más, en nombre de la “democracia”, se desató la maquinaria de guerra y propaganda.
Bajo el disfraz de intervenciones humanitarias o guerras preventivas se destruyeron países enteros. Se impulsaron revoluciones de colores y primaveras orquestadas que jamás florecieron. Se invadió y bombardeó para «derrocar dictaduras» que, casualmente, siempre estaban sobre reservas estratégicas de petróleo, gas o minerales raros. La narrativa fue siempre la misma: “liberar pueblos”, “proteger derechos humanos”, “llevar democracia”. Pero los resultados fueron destrucción, miseria y caos. Y vuelvo a insistir: no es ideología, son hechos.
Así fue como provocaron a Rusia en Ucrania. No porque Ucrania o su soberanía importaran genuinamente a las potencias occidentales —si así fuera, jamás habrían considerado convertirla en un enclave de la OTAN—, sino porque les incomodaba que Rusia, aunque ya no comunista, se mantuviera como una nación soberana y profundamente patriótica, recordándoles que el mundo no es un conjunto de Estados vasallos y que existen intereses legítimos más allá del eje occidental. La respuesta rusa fue contundente, y hoy el conflicto en Ucrania representa una herida abierta en Europa, un reflejo del fracaso del orden occidental para comprender que el mundo ya no gira en torno a una única civilización ni responde a un solo modelo.
Ahora, el foco del conflicto se traslada al Oriente Medio, repitiendo un guion ya conocido. Bajo la justificación de la supuesta amenaza nuclear de Irán —mientras las potencias occidentales se reservan para sí el privilegio exclusivo de poseer armas nucleares—, Israel lanza ataques sin precedentes contra Teherán, al tiempo que perpetra, con total impunidad, el exterminio del pueblo palestino. En lugar de condena ante esta escalada sobre Irán, lo que presenciamos es a líderes europeos como el canciller alemán o el presidente francés, legitimando la violencia con fórmulas vacías como “Israel tiene derecho a defenderse”. Así, se reafirma la peligrosa noción de que solo las democracias occidentales están autorizadas a poseer arsenales nucleares, desestabilizar gobiernos o incluso aniquilar poblaciones, simplemente por el hecho de llamarse democracias.
Mientras países con posturas más sensatas como China, Pakistán o Arabia Saudí llaman a evitar la escalada y rechazan la violación de la soberanía iraní, Occidente persiste en el conflicto, aferrado a una premisa ideológica cada vez más vacía: “defender la democracia”. Ese estribillo, repetido hasta el cansancio, ya no convence ni siquiera a los ciudadanos de sus propios países; se ha convertido en una excusa para justificar agresiones, invasiones y desestabilización. Superar esa narrativa es urgente, porque el mundo no necesita más guerras envueltas en discursos nobles, sino un orden basado en respeto, soberanía y paz real.
El primer ministro Netanyahu, con el cinismo propio de esta decadencia moral, dice que el ataque no es contra el pueblo iraní, sino contra su dictadura. ¿Les suena familiar? Es el mismo discurso occidental de siempre: deshumanizar gobiernos enemigos, reducir países enteros a caricaturas autoritarias y justificar agresiones en nombre de la libertad. Lo que este momento histórico deja en evidencia es que el viejo bloque unipolar occidental no acepta el declive de su hegemonía. Se resiste, con violencia y arrogancia, al surgimiento de un mundo multipolar. Un mundo que, a diferencia de sus imposiciones, busca nacer por evolución histórica y no por la fuerza militar o económica.
Pero esa resistencia es, en el fondo, desesperada. El orden liberal global ya no convence ni siquiera a sus propias sociedades; su doble moral ha dejado de ser eficaz, y su discurso ha perdido la capacidad de intimidar. El mundo ha cambiado, y Occidente, lejos de adaptarse —pese a su constante apelación a la resiliencia y al cambio—, ha optado una vez más por una huida hacia adelante. Lo ha hecho incluso a costa de traicionar los valores democráticos y pacifistas que dice defender, perdiendo con ello aquello que alguna vez lo distinguió: una supuesta autoridad ética que hoy yace en cenizas.