Ir al contenido principal

Etiqueta: Mauricio Ramírez Núñez

Sin pan y sin alma: la guerra del neoliberalismo progre contra los de abajo

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Mauricio Ramírez

La clase trabajadora y media en Occidente sufre hoy un doble castigo que no solo deteriora sus condiciones materiales, sino que desintegra su equilibrio espiritual y mental. No es casual que sociólogos como Oliver Nachtwey hablen de sociedades del descenso para describir una época en la que el futuro ya no promete ascenso ni mejora, sino degradación constante. Esta crisis no surge del vacío: es producto de una convergencia perversa entre el neoliberalismo económico y el progresismo cultural hegemónico. Aunque se presentan como fuerzas antagónicas, en la práctica actúan en equipo, imponiendo sobre las mayorías populares una doble condena: explotación económica por un lado, y desarraigo cultural e identitario por el otro.

Para nadie es un secreto que el neoliberalismo ha generado décadas de precarización, destrucción ambiental, desempleo disfrazado de emprendimiento, debilitamiento de sindicatos, recortes al Estado social y concentración obscena de la riqueza. Para millones de trabajadores, la vida se ha reducido a sobrevivir. Ya no se lucha por vivir mejor, sino por no hundirse más. Las condiciones materiales se erosionan y el ascenso social es cada vez más un espejismo.

Pero a este castigo económico se le suma uno cultural (espiritual): el progresismo dominante, desde sus posiciones de poder simbólico e institucional, impone un modelo identitario y moral que desarraiga a la clase trabajadora de sus raíces culturales, espirituales y comunitarias. En nombre de una supuesta liberación individual, se promueve un discurso que margina las formas tradicionales de vida, ridiculiza los valores religiosos y comunitarios, y despoja a las clases populares de su sentido de pertenencia. Se les exige adaptarse a códigos culturales ajenos (que vienen curiosamente de aquellos centros de poder neoliberales), hablar un lenguaje que no es el suyo y aceptar una moral que no nace de su experiencia de vida. Nada más ajeno al espíritu original del marxismo, que nunca separó la lucha material de las realidades culturales del pueblo.

El resultado es devastador: crisis de identidad, depresión colectiva, fragmentación de comunidades, colapso espiritual. Estas clases ya no solo sienten que han perdido el control sobre su presente económico, sino también sobre el relato de quiénes son. Se enfrentan al vacío existencial de quien no puede reconocerse en el espejo de la cultura dominante. ¿Entonces? Esta ruptura entre la vida material y la vida simbólica, entre el cuerpo explotado y el alma desarraigada, explica en parte el desapego de estas clases hacia la política institucional (tradicional) y, al mismo tiempo, su creciente atracción por discursos populistas o extremistas que al menos les hablan en un idioma comprensible y les devuelven una (falsa) ilusión de identidad.

Este fenómeno no es accidental. Tanto el neoliberalismo como el progresismo cultural, que de izquierdas realmente tiene poco, comparten un desprecio estructural por lo comunitario, por lo espiritual, por las tradiciones populares. Ambos promueven una radical individualización: el primero convierte al ciudadano en consumidor precarizado; el segundo en sujeto identitario aislado, obligado a reinventarse constantemente según los dictados de una cultura de élite cosmopolita “moderna”. En ambos casos, lo que se rompe es la posibilidad de una vida común, de una historia compartida, de una lucha colectiva.

La identidad espiritual, tan presente en las comunidades trabajadoras y populares, ha sido una fuente histórica de resistencia, de dignidad, de sentido. No es un simple conjunto de creencias privadas: es el lazo que une, el refugio que sostiene, la memoria que guía. Destruir esa identidad es debilitar su capacidad de lucha, reducirlas a individuos desconectados, agotados y fácilmente manipulables. ¡Creo que dimos en el blanco!

Denunciar este doble castigo no es un gesto retórico, es una necesidad política. La clase trabajadora y media no solo necesita pan y techo: necesita también ser reconocida, valorada en su cultura, y fortalecida en su identidad espiritual. Sin raíces, ningún árbol resiste la tormenta; y hoy, millones son arrancados de su suelo simbólico por vientos ideológicos que los debilitan más que la propia miseria material. Ante un sistema que los exprime económicamente y los vacía espiritualmente, urge construir una alternativa que articule justicia social con respeto profundo por la cultura popular y su dimensión espiritual. No hablamos de nostalgia, sino de resistencia. No de pasado, sino de presente y futuro.

Solo recuperando su centro (material, simbólico y espiritual) las clases trabajadoras de occidente podrán romper el cerco que las asfixia. Sin esa reconexión espiritual profunda, no habrá cambio posible. Y sin ellas, no habrá transformación real ni futuro digno para nuestros pueblos.

La globalización y la izquierda perdida: El giro inesperado de la rebeldía

Mauricio Ramírez

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Durante gran parte del siglo XX, el internacionalismo fue uno de los ideales más nobles del pensamiento marxista. La utopía de una humanidad obrera solidaria, sin fronteras ni explotadores, luchando por la emancipación común, inspiró revoluciones, guerrillas, movimientos sociales y sindicales en todo el mundo. Sin embargo, la historia tiene sus ironías brutales: fue el capitalismo quien logró materializar un tipo de “internacionalismo”, pero completamente desvirtuado de su espíritu original. No unió a los trabajadores del mundo; unió al capital.

Este proceso, que tomó fuerza con el avance neoliberal en los años ochenta y noventa, fue bautizado como globalización. En su núcleo no había una humanidad compartida, sino una élite desarraigada que fluía sin obstáculos por el mundo: sin nación, sin dios, sin comunidad, sin límites. El capital se hizo verdaderamente libre, mientras los trabajadores se quedaron más atados que nunca. Para las élites globalistas, la patria dejó de tener sentido; para los trabajadores del mundo, la patria fue lo único que les quedó.

La globalización cosmopolita impuso un modelo cultural y económico único que se identificó con un orden mundial unipolar dirigido desde Washington y Londres. Lo hizo con un lenguaje seductor: “libertad”, “diversidad”, “progreso”. Pero esa libertad no era para todos. Era la libertad del capital para devorar el mundo, no la del obrero, el campesino e incluso la misma clase media, para conservar su dignidad. El liberalismo anglosajón, con su idea absolutista del individuo como entidad soberana, desgajada de toda comunidad, tradición o vínculo, se volvió dominante. Así, el individualismo no sólo reemplazó a la clase como sujeto político, sino que también vació de contenido a la nación, a la cultura y hasta a la espiritualidad.

Lo que Zygmunt Bauman llamó las consecuencias humanas de la globalización no fue más que el rastro de ruina y desarraigo que dejó ese nuevo (des)orden. Franz Hinkelammert, con mayor profundidad, denunció cómo ese huracán neoliberal se presentaba como progreso mientras aniquilaba toda resistencia real: familia, comunidad, religión, patria, incluso la propia realidad. El capitalismo no busca sólo dominar, sino disimular, desviar, negar.

En ese contexto, la izquierda se perdió. Se enamoró de los cantos de sirena del progresismo posmoderno, creyendo que abolir las fronteras, las naciones y los vínculos tradicionales era un gesto revolucionario. Abrazó un discurso anti-identitario que, en lugar de confrontar al capital, lo liberó de los pocos límites que aún tenía. En su afán de parecer moderna y correcta, la izquierda dejó de hablarle al pueblo real: el que trabaja, el que cree, el que pertenece.

Trató a ese pueblo como ignorante, retrógrado, discriminador. Le dio la espalda justo cuando más lo necesitaba. Y entonces ocurrió lo impensado: la rebeldía viró hacia la derecha. No hacia la derecha liberal del libre mercado, sino hacia una derecha conservadora, populista, incluso radical en algunos casos, que supo leer el malestar de los pueblos y apropiarse del relato de la defensa del arraigo, de la soberanía, de la identidad.

Una derecha que, paradójicamente, se ha comportado en muchos casos de forma más “marxista”, en el sentido de comprender la lucha de clases y oponerse al poder global del capital, que los autoproclamados marxistas del presente. Esta derecha, aunque llena de contradicciones internas (pues algunas de estas derechas siguen siendo fanáticas del mercado en lo económico y liberales en lo social), las hace hoy más cercanas a las masas que cualquier izquierda académica, elitista y desarraigada.

Esta es la gran paradoja de nuestra era: el capitalismo global hizo de la izquierda su aliada cultural, mientras la derecha recogió el hartazgo de los de abajo. Así, el espacio de la resistencia cambió de lugar. Pero este nuevo bloque conservador no ofrece un proyecto alternativo real: su retorno a la tradición muchas veces es superficial, y su crítica al capital no es estructural, como muchos deseáramos.

Por eso, si desde los pueblos se quiere disputar en serio el poder a esta derecha en ascenso, no se puede volver a la lógica liberal que ha dominado la izquierda posmoderna. No se puede seguir absolutizando al individuo por encima de la sociedad, negando los vínculos colectivos, las raíces culturales, las tradiciones, las espiritualidades, la nación. Esa lógica liberal-individualista es la verdadera aliada del capital global.

La verdadera emancipación y la construcción de un futuro justo no pueden construirse sin identidad, sin comunidad, sin soberanía, ni sin un profundo sentido de pertenencia que devuelva a los pueblos su lugar central en la historia. Sobre estos pilares se asienta la apuesta por un mundo multipolar, en el plano de las relaciones internacionales y el nuevo orden global. La disputa que se avecina ya no será entre izquierda y derecha, entre progresistas y conservadores, sino entre quienes defienden la vida con dignidad desde abajo, enraizados en sus pueblos, y quienes la convierten en mercancía, negociándola desde arriba en los fríos altares del mercado sin alma.

China y la vigencia del marxismo en la nueva era: una reflexión a la luz de Lenin

Mauricio Ramírez

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

En su análisis del imperialismo como fase superior del capitalismo, Lenin afirmaba con contundencia: “si el capitalismo hubiese podido desarrollar la agricultura…y elevar el nivel de vida de las masas…sin duda no hablaríamos de un excedente de capital. Pero si el capitalismo hubiese hecho esas cosas no sería capitalismo”. Esto lo argumentaba a inicios del siglo pasado, cuando a pesar de los avances técnicos y demás, las necesidades y calamidades soportadas por grandes mayorías en las sociedades industriales generaban contradicciones inaceptables. Con ello, Lenin señalaba la contradicción estructural del capitalismo: su incapacidad sistémica para colocar el bienestar de las masas por encima de la lógica de acumulación del capital.

A la luz de esta afirmación, resulta insostenible el argumento, común en ciertos sectores occidentales, de que el modelo chino actual representa simplemente una forma de “capitalismo de Estado”. El desarrollo alcanzado por China en las últimas décadas, confirmado recientemente por el Informe sobre Desarrollo Humano 2023/2024 del PNUD, muestra un avance que no puede explicarse bajo las lógicas capitalistas tradicionales. Con un Índice de Desarrollo Humano (IDH) que ha pasado de 0,499 en 1990 a 0,788 en 2022, y con más de 770 millones de personas sacadas de la pobreza, China es hoy el único país que ha escalado del grupo de desarrollo humano bajo al alto desde la creación de este indicador.

Este ascenso no responde a una expansión del capital para beneficio de una minoría, como el típico estilo neoliberal de occidente en el que directa o indirectamente convergieron los partidos políticos, tras el falaz “fin de la historia”. Por el contrario, ha estado impulsado por una estrategia de desarrollo centrada en el pueblo, dirigida por el Partido Comunista de China (PCCh). Las reformas estructurales, guiadas por el principio de “cruzar el río tocando las piedras”, propuesto por Deng Xiaoping, han permitido utilizar herramientas del mercado como medio y no como fin, siempre subordinadas al objetivo superior de mejorar la vida de las mayorías, o sea, del socialismo desde la perspectiva china.

Esto no es capitalismo, porque no responde a su lógica esencial. Como bien explicó Lenin, el capitalismo necesita mantener la pobreza (material y/o espiritual) de las masas como condición de su existencia. En cambio, en China, se han construido los sistemas de salud, educación y seguridad social más grandes del mundo, se ha expandido una clase media de más de 400 millones de personas, y se ha eliminado la pobreza absoluta. A diferencia del capitalismo salvaje, donde el excedente se reinvierte para generar más ganancias privadas y socializar las pérdidas, el excedente en China se ha dirigido a mejorar las condiciones de vida del pueblo y a promover el desarrollo de zonas históricamente marginadas. Estos son hechos irrefutables.

Además, este modelo no solo responde al marxismo-leninismo como doctrina política, sino que integra profundamente las tradiciones filosóficas chinas, como el confucianismo, el taoísmo y el legado civilizatorio de más de 5.000 años, que colocan el orden, la armonía social, el bienestar colectivo y el equilibrio con la naturaleza como objetivos fundamentales. Esta sinergia entre ideología y cultura dota al proyecto chino de una fuerza interna que le permite innovar sin desviarse de su rumbo socialista, algo realmente ejemplar tanto para las izquierdas como derechas occidentales.

El presidente Xi Jinping ha sido claro al afirmar que China no busca solo su propia revitalización, sino también el desarrollo común con otros pueblos del mundo, proponiendo la construcción de una comunidad de futuro compartido para la humanidad. Esta visión se aleja radicalmente del nacionalismo burgués o de la expansión capitalista, y se orienta hacia una lógica civilizatoria post-capitalista. Prueba de ello es su Iniciativa para la Civilización Global, una propuesta para promover una mejor comprensión y amistad entre pueblos.

Cuando se observan los logros en bienestar social, en reducción de desigualdades, en desarrollo tecnológico al servicio del pueblo y en liderazgo global solidario basado en el respeto mutuo y herramientas como la cooperación internacional, queda claro que el modelo chino de socialismo con peculiaridades propias no es una desviación del marxismo, sino una de sus expresiones más avanzadas, concretadas históricamente a través de una praxis política que ha sabido adaptar los principios fundamentales a las condiciones reales del país. Como lo anticipó Lenin, si el sistema mejora la vida de las masas de forma sostenida, entonces no es capitalismo.

Los Cuatro Brotes y las Raíces Confucianas del socialismo con peculiaridades chinas

Mauricio Ramírez Núñez

Mauricio Ramírez

Basado en el pensamiento de Confucio, el filósofo Mencio formuló una visión profundamente humanista de la naturaleza humana. Este fue uno de los más influyentes discípulos de la tradición confuciana posterior a Confucio. Vivió en el siglo IV a. C. durante la dinastía Zhou, y se encargó de sistematizar, desarrollar y difundir las enseñanzas del Maestro, convirtiéndose en una figura clave para su transmisión y consolidación. A diferencia de otros pensadores de su tiempo, Mencio defendió con fuerza la idea de que la naturaleza humana es inherentemente buena, lo que marcó una evolución en la filosofía confuciana original.

Sostenía que todos los seres humanos nacen con una inclinación natural hacia el bien, visible a través de lo que llamó los Cuatro Brotes: compasión, sentido de vergüenza moral, deferencia respetuosa y juicio moral. Estos brotes representan las raíces de las principales virtudes: benevolencia, rectitud, ritual y sabiduría, respectivamente.

Aunque este pensamiento nació hace más de dos milenios, sus ecos resuenan poderosamente en la narrativa política contemporánea de China, especialmente bajo el liderazgo del presidente Xi Jinping y el proyecto del socialismo con peculiaridades chinas para la nueva era. En el contexto del objetivo de construir una sociedad modestamente acomodada, estos principios han sido traducidos en políticas sociales, éticas y geoestratégicas que articulan una visión de desarrollo con raíces profundamente culturales que rescatan la tradición frente a la homogeneización del mundo moderno.

El primer brote, la compasión, es para Mencio la raíz de la benevolencia. En el siglo XXI, este principio ha sido traducido en políticas públicas concretas, como el programa de las Tres Garantías (vivienda segura, atención médica y educación) y las Dos Seguridades (alimentación y vestido), pilares de una ambiciosa campaña nacional para erradicar la pobreza. Esta visión ética, heredera del pensamiento confuciano, alcanzó un hito histórico cuando en 2021 el presidente Xi anunció que más de 770 millones de chinos habían sido sacados de la pobreza y que el país había logrado erradicar la pobreza extrema, un logro sin precedentes en la historia del desarrollo humano.

Cinco métodos fundamentales —el desarrollo industrial, la reubicación de comunidades, la compensación ecológica, la educación gratuita y la asistencia social— fueron puestos en marcha para garantizar el bienestar material del pueblo, partiendo del principio de que el ser humano merece vivir con dignidad. Particular énfasis se puso en las minorías étnicas y las mujeres, integrando así la compasión confuciana a una visión inclusiva de desarrollo que compagina a cabalidad con la visión científica del marxismo por la que se rige también el Partido Comunista Chino. Este esfuerzo estatal es una manifestación moderna del ideal confuciano de un gobierno virtuoso que cultiva la benevolencia a través del servicio al pueblo.

El segundo brote, la vergüenza moral, es la base de la virtud de la rectitud, que implica rechazar las conductas indignas y actuar con integridad. Esta raíz ética es claramente visible en la prolongada y profunda campaña anticorrupción liderada por Xi Jinping desde 2012. A lo largo de la última década, se han investigado y sancionado a cientos de miles de funcionarios, incluyendo figuras de alto rango. En 2024, 58 altos cargos fueron investigados, y más de 433.000 funcionarios de base fueron sancionados.

Este combate no solo busca limpiar el aparato estatal, sino también restaurar la moral pública y la confianza del pueblo en su gobierno, en un acto de revolución permanente, como el mismo presidente lo ha dicho, reafirmando que la administración pública debe estar guiada por estándares éticos y no por intereses personales o de mercado disfrazados de legalidad. Es importante comprender este brote no como una especie de castigo social, sino como un mecanismo moral interior que busca restaurar el equilibrio entre el deber y el deseo.

En el tercer brote nos encontramos la deferencia respetuosa, la cual constituye la raíz de los rituales sociales, entendidos no como ceremonias vacías, sino como estructuras de respeto que permiten la armonía entre los seres humanos y entre los pueblos. En la China contemporánea, este principio se refleja en la promoción de la armonía doméstica y en la construcción de relaciones internacionales basadas en la cooperación y la reciprocidad.

La propuesta del presidente Xi de construir una comunidad de destino compartido para la humanidad, junto con sus cinco grandes iniciativas globales —la Franja y la Ruta, la Iniciativa para el Desarrollo Global, la Iniciativa para la Seguridad Global, la Iniciativa para la Civilización Global y la propuesta sobre la Gobernanza de la Inteligencia Artificial—, expresa una voluntad de diálogo estructurado, ético y multipolar con el mundo. Estas iniciativas proyectan una diplomacia estratégica que evita la confrontación y promueve el entendimiento mutuo, rescatando además la antigua visión de Tianxia (todo bajo el cielo), según la cual el orden global debe emanar de la armonía, la justicia y la coexistencia pacífica entre las naciones.

Por último, tenemos el brote del juicio moral, el cual es la raíz de la sabiduría, que en el pensamiento de Confucio y su discípulo Mencio es indispensable para el buen gobierno. Esta idea se ha transformado en la noción moderna de gobernanza científica y ética, guiada por el pensamiento de Xi Jinping sobre el socialismo con peculiaridades chinas para la nueva era.

En el ámbito de la investigación y la tecnología, el gobierno chino ha puesto énfasis en que la innovación debe ser responsable y guiada por valores éticos sólidos. La ética científica y tecnológica no es solo una guía profesional, sino un principio político que garantiza que los avances sirvan al bien común y no se desvíen hacia fines perjudiciales. En este contexto, el liderazgo político se construye como un proyecto moral y sapiencial, en el que el Partido Comunista se concibe como la encarnación de un juicio colectivo orientado al bienestar del pueblo.

Lejos de ser considerado como historia del pensamiento tradicional chino, el pensamiento de Mencio ha sido reinterpretado y revitalizado en la China comunista del siglo XXI como base cultural profunda del modelo socialista con peculiaridades chinas. Los cuatro brotes se han convertido en fundamentos éticos que guían no solo el comportamiento individual, sino también el diseño de políticas públicas y la proyección internacional del país.

Así, China no solo busca el desarrollo económico, sino también una civilización basada en la armonía, la virtud y la justicia, fusionando sus tradiciones filosóficas con los desafíos del presente. La sabiduría milenaria de Confucio y Mencio sigue viva, no como simple herencia, sino como instrumento activo de transformación política y social.

Trump, crisis hegemónica y multipolaridad

Mauricio Ramírez

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

La política internacional está atravesando una transformación sin precedentes: la transición hacia un mundo multipolar. Durante varias décadas, el sistema internacional ha girado en torno a una hegemonía occidental que imponía su versión del multilateralismo, un orden basado en reglas, pero en realidad diseñado para perpetuar su supremacía en todos los campos.

Sin embargo, ese modelo muestra signos irreversibles de desgaste, erosionado por el renacer de varias potencias, la reconfiguración de alianzas estratégicas y la creciente resistencia de diversos actores a la imposición de un orden unilateral global. En esta transición llena de turbulencias, Europa reacciona como bloque frente a EE. UU. y su guerra arancelaria, Asia responde de manera coordinada, África desempeña un papel distinto al de décadas pasadas y los BRICS emergen como el verdadero motor de un multilateralismo real, no subordinado a un solo poder. Es así como se está configurando una estructura más realista donde las posibilidades de romper la vieja hegemonía son más tangibles que nunca.

Bajo las administraciones demócratas globalistas y liberales, EE. UU. proyectaba su influencia bajo la fachada del consenso, la defensa de la democracia y la promoción de los derechos humanos, asegurando que las instituciones internacionales sirvieran a sus intereses sin aparentar imposición directa. Este fue el soft power que muchos hoy añoran, demostrando una alarmante falta de imaginación y profundidad analítica, como si la única alternativa a la prepotencia de Trump fuera el retorno a una hegemonía disfrazada de benevolencia.

Sin embargo, con Donald Trump en la Casa Blanca, las reglas del juego cambiaron, evidenciando la crisis a la que ese modelo ha llevado a su propio país. Consciente de esta realidad, la política de «América Primero» no solo profundizó el aislamiento de EE. UU., sino que también desaceleró el dinamismo económico global, al priorizar una agenda proteccionista con una política arancelaria nunca vista en la historia reciente, y enfocarse en resolver los problemas internos, antes que en sostener el clásico liderazgo internacional de Washington.

El historiador francés Emmanuel Todd describe a EE. UU. en su último libro titulado La Derrota de Occidente, como un “Estado posimperial”, es decir, una potencia que aún se aferra a su antigua gloria, pero que ya no puede ni va a poder sostener por mucho tiempo más su dominio. La crisis que enfrenta EE. UU. no es solo externa, sino también interna, afirma Todd. Mientras intenta proyectar poder a nivel global imponiendo aranceles a todos, el país se desgarra desde adentro con una fractura política y social irreconciliable. Los valores de los dos bandos políticos son diametralmente opuestos, hasta el punto de que ya no hay un espacio de consenso nacional y el mismo Trump coquetea con la idea de un tercer mandato.

La paradoja de Trump es que, a pesar de su retórica nacionalista, su política ha contribuido involuntariamente a abrir espacios para que otros países y regiones, incluida América Latina, busquen nuevas alianzas fuera de la órbita de Washington. Aunque Trump promovió una agenda de «América Primero» con la intención de reforzar la hegemonía estadounidense y reducir la dependencia de otros países, sus políticas proteccionistas, su distanciamiento de aliados tradicionales y su enfoque transaccional en la diplomacia están debilitando la influencia de ese país y fomentando un mundo más multipolar. En lugar de consolidar su liderazgo como antes, su postura impulsa a muchas naciones a diversificar sus relaciones internacionales, fortaleciendo bloques como los BRICS y acercándose a potencias emergentes como China, India y Rusia.

Ante esta transformación, el liberalismo globalista occidental se ha quedado atrapado en su propio laberinto conceptual. En lugar de ver la multipolaridad como una oportunidad para corregir las fallas del viejo orden, la interpretan como una amenaza o incluso como el preludio de una nueva forma de autoritarismo. Nada más alejado de la realidad. Su ceguera epistemológica les impide ver más allá de sus propios dogmas, llevándolos a aferrarse a un EE. UU. en decadencia, que, incluso bajo administraciones demócratas, libraba guerras y derrocaba gobiernos legítimos en nombre de la libertad. Prefieren la ilusión de un orden hegemónico disfrazado de benevolencia, aun cuando ello signifique perpetuar su propia subordinación, en lugar de adaptarse a una nueva realidad donde el poder ya no tiene un solo centro.

Esta actitud no solo es un error estratégico, sino también una manifestación explícita de lo que en psicoanálisis se conoce como un complejo de Edipo no resuelto o una identificación con el agresor. Durante décadas, el mundo ha sido condicionado a depender de EE. UU. y Europa occidental como las únicas fuentes de legitimidad y orden. Ahora, ante su declive, muchos reaccionan con miedo, rechazando alternativas y aferrándose a un sistema que los ha mantenido subordinados.

¿De verdad creen que hemos llegado al “fin de la historia” y que cualquier otro orden mundial sería peor que este? ¿No se supone que somos optimistas y que creemos en la posibilidad de un futuro mejor? La ironía es evidente: quienes se autoproclaman defensores del progreso y la innovación son los mismos que hoy temen el cambio y se resisten a imaginar un mundo donde no solo uno mande.

El mundo multipolar no será un proceso ordenado ni libre de turbulencias. La transición conlleva costos, especialmente para aquellos países más dependientes de la esfera occidental. Sin embargo, esta reconfiguración es inevitable y necesaria. El monopolio del poder global por parte de EE.UU. no solo ha sido injusto, sino que también ha limitado el desarrollo de otras naciones. En este nuevo escenario, los países que se adapten y busquen diversificar sus relaciones internacionales tendrán mejores oportunidades de crecimiento. América Latina, por ejemplo, puede fortalecer sus lazos con Asia, África y los BRICS.

Si lo analizamos a fondo, Trump no está haciendo nada que EE. UU. no haya hecho siempre; la diferencia es que, al no poder imponer su voluntad mediante el soft power porque ya hay otros países que defienden sus intereses de manera soberana, ahora recurre a la vía dura: proteccionismo, sanciones y confrontación directa. Su objetivo sigue siendo el mismo de siempre: mantener su dominio y dictar las reglas del juego. Lo que Washington se niega a aceptar es que ya no es el imperio que alguna vez fue y que el mundo ha cambiado de manera irreversible.

Paradójicamente, la postura de Trump nos ofrece una oportunidad. Al despojar a EE. UU. de su máscara de hegemonía benevolente, nos obliga a reconocer la realidad y a pensar con mayor astucia en una nueva arquitectura de las relaciones internacionales. En lugar de lamentar el colapso del viejo orden, es momento de diseñar uno nuevo, basado en el equilibrio de poder y la cooperación sin imposiciones.

La multipolaridad no es una amenaza, sino una realidad que ofrece nuevas posibilidades. El problema es que aquellos que han sido moldeados por la hegemonía estadounidense aún no logran imaginar un mundo donde EE. UU. no sea el centro. Pero ese mundo ya está aquí, y lo único que queda por decidir es quién sabrá aprovecharlo y quién seguirá atrapado en una nostalgia imperial anacrónica.

Frente a esta realidad, la comunidad internacional debe abandonar la reacción superficial y apostar por una comprensión estratégica de estos cambios. En lugar de lamentar el fin de una globalización idealizada, es necesario replantear los términos de la integración económica, fortalecer mecanismos de cooperación autónomos y diversificar las relaciones comerciales. Solo así los Estados podrán navegar en este nuevo escenario con mayor independencia, sin quedar atrapados en las tensiones de una potencia que lucha por redefinir su rol en el mundo.

Demofobia y crisis política en Costa Rica

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Mauricio Ramírez

La demofobia, o el miedo al pueblo, no es un fenómeno reciente en la política costarricense ni en Occidente. Su origen se remonta a finales de los años 80 y se consolidó en los 90, cuando la clase política tradicional abandonó al pueblo como sujeto central del quehacer político. La caída del bloque socialista y el fin de la Unión Soviética convencieron a las élites triunfantes de que ya no necesitaban la participación real de la ciudadanía para gobernar porque no tenían competencia ideológica que amenazara con llevarse el beneplácito popular. En su lugar, bastaba con mantener un cascarón democrático vacío: rituales electorales cada cuatro años que legitimaran el ejercicio del poder sin alterar sus intereses. Como el gatopardo de Lampedusa: cambios para que nada cambie.

Costa Rica no fue la excepción. Un episodio emblemático ocurrió en el año 2000, cuando la Asamblea Legislativa discutía el Combo del ICE, un paquete de reformas para privatizar el sector eléctrico y de telecomunicaciones. En ese contexto, una diputada de un reconocido partido político dejó en evidencia su desprecio por la voluntad popular al declarar: “Las masas nunca…no siempre tienen la razón…las masas han cometido desastres en la historia de la humanidad, es la gente pensante, la gente informada la que sabe hacer los verdaderos cambios». Con ese argumento, justificaba una supuesta superioridad intelectual y hasta moral para ignorar el clamor ciudadano que, en su mayoría, rechazaba el proyecto. Aquí está retratado un momento histórico clave de divorcio entre clase política y pueblo costarricense.

Lo que la señora diputada omitió, es que los grandes desastres a los que se refiere no han sido producto del pensamiento propio de esas masas, sino de élites organizadas y “pensantes” como las que ella representaba, que en diferentes momentos históricos han manipulado a esas masas para generar caos. Ahora, existe una desconfianza mutua: una clase política considerada como la de “siempre”, que se niega a escuchar y representar a las masas porque las considera de antemano “ignorantes”, y unas masas que desconfían de esa clase política que no representa ni sus intereses ni sus valores.

Han pasado 25 años desde aquel triste episodio, y el divorcio entre la clase política y el pueblo solo ha crecido. En este contexto, no es sorprendente que fenómenos como el chavismo tico hayan surgido con fuerza y amplio respaldo popular. Esta nueva corriente política ha sabido leer con astucia los errores tácticos de la élite tradicional y, en lugar de seguir su mismo camino de demofobia y menosprecio al pueblo, ha optado, por lo contrario: actuar como su megáfono, mimetizarse con él y presentarse como su defensor.

Sin embargo, este populismo no es más que una estrategia calculada para servir los intereses de una nueva casta económica emergente que busca desplazar a la vieja oligarquía que ha gobernado el país de la mano de la clase política tradicional, utilizando al pueblo como herramienta política.

Lo verdaderamente trágico es que el pueblo, en su desesperación y abandono, ha caído en una trampa. Cree haber encontrado un líder mesiánico que lo representa, sin darse cuenta de que está siendo instrumentalizado en una lucha de poder entre élites. No es casualidad que la Biblia advierta sobre los falsos mesías, aquellos que prometen salvación, pero solo buscan su propio beneficio. Como dice el viejo y conocido refrán: en río revuelto, ganancia de pescadores, y el oficialismo ha sabido aprovechar este descontento popular para consolidar su proyecto de poder.

Mientras la clase política tradicional sigue atrapada en su demofobia y luchas de poder internas, el oficialismo ha entendido que, en lugar de tratar al pueblo como ignorante, resulta más rentable hablar su lenguaje y mostrarse cercano a sus preocupaciones. Esto les ha permitido ganarse la simpatía de los sectores más golpeados por el neoliberalismo, aquellos que han sido excluidos del modelo económico impuesto por las élites desde los años 90.

Con sus aciertos y errores, el pueblo sigue siendo pueblo. En medio del huracán de la globalización neoliberal, que busca desarraigarlo y convertirlo en una simple pieza de la maquinaria económica, la gente se aferra a sus creencias, costumbres y tradiciones como un acto de resistencia. Este fenómeno no es distinto al de los pueblos indígenas o afrodescendientes, que defienden su identidad frente a la homogeneización impuesta por la modernidad. Paradójicamente, el progresismo posmoderno, que suele admirar la resistencia cultural de estas comunidades, desprecia cuando un país o un pueblo en su conjunto intenta hacer lo mismo.

Si una comunidad indígena defiende sus costumbres, es vista con respeto y admiración. Pero si un pueblo defiende su fe, sus tradiciones o su identidad nacional, es calificado como retrógrado, conservador y anticuado. Este doble estándar es una muestra de cómo el progresismo ha caído en la trampa del neoliberalismo que dice combatir. En lugar de entender que la resistencia cultural es legítima en todos los niveles, han optado por imponer una visión única del mundo, alineándose sin querer con el mismo sistema que critican.

Ante la demofobia de la clase política tradicional tanto de izquierdas como de derechas, y el oportunismo de los nuevos actores, el resultado es inevitable: el surgimiento de outsiders como única alternativa política viable para el pueblo. En un sistema donde la política se ha convertido en un juego de castas, estos líderes aparecen como salvadores, canalizando el descontento popular y presentándose como la voz de los olvidados. Pero la historia ha demostrado que cuando los monstruos emergen, terminan por devorar lo poco que queda.

Así, la democracia costarricense se encuentra en una encrucijada peligrosa. Mientras la casta tradicional sigue despreciando al pueblo y los nuevos “líderes” lo usan como herramienta de poder en favor de intereses privados, tan es así que están a favor del Combo 2.0 que se discute en la Asamblea Legislativa en estos momentos, la ciudadanía se convierte en un simple espectador de una lucha entre facciones que poco tienen que ver con sus verdaderos intereses y valores. Si este ciclo no se rompe, Costa Rica corre el riesgo de perder lo poco que le queda de su democracia real, reemplazada por un teatro donde el pueblo es solo un actor secundario en una obra escrita por otros.

China: Cuatro Conciencias y Cuatro Confianzas en el Marco de las Dos Sesiones 2025

Mauricio Ramírez

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Las recientemente concluidas Dos Sesiones del Partido Comunista de China han servido, una vez más, como una ventana para observar la evolución de la gobernanza y el desarrollo de la República Popular. Cabe mencionar, que las Dos Sesiones son los eventos políticos más importantes de ese país, en los cuales se determinan las medidas políticas y de desarrollo económico a seguir.

En este marco, las “Cuatro Conciencias” y las “Cuatro Confianzas” han reafirmado su papel central en la construcción de un destino común para la nación, enfatizando la cohesión, el pragmatismo y la solidaridad, sin perder de vista los principios ideológicos del materialismo histórico y dialéctico. Estos principios, combinados con la sabiduría tradicional y espiritual de una civilización de más de 5000 años, dotan a China de la madurez y autonomía necesarias para seguir su propio camino sin temor ni intimidación externa.

Las Cuatro Conciencias, introducidas por primera vez en 2016 como principios por el Comité Central del Partido, establecen la necesidad de fortalecer la conciencia política (comprender y considerar el panorama general del país y el mundo), la conciencia del conjunto (ir más allá de intereses individuales o sectoriales), la conciencia del núcleo (liderazgo del Partido) y la conciencia de la alineación (cohesión y disciplina). Estas son fundamentales para asegurar la unidad del Partido y del país, promoviendo una dirección cohesionada en todas las políticas.

Por otro lado, las Cuatro Confianzas se refieren a la confianza en el camino del socialismo con características chinas, en la teoría del socialismo con características chinas, en el sistema del socialismo con características chinas y en la cultura china. Estas confianzas han permitido que el país mantenga su estabilidad y desarrollo único, incluso en medio de las turbulencias geopolíticas actuales.

Este año es particularmente clave, ya que marca la culminación del XIV Plan Quinquenal. A lo largo de este período, China ha seguido una planificación estratégica que le ha permitido consolidarse como una potencia económica, con objetivos realistas y flexibles. Para 2025, el gobierno ha establecido metas concretas:

  • Crecimiento del PIB: Se espera un crecimiento del 5%, lo que en el contexto global actual sigue siendo un aporte crucial al crecimiento económico mundial, con una contribución de más del 30% anual.

  • Generación de empleo: La creación de 12 millones de nuevos empleos urbanos y la reducción de la tasa de desempleo al 5.5%.

  • Energía y sostenibilidad: Se ha propuesto reducir el consumo energético por unidad del PIB en un 3%, mejorar la eficiencia energética e impulsar aún más las energías renovables.

  • Inversión pública: Se fomentará la inversión en sectores estratégicos para consolidar el modelo de desarrollo de alta calidad propuesto por el presidente Xi Jinping, basado en cinco pilares: innovación, coordinación, desarrollo verde, apertura y desarrollo compartido.

Uno de los aspectos más destacados de las Dos Sesiones ha sido la estrategia educativa enfocada en la inteligencia artificial. A partir del próximo semestre de otoño, los estudiantes de educación primaria y secundaria en China recibirán un mínimo de ocho horas de clases sobre inteligencia artificial. En la educación primaria, los estudiantes aprenderán conceptos básicos a través de experiencias prácticas e interactivas, mientras que en la secundaria se enfocarán en la comprensión del aprendizaje cognitivo y su aplicación en la vida cotidiana y los estudios.

Este enfoque contrasta con los debates en Occidente, donde la educación muchas veces se encuentra fragmentada por ideologías sin impacto práctico en la formación de los profesionales del futuro. Mientras en otros países se enfocan en cuestiones teóricas de género como discusiones centrales, China se dedica a formar ingenieros y científicos altamente capacitados, asegurando su liderazgo en la revolución tecnológica del siglo XXI.

Las Dos Sesiones han dejado en claro que China está plenamente consciente de los desafíos internacionales, incluyendo el unilateralismo, el proteccionismo y las tensiones geopolíticas que amenazan las cadenas de suministro globales. Sin embargo, también ha demostrado que el Partido Comunista de China no solo detecta estos riesgos, sino que trabaja con determinación para enfrentarlos, consolidando su modelo de desarrollo sin desviarse de su rumbo.

La interconexión entre las Cuatro Conciencias y las Cuatro Confianzas brinda un marco filosófico y estratégico que cohesiona la dirección del país, permitiéndole avanzar con seguridad en un mundo en constante cambio e inestabilidad. Con la combinación de planificación pragmática y una visión de largo plazo, China reafirma su papel como un actor clave en la configuración del orden global, con una identidad propia, firme e inquebrantable.

Occidente y el fin de la unipolaridad

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Mauricio Ramírez

Tras el fin de la Guerra Fría, el mundo fue testigo de la consolidación del orden unipolar encabezado por el llamado “Occidente colectivo”, es decir, Europa continental, Inglaterra y Estados Unidos. Como vencedores y ante el colapso del socialismo real, impusieron su hegemonía en todos los ámbitos: político, militar, económico y cultural. La globalización neoliberal literalmente colonizó el planeta, y los ideólogos estadounidenses proclamaban el “fin de la historia”, bajo la ilusión de que la democracia liberal era el destino inevitable de todas las naciones. La utopía del totalitarismo liberal hecha realidad.

Este dominio se sustentaba militarmente en la OTAN, políticamente en el discurso de la democracia liberal, y culturalmente en la narrativa de los derechos humanos y la supuesta tolerancia, promoviendo la ideología LGBTI y otros valores que, lejos de fortalecer a las sociedades, las sumieron en la decadencia y la división interna. En lo económico, la primacía del mercado global sin fronteras permitió a las élites occidentales consolidar un sistema apátrida, donde el capital y la producción eran trasladados a donde resultara más barato, debilitando sus propias economías nacionales.

Sin potencias que pudieran desafiar su monopolio del poder, el Occidente colectivo mantenía la ficción de que el mundo estaba dividido entre buenos y malos, entre países «civilizados» y «forajidos» que debían ser democratizados a la fuerza, ya fuera por medios duros (intervenciones militares y/o sanciones económicas) o blandos, como las primaveras árabes, revoluciones de colores y manipulación mediática.

Sin embargo, el ascenso de nuevas potencias a inicios de siglo puso fin a esta ilusión. Rusia, bajo el liderazgo del presidente Vladimir Putin, resurgió como un actor clave en la geopolítica global. China superó a Occidente en el ámbito tecnológico y compite de tú a tú con Occidente, mientras que países como la India, Turquía y otros, despertaron como un jugador fundamental en la política internacional. Estas naciones comenzaron a construir su propio camino, exigiendo un lugar en la toma de decisiones globales y desafiando la narrativa occidental que se arrogaba la posesión de la verdad absoluta y el control de la historia.

A esto se sumó un factor clave: la deslocalización de la producción. Europa y EE.UU., en su afán de maximizar beneficios, trasladaron su manufactura a Asia, debilitando sus economías y perdiendo su ventaja competitiva. Al darse cuenta del error, ya era demasiado tarde: el mundo había cambiado y Occidente estaba en desventaja ante los nuevos polos de poder.

Frente a esta crisis, las élites liberales globalistas, especialmente en EE.UU. bajo el mando demócrata, decidieron escalar el conflicto mundial, llevando al mundo al borde de una guerra nuclear. Utilizaron a Ucrania como herramienta contra Rusia, no para defender la soberanía de Kiev, sino como una maniobra desesperada para sostener un orden unipolar en decadencia. La retórica de la Guerra Fría fue desempolvada para justificar su actuar y constantes provocaciones, disfrazándolas de una lucha entre democracia y autoritarismo cuando, en realidad, los objetivos eran otros: frenar el ascenso de Rusia y mantener la hegemonía occidental a cualquier costo.

Sin embargo, Donald Trump rompió con esta lógica. Con un enfoque pragmático y realista, aceptó que EE.UU. ya no es la única potencia dominante, y que su rol como “policía mundial” es insostenible. Al tomar esta decisión, Trump desacopla a EE.UU. del Occidente colectivo y pone fin a un orden mundial que duró poco más de 30 años, desde la caída de la cortina de hierro. La narrativa de buenos y malos, autoritarios y democráticos, derecha e izquierda, deja de tener relevancia en el sistema internacional.

Con este cambio, el discurso occidental de manipulación global se derrumba. Ahora, la política internacional ya no se define por valores impuestos desde Washington o Bruselas, sino por intereses estratégicos y económicos reales. El nuevo orden multipolar empieza a consolidarse poco a poco, a pesar de la resistencia de una Europa débil y una OTAN herida de muerte, que claramente, siguen apostando por continuar la guerra, aunque no tengan cómo, antes que negociar una paz duradera con Rusia. Aunque parece que Zelenski, acorralado y sin futuro, ya empezó a dar señales de aceptar el liderazgo de Trump para poner fin al conflicto.

En el marco de esta nueva realidad internacional, que se vislumbra camina a pasos agigantados, ya no importa si un país es democrático o autoritario; lo que define las relaciones entre naciones es su capacidad de negociación, lo que puedan ofrecer al mundo, su economía y su poder militar. Por eso, hoy a EE.UU. ya no le interesa si coincide con Corea del Norte o con Alemania en las votaciones de Naciones Unidas, porque el criterio de alineación ideológica como criterio de orientación internacional ha muerto. El mundo ha entrado en una nueva era, y con ello, Occidente ha perdido el monopolio de la narrativa, y, por ende, de la historia.

EE.UU. elige la multipolaridad

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Mauricio Ramírez Núñez.

Esta segunda administración del presidente Donald Trump ha marcado un hito en la política exterior estadounidense. Por primera vez desde el final de la Guerra Fría, Washington está abandonando su papel de guardián del orden unipolar y aceptando la nueva realidad del sistema internacional: un mundo multipolar donde grandes potencias como Rusia, China o India desempeñan un papel central en la recomposición del equilibrio global. Este giro estratégico nos recuerda a la escuela realista de relaciones internacionales, donde el Estado y la soberanía nacional vuelven a ser los ejes primordiales de la política global.

Un aspecto clave de esta transformación es el desacoplamiento de EE.UU. respecto al Occidente político tradicional, entiéndase, de Europa y sus centros de poder clásicos. Durante décadas, Washington dirigió la agenda global en conjunto con sus aliados europeos, pero el nuevo enfoque geopolítico de la administración Trump pone en duda este alineamiento incondicional, lo cual tiene a los europeos con los nervios de punta. Estados Unidos prioriza ahora sus intereses nacionales y redefine sus alianzas en función de la competencia global con China y Rusia, en lugar de seguir sosteniendo el peso del sistema occidental en su conjunto.

Durante años, se sostuvo la idea de que la unipolaridad era un orden natural, propio del “fin de la historia”, pero en realidad se trataba de una anomalía histórica disfrazada de multilateralismo y libertad. No puede existir un mundo con un solo poder sin un contrapoder que lo limite o lo regule. La estabilidad requiere equilibrio, y la unipolaridad, al no tener frenos efectivos, generó desorden y conflictos interminables en distintas partes del mundo. La OTAN fue el brazo armado de ese (des)orden. Ahora, con el ascenso de otras potencias al escenario de la toma de decisiones, ese espejismo de dominio absoluto ha quedado atrás.

El actual secretario de Estado Marco Rubio, lo expresa con claridad en una entrevista el pasado mes de enero en el programa de Megyn Kelly:

Y creo que eso se perdió al final de la Guerra Fría, porque éramos la única potencia en el mundo, y por eso asumimos esta responsabilidad de convertirnos en el gobierno global en muchos casos, tratando de resolver todos los problemas. Y están pasando cosas terribles en el mundo. Hay. Y luego hay cosas que son terribles que afectan directamente a nuestro interés nacional, y tenemos que priorizarlas de nuevo. Así que no es normal que el mundo simplemente tenga un poder unipolar. Eso no lo era, eso era una anomalía. Fue un producto del final de la Guerra Fría, pero eventualmente ibas a volver a un punto en el que tenías un mundo multipolar, múltiples grandes potencias en diferentes partes del planeta. Nos enfrentamos a eso ahora con China y, hasta cierto punto, con Rusia, y luego tienes estados rebeldes como Irán y Corea del Norte con los que tienes que lidiar”.

El reconocimiento de esta nueva realidad por parte de Washington plantea grandes incógnitas. Uno de los desafíos más relevantes es el de la desigualdad soberana, es decir, la brecha entre Estados en cuanto a su capacidad para ejercer plenamente su soberanía dentro del sistema internacional. En teoría, todos los Estados son iguales en términos de soberanía, pero en la práctica, las potencias pueden influir en las decisiones de los más débiles mediante presiones económicas, militares y diplomáticas. La multipolaridad no elimina esta desigualdad, pero sí redistribuye el poder entre varios actores, dificultando que una sola nación imponga unilateralmente su voluntad global.

Es evidente que los desafíos no desaparecerán, pero se abre la posibilidad de actuar desde una postura diferente a la hegemonía unipolar occidental. En la misma entrevista citada anteriormente, Rubio reconoce esta verdad. En sus propias palabras:

Ahora más que nunca debemos recordar que la política exterior de Estados Unidos debe estar orientada a promover nuestro interés nacional y, en la medida de lo posible, evitar la guerra y los conflictos armados. En el siglo pasado, vivimos dos guerras mundiales que demostraron su alto costo. Este año se conmemora el 80 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial, un conflicto de escala y destrucción sin precedentes. Hoy, el impacto de una guerra global sería aún más catastrófico, posiblemente amenazando la vida en el planeta. Y aunque pueda sonar exagerado, la realidad es que múltiples países poseen ahora la capacidad de aniquilación total. Por ello, debemos esforzarnos al máximo para evitar conflictos armados, pero nunca a expensas de nuestro interés nacional”.

Rubio deja entrever un cambio en la lógica estratégica de Estados Unidos; la guerra ya no es una opción sostenible en un mundo donde el equilibrio de poder se ha diversificado. Su declaración refleja el reconocimiento implícito de que la unipolaridad ha caducado y que la coexistencia con otros polos de poder es inevitable. En este contexto, las naciones que sepan moverse con pragmatismo y estrategia podrán aprovechar las oportunidades que ofrece un sistema más distribuido, sin quedar atadas a los dictados de una sola potencia.

Es contundente y queda claro, que la era del mundo dominado por una única superpotencia ha llegado a su fin. El modelo en el que Estados Unidos determinaba unilateralmente la política global sin restricciones externas ha colapsado, y Washington lo ha entendido. Europa hoy debe reinventarse, se encuentra sola y sin ese compañero que en los últimos treinta años fuera su amigo fiel. Ahora, el reequilibrio del poder global dependerá de la interacción entre múltiples actores, donde Rusia, China, India, Turquía, Irán y otras naciones históricas pero emergentes en este contexto serán claves en la configuración del siglo XXI y sus retos globales.

Trump y el nuevo orden multipolar: hacia el fin del globalismo liberal

Mauricio Ramírez Núñez.

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

El regreso del presidente Donald Trump a la Casa Blanca y a la escena internacional está redefiniendo el tablero geopolítico de Occidente. Su reciente conversación con el presidente Vladimir Putin para iniciar las negociaciones y poner fin a la guerra en Ucrania no solo confirma que este conflicto fue inducido por Occidente, sino que también representa un giro fundamental en la política exterior de Estados Unidos. Con este movimiento, Trump ha puesto en su lugar a una Europa que durante décadas ha dependido de la protección estadounidense sin asumir la responsabilidad de su propia seguridad. Ahora, el mensaje es claro: si Europa no es capaz de garantizar su propia defensa, Estados Unidos no seguirá sacrificando sus recursos y su gente por ellos.

Desde la Segunda Guerra Mundial, Europa convirtió a Estados Unidos en su principal herramienta de seguridad, delegando en Washington la respuesta ante cualquier amenaza externa. La Guerra Fría y la expansión de la OTAN reforzaron esta relación, pero los tiempos han cambiado. Trump ha entendido que Estados Unidos no tiene por qué seguir asumiendo el rol de protector absoluto de Occidente, especialmente cuando sus propios intereses estratégicos están en juego. Su postura hacia Rusia ya no es de confrontación como la pasada administración del presidente Biden, sino de cooperación estratégica, lo cual es correcto y necesario en un mundo que avanza hacia la multipolaridad.

El caso de Ucrania es un claro ejemplo de la nueva visión de Trump. En lugar de seguir financiando sin límites al gobierno de Volodímir Zelenski, la prioridad será recuperar lo invertido. La administración Trump probablemente exigirá el pago en forma de petróleo y tierras raras, recursos fundamentales para la economía y seguridad energética de Estados Unidos. Así lo ha mencionado el destacado coronel estadounidense Douglas McGregor en una reciente entrevista. Se acabó el financiamiento descontrolado a gobiernos que no aportan beneficios tangibles a Washington.

La eventual conclusión de la guerra en Ucrania podría marcar el principio del colapso definitivo de la OTAN, una organización que nació como un dique contra la Unión Soviética pero que, tras la caída del bloque comunista, sobrevivió a base de conflictos diseñados para justificar su existencia. Mantenida artificialmente por las élites globalistas de Occidente, la Alianza Atlántica ha demostrado ser más un instrumento de hegemonía estadounidense que un verdadero garante de seguridad.

Hoy, la paradoja es innegable: la izquierda, que durante décadas exigió el desmantelamiento de la OTAN, ahora titubea y evita confrontarla abiertamente. Su institucionalidad, hábilmente adaptada al lenguaje del progresismo, ha logrado cooptarla mediante un sofisticado ejercicio de soft power. Prueba de ello son las declaraciones del entonces secretario general Jens Stoltenberg en 2023, cuando, en un mensaje grabado y difundido por la Alianza, afirmó: “Existimos no solo para defender y proteger nuestras tierras, sino también a las personas en toda su variedad”. Ahora, la OTAN no solo se presenta como un bastión militar, sino también como una supuesta defensora de la diversidad. Y así, la izquierda, que en otro tiempo habría denunciado su existencia, prefiere callar.

Si Washington deja de sostener esta estructura caduca, Europa se verá obligada a redefinir su seguridad bajo sus propios términos, sin el paternalismo estadounidense. La disolución de la OTAN, un escenario antes impensable, hoy ya no parece una utopía, sino una posibilidad concreta en el tablero geopolítico.

En el caso de Asia, la posible desmilitarización de las relaciones con China y la estabilización del tema de Taiwán podrían ser otros de los grandes logros de una política exterior más realista y pragmática. Garantizar la paz en la región del Indo-Pacífico es esencial, y para ello es necesario abandonar la lógica de confrontación impuesta por el globalismo liberal. Un entendimiento entre Estados Unidos y China sobre los asuntos estratégicos de la región aseguraría una estabilidad duradera y reduciría los riesgos de conflicto.

La única región donde no está claro cuál será el accionar de Washington sigue siendo Oriente Medio, y los compromisos que tiene Trump con Israel, donde la situación sigue siendo tensa y las posibilidades de un gran conflicto regional que incluya a EE. UU. siguen vivas. Sin duda, este puede ser el talón de Aquiles del gobierno norteamericano en temas geopolíticos.

En este contexto, la política de Trump moldea un mundo donde las grandes potencias negocian desde sus propios intereses sin estar atadas a una visión hegemónica impuesta por una élite occidental decadente. Sí, es el fin de la globalización neoliberal tal como la conocemos. Esto marca el inicio de una era multipolar en la que el globalismo liberal, con su agenda de intervención y control absoluto, empieza a desmoronarse. El futuro se encamina hacia un equilibrio de poder más natural, donde cada nación puede defender sus propios intereses y zonas de influencia sin ser obligada a seguir un modelo único e impuesto desde arriba. Trump no solo está tratando de reordenar Occidente, sino que, junto con Rusia y China está poniendo los cimientos de un mundo verdaderamente soberano y multipolar.