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Etiqueta: Glenm Gómez Álvarez

De Infancia, colores y democracia

Glenm Gómez Álvarez
Sacerdote y periodista

Hubo un tiempo en Costa Rica en que, durante las elecciones, los niños nos sumábamos de lleno en el trajín electoral. Sabíamos que no íbamos a votar, pero participábamos con el mismo entusiasmo: algunos madrugábamos para ayudar como guías de mesa en la organización, otros andábamos con la respectiva camiseta bien puesta y la bandera al hombro. En aquel entonces, esos colores no activaban alertas ni ameritaban expediente alguno: eran juego, fiesta y —para sorpresa del presente— también identidad.

Las elecciones se vivían en la calle y en la casa. Íbamos con nuestros papás a los actos políticos, dábamos vueltas por el barrio luciendo el color y celebrábamos cuando en la esquina nos pitaba el carro si era del mismo bando. Aquello no era propaganda agresiva, sino un saludo: una seña rápida de pertenencia en una democracia que todavía se permitía disfrutarse. Y, por supuesto, no faltaba el amiguito “pancista” —así bautizábamos a la veleta del barrio—, el que siempre encontraba la camiseta correcta para cada momento. También eso se aprendía: que no todos jugaban con el mismo color hasta el final

En la familia se discutía. Cada quien defendía su color con entusiasmo, sin manuales de convivencia ni protocolos de protección. Nadie pensaba que esas peleas de sobremesa pudieran vulnerar derechos fundamentales. Ahí íbamos entendiendo, a punta de palabras y risas, que la democracia no es pensar igual, sino aprender a vivir con el desacuerdo.

Hoy, en cambio, la política se volvió sospechosa. El Patronato Nacional de la Infancia (PANI) abrió una investigación por la participación espontánea de la hija del candidato Álvaro Ramos en un acto público, acompañada por su papá y su mamá. Una chiquilla que habló con naturalidad pasó, de un momento a otro, a ser tratada como posible caso de riesgo institucional. No por abandono, no por violencia, sino por haber estado cerca de la política.

Conviene entonces ordenar el nuevo mapa mental. Si la política es peligrosa para los niños, habrá que revisar nuestras viejas costumbres democráticas: borrar las votaciones infantiles que se promueven como ejercicios cívicos, suspender las elecciones estudiantiles en escuelas y colegios, guardar las camisetas de colores, esconder banderas y papeletas de juguete. No vaya a ser que los chiquillos, sin saberlo, estén siendo inducidos en esa práctica dudosa llamada ciudadanía.

La democracia costarricense, al parecer, ya no se aprende en la esquina ni en la casa, sino en la distancia prudente y el silencio preventivo. Y así, bien protegidos de toda influencia, tal vez, algún día, los niños despierten a los 18 años con una vocación democrática pura, intacta y libre de toda contaminación. Mientras tanto, este país empieza a confundir cuidado con miedo y derechos con silencio.

Y cuando por fin los niños crezcan, quizá descubran que no se les privó de la política para protegerlos, sino de la democracia para administrarla mejor.

La fe no se instrumentaliza: Un llamado desde la Navidad

Glenm Gómez Álvarez
Sacerdote y periodista

La Navidad es, siempre, una invitación a pensar. La encarnación —el misterio de Dios hecho hombre— ilumina nuestra mirada sobre la vida, al incorporar en nuestra historia una lógica distinta, hecha de cercanía, de verdad y de misericordia. Cuando el Evangelio proclama: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14), afirma algo decisivo: Dios entra en nuestra experiencia humana sin reservas, comparte nuestra fragilidad y camina con nosotros en lo cotidiano.

Esa presencia cambia la forma de estar en el mundo porque nos enfrenta a una verdad imposible de eludir: si Dios tomó en serio la condición humana, nosotros no podemos vivirla con superficialidad. La encarnación nos recuerda que el poder se ejerce de otro modo, que la dignidad de cada persona es inviolable y que nuestras relaciones solo encuentran sentido cuando se construyen desde la responsabilidad y el cuidado mutuo.

Este marco resulta especialmente pertinente en Costa Rica, en medio de un proceso electoral que pone a prueba nuestra convivencia social. En momentos así, cuando proliferan interpretaciones interesadas de Jesús y de su mensaje, la Navidad nos llama a volver a su verdad. Desde esa claridad, se abre un espacio para discernir con más lucidez: cuidar la dignidad de la palabra, fortalecer la transparencia en nuestras relaciones y sostener la esperanza compartida que hace posible la vida en común.

En ese discernimiento emergen dos tentaciones recurrentes: La primera es la neutralización simbólica, frecuente en ciertos discursos progresistas. No rechazan a Jesús, pero lo diluyen: lo presentan como un humanista inofensivo, compatible con todo y, por lo mismo, exigente con nada. Un Jesús culturalmente cómodo, siempre que no cuestione ni incomode. Es un Jesús “sin encarnación”: estético, no transformador.

La segunda tentación aparece en algunos discursos de quienes se autoproclaman “conservadores”. Realizan la operación contraria: la apropiación. Se adjudican una custodia exclusiva de Jesús y lo convierten en un arma cultural, como si defender la fe fuera equivalente a defender su propia agenda ideológica. Se proyectan como cruzados modernos, convencidos de que proteger el Evangelio es lo mismo que proteger sus posiciones. Es un Jesús “militante”: útil, pero distorsionado.

Ambos movimientos —la neutralización y la apropiación— comparten un mismo error epistemológico y espiritual: buscan que Jesús legitime una agenda previa. Pero la encarnación no respalda ideologías: las desborda. No se alinea con progresistas ni con conservadores: confronta a ambos. Y no permite convertir el discurso religioso en munición retórica sin degradarlo en el proceso.

Conviene hacer una aclaración necesaria: no se trata de expulsar el Evangelio de la conversación pública. De él brotan implicaciones éticas profundas, con consecuencias humanas y sociales que interpelan por igual a todos. La dignidad de la persona, el bien común, la opción preferencial por los pobres, la solidaridad, la subsidiariedad, la justicia, la paz y el cuidado de la creación no pertenecen a la derecha ni a la izquierda; pertenecen al Reino.

Pero una cosa es dejarse iluminar por el Evangelio, y otra muy distinta pretender domesticarlo para que respalde nuestras posiciones. La Navidad, con su sobriedad y su lenguaje de humanidad concreta, nos recuerda precisamente eso: que Jesús no es un argumento, sino una persona; que su palabra no es un arma, sino un llamado; que su presencia no respalda trincheras, sino que las relativiza.

En el país se habla mucho de unidad —es la consigna de moda—, pero esa unidad es inviable mientras Cristo, el único capaz de sostenerla, sea reducido a una pieza más dentro de un tablero que solo pretende ganancias. Quizá ahí radique la mejor contribución que la Navidad puede hacer a la conversación pública en plena campaña: recordarnos que la fe no es un instrumento de persuasión, sino una verdad que interpela a todos por igual.