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Etiqueta: pluralismo político

Candidatos y partidos políticos

Vladimir de la Cruz

Que haya 20 candidatos a la presidencia de la República no me preocupa. Me parece que esto es parte de la expresión democrática que existe, que permite que personas, o grupos de personas, que no sesienten representados por partidos políticos, se organicen para participar en la campaña electoral. Esto es válido.

La existencia de esta cantidad de partidos molesta a algunas personas. En la campaña electoral anterior del 2022 fueron 25 candidatos presidenciales. Su molestia se orienta negativamente a plantear la necesidad de reducir el número de candidatos, lo que es igual a reducir el número de partidos políticos. Algunas personas incluso concentran su opinión en que no debería haber más de cuatro partidos, y algunos otros destacan como en algunos países dos partidos son los dominantes del escenario electoral.

Si se siguiera el criterio de estas personas efectivamente solo habría esos 4 o 2 partidos políticos, lo que sería un tetrapartidismo o un bipartidismo.

En Costa Rica hemos tenido esa experiencia en la práctica electoral. Cuando desde 1949 hasta el 2014 el Poder Ejecutivo, la presidencia de la República, se la alternaban dos partidos, se hablaba del bipartidismo político, por el dominio que esos dos partidos tenían de la Presidencia de la República, independientemente de si en los procesos electorales participaban más de dos partidos con candidatos presidenciales, que eran los partidos Liberación Nacional y el que para este análisis llamo Unidad Social Cristiana.

En el 2014 y en el 2018 el Poder Ejecutivo lo eligió el Partido Acción Ciudadana. Con este partido se le dio una estocada de muerte al tradicional bipartidismo presidencial. Se rompió la tradición, se superó ese monopolio que esos dos partidos tenían. Pasamos del bipartidismo presidencial al tripartidismo presidencialista. Esto se vivió como un fortalecimiento de la democracia nacional. Muchos electores igualmente se alegraron de ese triunfo continuo de dos gobiernos sobre el bipartidismo tradicional. Lamentablemente para el partido Acción Ciudadana su gestión presidencial de dos gobiernos, pero especialmente el segundo, fue pésimamente percibida y asimilada por el electorado, que ni siquiera le favoreció con la elección de un diputado.

En la elección nacional del 2022, sorpresivamente otro partido, de cortísimo tiempo de existencia, el partido Progreso Social Democrático, se impuso a esos tres partidos políticos que habían gobernado el país desde 1949 hasta el 2022. Con ello avanzamos al tetrapartidismo presidencial, cuando cuatro partidos políticos han llevado a la Presidencia de la República a sus candidatos. Eso es lo que hemos tenido, independientemente de si en esos procesos electorales llegan a participar hasta 25 partidos políticos con sus respectivos candidatos.

La práctica de la vida democrática y electoral, del sistema político costarricense ha hecho que los votantes se inclinen con sus votos de esa manera.

En el 2022, de nuevo se derrotó al bipartidismo tradicional, ya fuera de Poder Ejecutivo desde el 2014 y al tripartidismo político que había emergido en el 2014.

Hacia las elecciones de febrero del 2026 en el escenario electoral esos cuatro partidos están disputando la presidencia con otros 16 partidos políticos. Pero, esos cuatro partidos están siendo retados por un nuevo partido político, Pueblo Soberano.

Hoy son más frágiles y volátiles los electores, más emocionales, más irracionales para hacer esa decisión de sufragio. Ya no atienden a los partidos políticos, como organizaciones político-electorales, les importa poco sus programas electorales de gobierno, son indisciplinados partidarios, son seguidores de personas más que de partidos como organizaciones con disciplinas partidarias, son gente desorganizada pero movilizada agresiva y emocionalmente fanatizada en la identificación que tiene con su líder, con quien les ha enamorado. Más se llevan por la imagen, por las frases huecas, vacías, altisonantes, de insultos, de agresiones verbales contra opositores, de comportamientos pachuquezcos, de matonismo, de gritos, de frases irrespetuosas, de poca elaboración intelectual que tocan las fibras hepáticas de los resentidos sociales, excluidos y marginados de los beneficios sociales nacionales y de las políticas de acciones gubernativas, generalmente de sectores desclasados, lumpescos de diversos grupos sociales, pero especialmente de bajos estratos urbanos y rurales, oprimidos social y económicamente y los auto oprimidos ideológica y mentalmente identificados con el que consideran el principal líder, a modo de un nuevo mesías, un salvador, que no pudiendo reelegirse impulsa a sus seguidores a apoyar a su candidata presidencial de esa nueva organización, Pueblo Soberano, que se presenta como la continuadora del presidente, no del partido que lo eligió en el 2022, sino de un nuevo partido que procurará borrar del escenario electoral a todos los otros partidos políticos, a sus candidatos y a todo lo que ellos representan como lo peor que ha dado la sociedad costarricense. Así se está perfilando obligadamente el proceso electoral.

Estamos a las puertas de avanzar hacia el pentapartidismo, cuando otro nuevo partido, un quinto partido, llegue a gobernar el país.

De los anteriores partidos que han gobernado el país, Liberación Nacional es el que más está reluciendo. La coalición del Partido Acción Ciudadana con Agenda Democrática Nacional, bajo el nombre de Coalición Agenda Ciudadana, ha logrado incrustarse en los más llamativos, con la dificultad que tiene su candidata de no distinguirse con claridad de las malas obras y acciones de gobierno que hiciera el presidente Carlos Alvarado, en su gobierno del 2018-2022, ni de distinguirse de ese gobierno señalando como rectificar lo que se le cuestiona al presidente Alvarado, lo que da la sensación de que es otra continuación política, como los es Pueblo Soberano del actual gobernante.

En este sentido el que más sobresale, sobre ellos, es el candidato de Esperanza Nacional, Claudio Alpízar, que se presenta más fresco. La Unidad Social Cristiana pareciera que se desinfló presidencialmente, quedándose sin hoja de ruta y sin brújula.

El partido Progreso Social Democrático no está jugando en la presidencial, aunque tenga a su fundadora como la candidata presidencial.

Con este escenario, ¿por qué tenerles miedo a muchos partidos? La verdad es que el proceso se va concentrando poco a poco en ocho partidos llamativos, Liberación Nacional, Pueblo Soberano, Esperanza Nacional, Unidad Social Cristiana, Coalición Agenda Ciudadana, el Frente Amplio que tiene una buena fracción parlamentaria, seguidos de Unidos Podemos y Nueva República.

En todo este embrollo para las elecciones de febrero vamos con 20 partidos nacionales, con sus candidatos presidenciales y un grupo parecido de partidos con aspirantes a diputados. No se puede eliminar ni impedir la participación de los que han cumplido con los requisitos formales de inscripción.

Los que claman por eliminar y reducir partidos en cierta forma claman por recuperar la vieja estructura bipartidista del pasado para que de esa forma se definan los procesos electorales, con dos principales partidos, considerando a toda la población costarricense dividida en dos grandes grupos electorales.

A nivel parlamentario en el escenario producen escalofríos algunos de los posibles candidatos que pueden llegar a la Asamblea Legislativa: deudores de la Caja Costarricense del Seguro Social, demandados judicialmente en el campo penal, cuestionados moral y profesionalmente, ¡cuidado, que algunos de ellos pueden hasta estar vinculados a las organizaciones narcocriminales y del tráfico de drogas!, como ya los han señalado.

Compartido con SURCOS por el autor.

Sobre el vínculo constitucional entre el pluralismo político y la Democracia

Alejandro Guevara Arroyo

1. La garantía constitucional del pluralismo político es una faceta esencial de toda comunidad ordenada constitucionalmente como una República Democrática, o sea, una comunidad constitucionalmente fundada en los principios de igualdad política y de su propio autogobierno. Cierto: dichos ideales abstractos pueden traducirse en muchas formas constitucionales. Pero si en un caso dado no hay garantía creíble de pluralismo político, su apelación a los términos ‘democracia’ o ‘república’ es meramente un nombre mal puesto (misnomer).

2. En un nivel bajo de abstracción, el pluralismo político consiste en la vigencia, en un espacio político dado, de una multitud de concepciones alternativas pero razonables sobre cuál es el bien común, la justicia o el alcance y la jerarquía adecuada de los derechos fundamentales para esa comunidad. He aquí, por añadidura, una manera de caracterizar el concepto de concepción política. Como son concepciones alternativas, la ciudadanía que las sostiene entra en desacuerdo sobre la forma correcta de abordar los asuntos políticos particulares. El hecho del desacuerdo, como lo llamó Waldron, es, por tanto, una consecuencia necesaria de la vigencia del pluralismo político en toda comunidad política moderna.

3. Así, que un orden constitucional garantice el pluralismo político significa que ha diseñado un conjunto de mecanismos institucionales para que dicha vigencia sea un hecho. Como mínimo, dentro de estos mecanismos deben encontrarse prohibiciones y protecciones contra la persecución (estatal o paraestatal) de algún conjunto de las voces políticas vigentes en esa comunidad. Pero en un orden constitucional con una preocupación profunda por la democracia deben también incluirse artefactos constitucionales para fortalecer la presencia efectiva y vibrante de dicha pluralidad política en el espacio público democrático (para que se dé el space of appearance de la política, del que habló Arendt).

4. Entiendo que las dos rutas actuales más importantes contra el pluralismo político están caracterizadas por los órdenes que (1) abiertamente no garantizan protecciones institucionales contra la persecución de disidencias políticas o voces críticas; y (2) no se preocupan por construir las condiciones sociales para que el pluralismo político adquiera vigencia y protagonismo en la esfera pública y, notablemente, para la constitución de una genuina y activa ciudadanía comprometida con la República.

Ejemplos brutales del primer grupo fueron la Rusia de Lenin y Stalin (1920-1953), el Chile de Pinochet (1973-1990) y la Argentina de Onganía (1966-1973) y de Videla (1976-1982). Pero también deben incluirse las nuevas estrategias mediante las que se ‘mata a la democracia por mil cortes’ (retomando la expresión de O’Donnell), en las cuales el pluralismo político se va erosionando progresivamente, hasta llegar a las formas más obvias de persecución y criminalización de la disidencia. Destacan palmariamente en este caso: Venezuela (ya sin duda desde 2015, aunque con tendencias que se retrotraen al menos una década), Nicaragua (desde 2018 claramente, aunque también en este caso la erosión del pluralismo político empezó mucho antes) y El Salvador (en una obvia deriva autoritaria desde 2019).

En el segundo grupo están todos los órdenes constitucionales que no gestionan constitucionalmente garantías para cumplir las precondiciones sociales y para incentivar virtudes cívicas en la ciudadanía, ambas necesarias para una comunidad democrática densa.

Vale la pena detenerse en este punto. Como se dijo, el genuino pluralismo político puede surgir sólo en un espacio social relativamente autónomo, el de la política democrática. Sin embargo, para que sea probable que la sociedad participe de ese espacio, es claro que resulta imprescindible que las personas encuentren satisfechas sus necesidades de fundamentales para llevar una vida digna. Pero, y esto es clave, también resulta determinante que la ciudadanía disponga de un alma política adecuada, democrática, para participar de manera cívicamente virtuosa en aquel espacio. Pues bien, las condiciones sociales modernas no hacen probable que este espacio y dicha ciudadanía surjan por sí mismos. Por ello, constitucionalmente, hemos de preocuparnos por diseñarlos, construirlos, garantizarlos.

Buena parte de los actuales órdenes constitucionales democrático-republicanos se encuentran en un serio déficit con respecto a esta dimensión de la garantía de pluralismo político. Especialmente notable es el caso del continente americano, aunque sospecho que la situación es aún más grave en países como los Estados Unidos de América, Ecuador y buena parte de Centroamérica.

5. En un nivel alto de abstracción, el pluralismo político es consecuencia de un espacio-tiempo social en el cual todas las personas nos reconocemos como ciudadanas y ciudadanos iguales en dignidad, integrantes de un mismo navío constitucional. Tal es la nota que delimita su comunidad. Se dice ciudadanía, no sólo personas, en tanto ahí nos transfiguramos en agentes autónomos que reflexionan y actúan en, para y sobre esa comunidad.

Al reconocernos iguales en dignidad, entendemos que aquello que nos caracteriza a cada uno en tanto ciudadanía -el expresar esa libertad esencial que se ejerce mediante la política (como creyó Arendt)- es también lo propio del resto de quienes nos acompañan en el navío de la comunidad. En ese contexto, mis razones políticas en tanto ciudadano sólo pueden transformarse en las razones que justifican la decisión para toda la comunidad, si también son las razones políticas del resto. Pero estas razones, por supuesto, sólo pueden ser aquellas asumidas autónomamente, con convicción. Y las razones políticas del resto se encuentran en las mismas condiciones que las mías, tanto con respecto a su estatus como a su ethos.

Eso es ser una comunidad política en la modernidad: reconocernos en un genuino desacuerdo político, como consecuencia de reconocernos como agentes políticos con igualdad dignidad. Constitucionalizamos (imperfectamente) este ideal en la forma de la República Democrática.

En la política democrática, las formas importan

Alejandro Guevara Arroyo

Recientemente apareció un texto interesante titulado “Milei y la cuestión de las formas”, publicado por Javier Franzé en La Vanguardia (órgano del Partido Socialista argentino)1. Ahí se evalúan las formas de las prácticas políticas del presidente argentino Javier Milei, aunque sus consideraciones pueden extenderse en buena medida a todas las principales figuras de la actual ola del populismo de ultraderecha que azota Occidente, con Chaves como nuestro ejemplo parroquial. Muchas de sus reflexiones alcanzan la discusión sobre la correcta práctica política en general, es decir, tanto de agentes políticos profesionales, como de militantes partidarios y de la ciudadanía en una democracia. Por ello, entiendo que vale la pena retomar nuevamente lo que ahí se plantea.

El autor propone al menos dos aspectos especialmente valiosos para la reflexión política. Primero, se refiere a las características fundamentales de nuestro accionar, o sea, de nuestra práctica, en tanto agentes morales. En segundo lugar, alude a la práctica política propia de una o un demócrata. Veamos.

El primer asunto interesante que aborda sensatamente este texto es la distinción, muy arraigada en nuestro sentido común, entre formas y contenido de la práctica política y, más en general, de nuestro accionar en tanto agentes. Así, se suele escuchar que al considerar la política, debemos distinguir tajantemente entre las formas (cómo se habla, cómo se trata a otras personas, con quién se discute) y el contenido (las propuestas que se presentan, los ideales que se persiguen con el accionar). En nuestros días, no es inusual que se entienda que ‘el contenido justifica cualesquiera formas’ o, incluso, que ciertas formas son estorbos para lograr lo clave, que se encuentra en el nivel del contenido (fines, ideas o propuestas) de la acción política.

Sobre esta distinción, el autor pone correctamente en duda los límites normativos de la separación entre forma y contenido. Y es que, desde un punto de vista más fundamental, no existe una distinción tajante éticamente entre ambos niveles. Por un lado, los contenidos intencionales de nuestra acción se construyen, comparten y afianzan por medio de ciertas prácticas que, en el caso de la política, son públicas en un sentido relevante. Las formas en que estas se expresan pueden moldear el contenido mismo de la acción política. Pero, además (y quizás de mayor importancia), hay contenido en las formas de nuestro accionar. O sea, las formas de nuestras prácticas en sí mismas tienen contenido: honran y difunden ciertos valores y desprecian otros.

Por ende, al considerar o realizar una práctica política, nunca podemos liberarnos de la consideración ética de su faceta formal. Ahí damos preponderancia a ciertos valores (¡ciertos contenidos!) sobre otros. “Las ‘formas’ tienen importancia por sus consecuencias, por el sentido que transmiten y la realidad que construyen. Otra vez, no son sólo formas, sino expresión de un contenido que, a su vez, contribuyen a crear”, dice correctamente Franzé.

El segundo aspecto interesante para la reflexión alude no ya a nuestra agencia en general, sino a la forma de nuestra correcta práctica política en tanto demócratas. Sobre esto el autor sostiene que ciertas formas son relevantes para la democracia por los valores que encarnan y que performativamente promueven. Prácticas políticas como las de Chaves, Milei o Trump, de irrespeto, insulto y ridiculización al que discrepa políticamente, no son meramente ‘feas’: son afrentas a los valores democráticos mismos; tienden al autoritarismo político. “Las malas formas de un presidente democrático no son importantes porque nos digan algo de su creencia o no en la democracia, sino que son significativas para la democracia misma como orden político”, para citar nuevamente al autor.

Ahora, ¿cuáles son esas formas que las prácticas democráticas han de sostener? Sintetizo algunas de las que se me ocurren: (a) la tolerancia práctica frente al desacuerdo político, entendiendo que este es constitutivo de la sociedad democrática; (b) la cordialidad básica entre quienes sólo median desacuerdos políticos, recordando que juntas y juntos conformamos un cuerpo más amplio, una comunidad política, una República; (c) la decencia y la coherencia pública, dando cuenta de que estamos guiados por ideales y principios, y no por el mero autointerés.

Cabe preguntarse, sin embargo, por qué aceptar esta visión sobre las correctas formas de la práctica política democrática. Al considerar la respuesta a este asunto, el autor se aproxima a uno de los grandes misterios de la vida democrática: ¿cómo se puede, coherentemente, desarrollar una práctica política fundada en cierta concepción que se estima correcta y, al mismo tiempo, admitir que hay otras concepciones y prácticas que en algún sentido también son aceptables? Desde mi punto de vista (y aquí me diferencio un poco del autor), para responder estas cuestiones, debemos poder integrar, bajo distintas máscaras, nuestra faceta en tanto agentes políticos y en tanto personas ciudadanas.

En tanto agentes políticos, defendemos, promovemos y afianzamos ciertas concepciones y propuestas políticas que entendemos como correctas y justas para nuestra sociedad. O sea, bajo esta máscara asumimos que hay posiciones sobre el orden social que son correctas, sin más. Para lograr que dichas posiciones se realicen, nuestra práctica se puede encauzar mediante todas las rutas de acción política constitucionalmente reconocidas.

Por su parte, en tanto personas ciudadanas, hemos de reconocer que existen otros integrantes de la comunidad política que se encuentran en una posición constitucional equivalente, pero que pueden sostener direcciones políticas alternativas. Y su posición es equivalente porque son personas con igual dignidad en tanto ciudadanas de la República y el hecho de su desacuerdo es expresión de su autonomía moral, presupuestos esenciales del profundo ideal democrático de comunidad política.

Honramos, respetamos y mostramos la defensa de dicho ideal (de dicho contenido) a través de ciertas formas en nuestras prácticas, en cada una de ellas, y, ciertamente, en nuestro accionar político. La máscara ciudadana subyace a la del agente político. He aquí la manera en la que se integran para la o el demócrata.

Es gracias a la máscara ciudadana que se distinguen las formas correctas de la vida democrática; es ella la que distancia a alguien que lleva una práctica política autoritaria, aunque se realice dentro de límites legales aceptables, de una práctica demócrata. Y, por supuesto, la persona que ocupa un puesto de autoridad (v.g. un presidente) ha de trasladar dichos valores a su propia práctica política, respetando desde su lugar las formas adecuadas para honrar el pluralismo político.

Al fin y al cabo, en la práctica política democrática, se cumple también aquello que agudamente apuntara Borges para toda nuestra vida: los actos son nuestros símbolos.