Hubo un tiempo en Costa Rica en que, durante las elecciones, los niños nos sumábamos de lleno en el trajín electoral. Sabíamos que no íbamos a votar, pero participábamos con el mismo entusiasmo: algunos madrugábamos para ayudar como guías de mesa en la organización, otros andábamos con la respectiva camiseta bien puesta y la bandera al hombro. En aquel entonces, esos colores no activaban alertas ni ameritaban expediente alguno: eran juego, fiesta y —para sorpresa del presente— también identidad.
Las elecciones se vivían en la calle y en la casa. Íbamos con nuestros papás a los actos políticos, dábamos vueltas por el barrio luciendo el color y celebrábamos cuando en la esquina nos pitaba el carro si era del mismo bando. Aquello no era propaganda agresiva, sino un saludo: una seña rápida de pertenencia en una democracia que todavía se permitía disfrutarse. Y, por supuesto, no faltaba el amiguito “pancista” —así bautizábamos a la veleta del barrio—, el que siempre encontraba la camiseta correcta para cada momento. También eso se aprendía: que no todos jugaban con el mismo color hasta el final
En la familia se discutía. Cada quien defendía su color con entusiasmo, sin manuales de convivencia ni protocolos de protección. Nadie pensaba que esas peleas de sobremesa pudieran vulnerar derechos fundamentales. Ahí íbamos entendiendo, a punta de palabras y risas, que la democracia no es pensar igual, sino aprender a vivir con el desacuerdo.
Hoy, en cambio, la política se volvió sospechosa. El Patronato Nacional de la Infancia (PANI) abrió una investigación por la participación espontánea de la hija del candidato Álvaro Ramos en un acto público, acompañada por su papá y su mamá. Una chiquilla que habló con naturalidad pasó, de un momento a otro, a ser tratada como posible caso de riesgo institucional. No por abandono, no por violencia, sino por haber estado cerca de la política.
Conviene entonces ordenar el nuevo mapa mental. Si la política es peligrosa para los niños, habrá que revisar nuestras viejas costumbres democráticas: borrar las votaciones infantiles que se promueven como ejercicios cívicos, suspender las elecciones estudiantiles en escuelas y colegios, guardar las camisetas de colores, esconder banderas y papeletas de juguete. No vaya a ser que los chiquillos, sin saberlo, estén siendo inducidos en esa práctica dudosa llamada ciudadanía.
La democracia costarricense, al parecer, ya no se aprende en la esquina ni en la casa, sino en la distancia prudente y el silencio preventivo. Y así, bien protegidos de toda influencia, tal vez, algún día, los niños despierten a los 18 años con una vocación democrática pura, intacta y libre de toda contaminación. Mientras tanto, este país empieza a confundir cuidado con miedo y derechos con silencio.
Y cuando por fin los niños crezcan, quizá descubran que no se les privó de la política para protegerlos, sino de la democracia para administrarla mejor.
La Navidad es, siempre, una invitación a pensar. La encarnación —el misterio de Dios hecho hombre— ilumina nuestra mirada sobre la vida, al incorporar en nuestra historia una lógica distinta, hecha de cercanía, de verdad y de misericordia. Cuando el Evangelio proclama: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14), afirma algo decisivo: Dios entra en nuestra experiencia humana sin reservas, comparte nuestra fragilidad y camina con nosotros en lo cotidiano.
Esa presencia cambia la forma de estar en el mundo porque nos enfrenta a una verdad imposible de eludir: si Dios tomó en serio la condición humana, nosotros no podemos vivirla con superficialidad. La encarnación nos recuerda que el poder se ejerce de otro modo, que la dignidad de cada persona es inviolable y que nuestras relaciones solo encuentran sentido cuando se construyen desde la responsabilidad y el cuidado mutuo.
Este marco resulta especialmente pertinente en Costa Rica, en medio de un proceso electoral que pone a prueba nuestra convivencia social. En momentos así, cuando proliferan interpretaciones interesadas de Jesús y de su mensaje, la Navidad nos llama a volver a su verdad. Desde esa claridad, se abre un espacio para discernir con más lucidez: cuidar la dignidad de la palabra, fortalecer la transparencia en nuestras relaciones y sostener la esperanza compartida que hace posible la vida en común.
En ese discernimiento emergen dos tentaciones recurrentes: La primera es la neutralización simbólica, frecuente en ciertos discursos progresistas. No rechazan a Jesús, pero lo diluyen: lo presentan como un humanista inofensivo, compatible con todo y, por lo mismo, exigente con nada. Un Jesús culturalmente cómodo, siempre que no cuestione ni incomode. Es un Jesús “sin encarnación”: estético, no transformador.
La segunda tentación aparece en algunos discursos de quienes se autoproclaman “conservadores”. Realizan la operación contraria: la apropiación. Se adjudican una custodia exclusiva de Jesús y lo convierten en un arma cultural, como si defender la fe fuera equivalente a defender su propia agenda ideológica. Se proyectan como cruzados modernos, convencidos de que proteger el Evangelio es lo mismo que proteger sus posiciones. Es un Jesús “militante”: útil, pero distorsionado.
Ambos movimientos —la neutralización y la apropiación— comparten un mismo error epistemológico y espiritual: buscan que Jesús legitime una agenda previa. Pero la encarnación no respalda ideologías: las desborda. No se alinea con progresistas ni con conservadores: confronta a ambos. Y no permite convertir el discurso religioso en munición retórica sin degradarlo en el proceso.
Conviene hacer una aclaración necesaria: no se trata de expulsar el Evangelio de la conversación pública. De él brotan implicaciones éticas profundas, con consecuencias humanas y sociales que interpelan por igual a todos. La dignidad de la persona, el bien común, la opción preferencial por los pobres, la solidaridad, la subsidiariedad, la justicia, la paz y el cuidado de la creación no pertenecen a la derecha ni a la izquierda; pertenecen al Reino.
Pero una cosa es dejarse iluminar por el Evangelio, y otra muy distinta pretender domesticarlo para que respalde nuestras posiciones. La Navidad, con su sobriedad y su lenguaje de humanidad concreta, nos recuerda precisamente eso: que Jesús no es un argumento, sino una persona; que su palabra no es un arma, sino un llamado; que su presencia no respalda trincheras, sino que las relativiza.
En el país se habla mucho de unidad —es la consigna de moda—, pero esa unidad es inviable mientras Cristo, el único capaz de sostenerla, sea reducido a una pieza más dentro de un tablero que solo pretende ganancias. Quizá ahí radique la mejor contribución que la Navidad puede hacer a la conversación pública en plena campaña: recordarnos que la fe no es un instrumento de persuasión, sino una verdad que interpela a todos por igual.
La Conferencia Episcopal de Costa Rica difundió un nuevo documento dirigido al clero en el marco del proceso electoral 2025-2026. Se trata del Vademécum sobre la prudencia pastoral y la participación política del clero en Costa Rica, elaborado por el presbítero Glenm Gómez Álvarez y presentado oficialmente por el obispo de Limón y presidente de la Conferencia Episcopal, Javier Román Arias. El texto ofrece criterios para fortalecer la labor pastoral sin caer en prácticas que puedan interpretarse como proselitistas, y se convierte en un aporte de la Iglesia Católica para el momento político que vive el país.
La presentación del obispo: acompañar sin confundir lo pastoral con lo político
En la sección inicial, Monseñor Javier Román explica que el documento se entrega al clero como una guía necesaria para ejercer el ministerio en un contexto político “complejo y dinámico”. Señala que no se trata de imponer limitaciones, sino de ofrecer orientaciones que ayuden a formar conciencias, de modo que los fieles actúen desde criterios éticos y orientados al bien común.
El obispo insiste en que la misión del sacerdote es guiar espiritualmente, no apoyar partidos ni candidaturas. El desafío, afirma, consiste en mantener una presencia pública acorde al Evangelio, con voz profética, pero sin militancia partidaria, respetando la legislación vigente y fortaleciendo al mismo tiempo el compromiso ético y ciudadano de la comunidad creyente.
Síntesis del documento de presentación del autor: una reflexión pastoral frente al desafío democrático
En su presentación, el presbítero Glenm Gómez Álvarez explica que el vademécum es una herramienta para comprender las implicaciones pastorales, éticas y legales de la participación clerical en la vida pública, sin confundir los distintos ámbitos.
El autor subraya que la Iglesia tiene un compromiso histórico con la justicia social y recuerda figuras como Monseñor Víctor Manuel Sanabria, cuyo liderazgo influyó en la construcción del Estado Social de Derecho costarricense. Esta tradición —indica— muestra que la Iglesia puede tener presencia pública sin participar en luchas partidarias.
El texto invita al clero a ejercer una presencia “profética, no proselitista; orientadora, no militante; servicial, no impositiva”, y a acompañar a las comunidades con responsabilidad, prudencia y fidelidad evangélica.
Esquema explicativo y resumido del contenido del vademécum
A continuación, se presenta una síntesis de los capítulos y secciones contenidos en la tercera parte del documento:
1. Introducción: contexto constitucional y religioso
Explica el origen del artículo 28 de la Constitución y su intención histórica ligada a un contexto anticlerical del siglo XIX.
Señala que la Costa Rica actual es plural en lo religioso, lo que genera tensiones en la aplicación del artículo, pues el clero católico mantiene restricciones que otros líderes religiosos no tienen.
2. Texto constitucional y su interpretación
El artículo 28 garantiza libertad de expresión, pero prohíbe propaganda política basada en motivos religiosos.
Esta prohibición aplica tanto a clérigos como a seglares.
Se explica cómo actúa el Tribunal Supremo de Elecciones en casos de denuncias.
3. Lectura crítica del artículo 28
Analiza la dificultad de distinguir entre una orientación ética legítima y un acto proselitista.
Aclara que la norma no prohíbe la expresión religiosa, sino su uso político.
4. Favoritismo o asimetría práctica
Reflexiona sobre la desigualdad entre sacerdotes católicos y pastores evangélicos, quienes sí participan abiertamente en política.
Plantea la pregunta sobre si existe verdadera igualdad de condiciones democráticas.
5. Marco canónico y magisterial
Expone los cánones que prohíben al clero ocupar cargos públicos o participar en partidos.
Reafirma que la acción política corresponde principalmente a los laicos.
Enfatiza la misión universal del sacerdote como pastor de todos.
6. Fundamentos bíblicos y teológicos
Presenta la visión profética de la fe y el compromiso social inspirado en Isaías y en el ejemplo de Jesús.
Afirma que la voz de la Iglesia tiene implicaciones sociales, pero no debe confundirse con acción partidista.
7. Doctrina Social de la Iglesia y formación de la conciencia
La política se entiende como forma de caridad social.
La Iglesia defiende una participación laical activa y madura.
El clero debe ayudar a formar conciencias, no a orientar votos.
8. Pautas pastorales en tiempos electorales
Neutralidad respecto a candidatos y partidos.
Promoción del voto informado, oración por la patria y discernimiento ético.
Consultar al obispo antes de pronunciamientos públicos sobre temas sensibles.
9. Orientaciones sobre predicación y formación
La homilía debe basarse en la Palabra de Dios.
Evitar referencias partidarias explícitas o implícitas.
Promover principios éticos generales vinculados al Evangelio.
10. Redes sociales y comunicación
Se pide extremar la prudencia en los “Me gusta”, comentarios o compartidos.
Se recomienda mantener los perfiles institucionales centrados en la misión pastoral.
Cada acción digital se entiende como testimonio público.
11. Casos pastorales frecuentes
Incluye lineamientos ante:
presencia de candidatos en misas,
solicitudes de bendición de sedes políticas,
invitaciones a actos públicos,
intenciones de misa con contenido político,
uso del templo para actividades partidistas.
12. Criterios editoriales en medios eclesiales
Fidelidad a la misión evangelizadora.
No difundir contenido que pueda interpretarse como partidista.
Discernimiento editorial constante.
13. Pauta político-partidaria
Se recomienda no aceptar publicidad política en medios eclesiales.
Cuidar la credibilidad institucional y evitar cualquier forma de instrumentalización.
14. Conclusión
El documento no cierra debates, sino que invita al discernimiento prudente.
La prudencia pastoral se presenta como vía para custodiar la comunión eclesial y servir a la democracia.
La Iglesia espera un marco jurídico más equilibrado en el futuro, que distinga proselitismo de presencia profética.
La Universidad de Costa Rica publicó un estudio titulado “Autopercepciones sobre libertad de expresión y desigualdades”, y sus resultados inquietan: más de la mitad de las personas siente que hoy hay censura o límites para hablar, y casi la mitad admite que ha preferido callar en redes por miedo a las consecuencias.
En el último caso, lo verdaderamente revelador no es el miedo. Es lo que lo provoca. La conversación pública —ese espacio donde la ciudadanía piensa en voz alta expresa desacuerdos, comparte preocupaciones y discute lo que afecta a la vida común— dejó de ser “conversación”. Opinar equivale a exponerse a un linchamiento exprés: burlas, etiquetas y la presión inmediata de tomar partido. Apenas formulamos una idea y ya alguien está listo para descalificar sin más. Ese ambiente no solo inhibe; también expulsa a quienes tienen criterio y no están dispuestos a malgastar sus fuerzas en peleas que se reducen a un pantano emocional.
Por eso me atrevo a decir que la autocensura, a veces, no es cobardía. Es una forma discreta —y perfectamente legítima— de protesta. Un modo de marcar distancia cuando el ambiente se volvió tóxico. No es rendirse; es decir “hasta aquí” sin necesidad de montar un drama.
En este sentido, el silencio puede, también, ser una forma de autocuidado: negarse a un desgaste inútil y reservar la palabra para quienes realmente sepan respetarla. Porque, seamos francos, mientras la discusión siga reducida a empujones, zancadillas y bofetadas dialécticas, muchos optarán por callar… no por temor, sino por dignidad. Es el límite que uno traza cuando el entorno dejó de permitir un intercambio decente. Y ahí conviene recordar una frase sencilla del papa Francisco: “Nada se gana con la violencia y tanto se pierde.” Tu furia no me arrastra; la calma es mi poder.
Este matiz es crucial. La autocensura que hoy observamos tiene un componente moral. Es un “no gracias” frente a la brutalidad del intercambio público. No es timidez: es salud emocional. No es silencio impuesto: es silencio elegido. Y en esa elección hay un reclamo implícito hacia quienes han vaciado los espacios de diálogo y los han convertido en arenas donde lo importante no es pensar, sino doblegar.
Por eso es posible entender la autocensura como un acto de resistencia. Ese silencio selectivo revela que todavía hay quienes saben que conversar es un acto profundamente humano, que exige respeto, escucha y un mínimo de sensatez compartida.
Paradójicamente, ese silencio termina diciendo más que mil publicaciones. Dice: “Así no”. Dice: “La conversación merece algo mejor”. Y ese decir, aunque parezca modesto, mantiene viva la esperanza de un espacio público más digno.
Entiendo que cada silencio deja más cancha libre a quienes imponen su hegemonía a gritos. Pero también sé que la energía personal es un bien finito. Prefiero dedicarla a espacios más dignos, donde aún sea posible pensar, construir y escuchar. Lo otro sería desperdiciarla.
Por eso me atrevo a afirmar que, en ciertos contextos, la autocensura no apaga la libertad de expresión; más bien la resguarda del ambiente que la degrada. A veces callar no es renunciar: es ejercer la forma más adulta de cordura.