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Etiqueta: patrimonio cultural inmaterial costarricense

Curré/Yímba anuncia fecha oficial de sus diablitos 2024

Uriel Rojas

  • Tradición anual se realizará del 25 al 28 de enero.

La comunidad indígena de Rey Curré/Yímba ha anunciado la fecha oficial de su tradicional Juego de los Diablitos el cual será del 25 al 28 de enero del 2024.

Esta comunidad se ubica en el cantón de Buenos Aires, provincia de Puntarenas, 220 km al SE de San José, Costa Rica, sobre carretera Interamericana Sur.

El Juego de los Diablitos es una de las tradiciones indígenas más antiguas a nivel nacional y el primero en ser declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de Costa Rica.

Durante esta actividad cultural que dura 4 días, la comunidad recibe de manera hospitalaria a todos los visitantes nacionales e internacionales con mucha comida y bebidas completamente gratis, para compartir esta importante ceremonia ancestral.

Para más información queda a su disposición el WhatsApp 87093735.

Rey Curré anuncia fecha oficial de su tradicional Juego de los Diablitos 2023

Uriel Rojas

La comunidad indígena de Rey Curré/Yímba, situado en el cantón de Buenos Aires, Zona Sur de Costa Rica, ha anunciado la fecha oficial de su Tradicional Juego de los Diablitos 2023, el cual será del 26 al 29 de enero.
El Juego de los Diablitos es una tradición indígena de origen boruca, que la comunidad realiza anualmente y conmemora la histórica lucha que tuvieron sus antepasados contra los invasores en la época de Conquista.
Esta tradición de herencia ancestral fue declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de Costa Rica en el año 2017 bajo el decreto ejecutivo Nº 40766-C.
Organiza e invita: La ADI Curré y la Comisión de Diablitos 2023.

HASTA QUE EL CUERPO AGUANTE

Por Memo Acuña (Sociólogo y escritor costarricense)

Las mesas pasan a un segundo plano mientras el centro de la pista se convierte en escenario donde los cuerpos se trenzan movidos por un ritmo acompasado a seis tiempos. Una voluntad colectiva explica el montaje: saltos, sincronías, movimiento.

Se trata de un tipo de baile traído a estas geografías en los viajes que transportistas hacían por las carreteras nacionales. Esta vez hago observación de lejos, porque lo mío, en realidad no es el movimiento ordenado y cadencioso. No nací para el baile. Pero disfruto ver cómo en un momento veinte, tal vez treinta personas, se sincronizan y parecieran “coreógrafearse” motivadas por la música que suena a altos decibeles.

Al llegar a nuestro país este ritmo, Costa Rica era una sociedad distinta. Eran los años de las bandas del swing estadounidense en las que Glen Miller “tocaba a morir”, como habrá dicho un exhultante Miguel Ríos en su icónico “Mientras el cuerpo aguante”. Ese ritmo, esos ritmos vinieron a nuestros territorios de alguna manera entre las llantas y las radios de los grandes camiones cargueros que transitaban por las carreteras costarricenses.

Y se quedaron entre los sectores populares. Y Aquí fueron “criollizados”.

Considerado por años un ritmo vulgar y arrabalero, el denominado swing criollo fue resignificado en las plantaciones bananeras, en las fábricas, bailado en salones populares de la capital, particularmente por actores de las clases excluidas y empobrecidas del país. Tal vez por eso recibía gestos de desaprobación de unas élites mojigatas y conservadoras, las mismas que hoy se ruborizan por la forma mediante la cual el arte toma el espacio público.

Durante mucho tiempo fue un baile prohibido, como tantas cosas que le son negadas a los sectores populares que terminan respondiendo y asignando nuevos significados a las prácticas y los consumos culturales. Su forma subterránea de practicarse fue moldeando la importancia social de un ritmo absolutamente indispensable en la antropología de las culturas (en plural) que se reproducen en la vida cotidiana nacional.

Johan Rugama, funcionario municipal recolector de basura, protagonizó hace unos días una de las escenas más refrescantes en tiempos de pandemia. A bordo de un camión recolector y observado de cerca por sus compañeros de trabajo, bailó swing criollo y así fue captado por alguna persona que lo grabó y que de inmediato convirtió su video en tendencia en redes sociales.

En tiempos de estrés permanente, preocupaciones económicas y de salud, una actitud así replantea la capacidad del ser humano para reír en la adversidad, dignificarse a partir de su gusto por el baile y la vida.

Declarado patrimonio cultural inmaterial costarricense hace algunos años, este baile prohibido debiera ser materia obligada en cursos sobre ciudadanía, sociología y arte nacional. Nos permitiría por ejemplo, reconocer la labor de investigación de Ligia Torijano durante más de 25 años para posicionar el alto valor social y cultural de este ritmo, ver el documental “Prohibido bailar swing” producido en 2003 por la cineasta Gabriela Hernández para conocer más de cerca a las figuras que durante muchas décadas construyeron con su dedicación a impulsar la práctica y permanencia del swing criollo ahí mismo, en los espacios donde las corporalidades toman sus verdaderos significados.

En la década de los años setenta muchos salones de baile capitalinos colocaban carteles donde se leía “se prohíbe bailar Swing”. Este lema inspiró años después el espectáculo “Del Swing prohibido al permitido”, presentado en el aristocrático Teatro Nacional en San José.

El arte y la cultura populares nunca pueden ser silenciados y así lo evidenció Johan a través de su baile y su gusto por la vida. Mientras observo un solo cuerpo colectivo moverse dando saltos sincronizados e improvisando sobre la marcha, pienso en el alto valor político de cualquier expresión artística.

Pienso en el swing criollo. Pienso que debemos seguir abonando las posibilidades para que nuestros cuerpos aguanten y la música siga sonándonos por dentro, como acto de posibilidad para la vida.

 

Imagen: UNA-Encuentro Popular de Baile.