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Etiqueta: normas

La cultura costarricense desde el Estado

Adriano Corrales Arias*

CULTURA es uno de los términos que más acepciones tiene. Es un concepto polisémico y dinámico. Sus abordajes han sido diversos y complementarios a través de la historia, por esa razón debería considerársele desde la interdisciplinariedad, para así lograr una integralidad semántica.

En general, podría definírsele como “el conjunto de conocimientos y rasgos característicos que distinguen a una sociedad, una determinada época o un grupo social”. En todo caso, cuando hablamos de cultura, nos referimos a creencias, normas, valores, lenguaje, símbolos, tecnología, patrimonio, identidad. En otras palabras, hablamos de la actividad humana en su conjunto y de sus relaciones con la naturaleza y el cosmos, sobre todo de la producción simbólica a través del tiempo en espacios geográficos y socioeconómicos diferenciados.

En nuestro país la visión estatal de la cultura ha sido excluyente y elitista. Desde el “Olimpo” de los liberales, hasta el nacimiento del Ministerio de Cultura (PLN), se le concibe como la promoción de las “Bellas Artes”, las cuales deberían extenderse al pueblo para “culturalizarlo”, “cultivarlo”. Los liberales la concebían mancomunada con el sistema educativo, cual actividad “civilizatoria” que pretendía homogenizar su visión de mundo, es decir, privilegiaban su intención ideológica.

El dispositivo creado por el PLN en los años setenta del siglo pasado, ha sido vallecentrista y eurocéntrico, léase, colonial, salvo esfuerzos aislados y fallidos de regionalización con débiles discursos antropológicos sobre las culturas populares o “vivas”. Esa visón paternalista todavía subsiste. De allí la gran confusión en muchos artistas, quienes confunden el amplio concepto etnográfico con el de “arte” o “gestión cultural”. Por ello, se habla de un “sector cultura” difuso y asimétrico, el cual no sabemos si se define por su producción, su gremialismo o su filiación con el estado y su políticas, mejor dicho, la ausencia de ellas.

El neoliberalismo que lidera la contrarreforma con el afán del desmantelamiento del Estado Social de Derecho, erigido desde los años cuarenta del siglo pasado, le ha entregado esas tareas a las industrias culturales. Los últimos gobiernos del PLUSPAC así lo han venido haciendo y, el Ministerio de Cultura y Juventud (vaya híbrido), a pesar de su ingente labor en sus instituciones adscritas y en el apoyo a algunos productores artísticos, ha devenido en un cascarón desfinanciado y en una suerte de gran agencia de producción festivalera.

Las declaraciones de un candidato ultra conservador y de su escudera (diputada electa) han puesto el dedo en la llaga al gritar a los cuatro vientos, sin inmutarse, lo que otros quieren pero callan desde hace rato: cancelar el MCJ por ineficiente y burocrático (tiene menos del 1% del presupuesto nacional). Es decir, privatizar sus órganos desconcentrados y asignarle a las industrias culturales el resto. De allí a un Hollywood o Disney ticos no estaríamos tan lejos. Quizás ello quiso decir la señora escudera del enviado de los organismos financieros internacionales, quien bien podría convertirse en presidente de esta res ya no tan pública.

El día en que la CULTURA se convierta en el centro de una propuesta política al interior de un robusto proyecto país, tal y como corresponde, estaríamos hablando de inclusión, equidad, justicia social, defensa de los patrimonios tangibles e intangibles, de soberanía tecnológica y alimentaria y de las diversas identidades y expresiones simbólicas de quienes ocupamos este pequeño y bendito territorio. Es decir, estaríamos ante una auténtica acción sociocultural, corazón de toda actividad política.

Sin embargo, por ahora, sepamos que la CULTURA, desde la contrarreforma neoliberal, está clausurada. Aunque sigue viva y resistiendo en nuestras comunidades, en nuestros quehaceres, en nuestros sueños, en nuestras memorias.

*Escritor.

«Reflexiones sobre la omisión de socorro en accidentes de tránsito»

Luis Ángel Salazar Oses

 

Indudablemente los seres humanos no somos autosuficientes, esto es, nos necesitamos mutuamente para sobrevivir y progresar como individuos y como especie. Con la naturaleza, indispensable madre nutricia, tenemos obviamente una relación de interrelación igualmente imprescindible.

Este conjunto de relaciones no puede ser anárquica pues el desorden nos haría imposible la existencia por lo que, comprendiéndolo, nuestra especie inteligentemente ha venido desarrollando a través de su historia diferentes clases de normas, que hoy se conjuntan básicamente en tres grupos a saber: éticas, jurídicas y religiosas. Así las cosas cada persona adopta como guía para desarrollar su vida social uno, dos o los tres conjuntos estos y, si los cumple, muy posiblemente tenga una vida personalmente muy satisfactoria y socialmente productiva y feliz.

Aunque convencionalmente se plantea que las normas éticas tienen su origen en la reflexión filosófica, las jurídicas en el debate político y las religiosas en la inspiración generada por dios, en lo personal creo que su origen es más complicado y se hunde en los factores económicos, políticos, sociales y culturales de cada época pero, dilucidar este proceso requiere de muy extenso y detallado análisis que excede las limitaciones de espacio y tiempo que este artículo permite.

Lo que deseo destacar en esta oportunidad desde el principio es que, en los tres grupos normativos, la protección a la vida humana ocupa un sitio preponderante y esto porque, sin ella, todo el resto de normas carece de sentido ya que, evidentemente, quien fallece no puede cumplirlas ni disfrutar el beneficio que esto produce. En el campo estrictamente filosófico, la vida humana es una especie de alfa y omega, en el campo jurídico es el principal valor a tutelar y, en el campo religioso por ejemplo, Jesucristo, resume todos los anteriores mandamientos en dos: «amarás a dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo».

De todo lo anterior se desprende claramente la imperiosa necesidad, la ineludible obligación y el incuestionable deber de proteger la vida de nuestros semejantes y la propia, en todo momento, lugar y bajo cualquier circunstancia y, ese deber se extiende, diluido bajo la forma de la protección ecológica, al resto de la Naturaleza pues de su salud depende también la de la Humanidad misma. Por todo lo plantado hasta aquí, se me hace cada día más difícil comprender y, mucho menos perdonar, esa decisión que toman algunas personas de huir cuando han participado en un incidente de tránsito -«hecho en el cual se produce daño a personas o cosas, en ocasión de la circulación en la vía pública»- dejando abandonados a su suerte a otros seres humanos que, cuando la situación es muy grave, podrían haber salvado sus vidas o evitado una discapacidad permanente, con una pronta y adecuada atención médica.

En el ordenamiento jurídico costarricense, la opción de darse impunemente a la fuga se posibilita «estirando» un poco, y a conveniencia, el artículo 205 de la Ley No. 7594 del 10 de abril de 1996, denominada «Código Procesal Penal». Dicho artículo se fundamenta -pues en lo esencial lo repite- en el artículo 36 de la Constitución Política de la República de Costa Rica, del 7 de noviembre de 1949 y que reza: «En materia penal nadie está obligado a declarar contra sí mismo, ni contra su cónyuge, ascendientes, descendientes o parientes colaterales hasta el tercer grado inclusive de consanguinidad o afinidad».

En lo personal, considero que esta forma de justificar la fuga es típica del sistema económico y político vigente capitalista neoliberal pues, es una adecuación para el caso de aquel cínico precepto vigente en él que dicta: «haz todas las riquezas que puedas honradamente y, cuando no se pueda por esta vía, síguelas haciendo ilegalmente que, mientras no te pillen, no tendrás problema alguno y, si los tienes, consíguete una buena asesoría jurídica y convenientes «patas» políticas y el asunto no pasará a más».

Como plantee en el primer párrafo de este artículo, y ahora lo recalco enérgica y radicalmente, para merecer digna y decorosamente el título de humanos y mantener nuestra esencia como tales, necesitamos respetar fielmente al menos un grupo de normas a escoger entre éticas, jurídicas o religiosas destacando que las tres plantean, incuestionablemente, que la vida humana es el máximo valor a proteger pues, sin ella, todos los demás carecen de sentido, lo que significa que no existe motivo válido alguno para dejar de proteger la vida por lo que, y en esto seré inclaudicablemente exigente, quien incumple ese deber supremo, se descalifica como humano y de golpe desciende, más abajo de lo animal, a una categoría de entes incalificables. Posiblemente algunas y algunos opinarán que estoy siendo muy severo y que me excedo demasiado al darle estos calificativos a quienes se evaden pero, luego de un análisis objetivo y concienzudo de las posibles razones para hacerlo, no he encontrado sustento para excusar válidamente esta terrible conducta.

Las excusas con las que se pretende exculpar a quienes se escapan, dadas por quienes defienden su inocencia, se pueden resumir en tres, a saber: miedo de enfrentar la escena del incidente y de asumir sus consecuencias; lo peligroso de la zona donde sucede y, la posibilidad, dada la incompetencia de las autoridades que realizan las pesquisas, de no ser descubiertos. La primer excusa no se justifica pues, quien asume el papel de conductor de cualquier vehículo de transporte debe entender, incluso antes de hacerlo, que con este rol vienen ineludiblemente implícitos una serie enorme de riesgos y deberes, siendo uno de los peligros más frecuentes el de participar como actor, incluso principal, en un acontecimiento de tránsito con víctimas mortales y, su obligación inmediata, la de socorrer para preservar la vida de quienes sobrevivan. La posibilidad de que lo anterior ocurra en una zona habitada por personas que, ya sea por venganza o, por deseos de asaltar y robar a quien conduce el vehículo generador del hecho, lo ataquen, más bien multiplica la necesidad de pedir auxilio inmediato y, finalmente, la última excusa no es tal sino parte de la irresponsabilidad que jamás puede integrar la conducta de un automovilista que se precie de serlo.

Quien reuse el deber de socorrer no tiene entonces excusa alguna y, al evadir el mandato fundamental de cualesquiera de los grupos de normas supra citadas, incuestionables como vimos para la ineludible convivencia humana, se convierte en máximo violador de los Derechos Humanos, en supremo delincuente y en un irredimible pecador que, automáticamente se autoexcluye de la comunidad humana. Así que, si se convierte en autor de un incidente de tránsito, jamás huya del lugar de los hechos omitiendo el supremo mandato de socorrer inmediatamente a las víctimas y, si ya lo ha hecho, y hoy está evadiendo esta suprema obligación, aunque nadie se halla enterado, preséntese inmediatamente ante las víctimas y las autoridades y asuma totalmente sus responsabilidades pues, de lo contrario, ya no califica como ser humano y, si esto no le importa, simplemente se ha convertido en un monstruo fatalmente peligroso para la humanidad, sus amigos y su familia.

 

Enviado a SURCOS por el autor.

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