Bio-medicalización: tecnociencia y mercado contra la salud
Por nmurcia
El otro día reflexionábamos sobre la necesidad de re-conceptualizar la idea de “progreso médico”. La tesis es que es necesario exponer, explicar y hacer atractiva una idea alternativa para generar esquemas de desarrollo y de pensamiento, alrededor de la medicina y los sistemas de salud, distintos a los actuales.
Para empezar, criticando elementos que convencionalmente se han asociado a dicho concepto pero que han sido pervertidos por el sistema económico, el mercado y la propia cultura predominante: el desarrollo tecnológico, la prolongación de la vida, la atención centrada en el paciente, la eliminación del riesgo o, sin ser exhaustivos, la medicalización de la salud.
Se trataría de desentrañar lo que de ideología hay detrás de elementos aparentemente neutrales para poderlos -precisamente- politizar y, por consiguiente, debatir. Esta sería la única manera de romper el actual y destructivo consenso en lo esencial (y disenso en lo periférico) que existe en las propuestas políticas, de uno y otro color, sobre cómo organizar los sistemas sanitarios, que es casi equivalente a decir, sobre cómo “ponerles límite” (algo parecido pasa con la idea de crecimiento económico, aceptada, ampliamente como el único instrumento capaz de generar bienestar social y que solo ha sido impugnado desde la ecología política con conceptualizaciones tan provocativas y necesarias como el de-crecimiento).
En la entrada anterior reflexionábamos sobre una estrategia -demonizada por la izquierda y la derecha-, el racionamiento, que nos parece imprescindible rehabilitar.
En efecto, la izquierda, en su anticuada visión de la salud como producto exclusivo de la medicina y la innovación científica, ataca la idea de racionamiento porque implica no financiar algunos “avances” médicos o infraestructuras sanitarias y “eso es de derechas”. En sanidad, como la salud es un derecho, no valen límites.
A este respecto vale la pena destacar la interesante respuesta de Mercedes Pérez, en la más que intensa entrevista de Enrique Gavilán a ella y a Juan Gérvas, a propósito de su último libro, “La expropiación de la salud”: “El derecho a la salud en sí mismo es tan absurdo como el derecho a la inteligencia, la bondad, la felicidad o la belleza”.
Pero la derecha también ataca el racionamiento (el “serio”) porque implica poner límites al mercado mediante restricciones a la introducción de nuevas tecnologías o la construcción de nuevas infraestructuras sanitarias. No hay nada que guste tanto y genere tantos beneficios a la industria farmacéutica, tecnológica o de la construcción como una sanidad pública expansiva. Para la derecha, el racionamiento solo vale para algunas cosas, como los recursos humanos, la atención primaria o la salud pública. Para las nuevas tecnologías o la construcción de nuevos hospitales, ni hablar de racionamiento. Eso va contra el desarrollo económico (de algunos, claro).
Hoy profundizaremos, un poco, en otro concepto esquivo como es el de medicalización de la salud.
De la biomedicina a la medicalización
La medicalización es un concepto utilizado hoy en día casi exclusivamente en su acepción más negativa pero su significado original era ambiguo. Fue empleado en sociología por primera vez en los años 70 y se ha descrito como “definir un problema en términos médicos, como enfermedad o alteración, y/o la utilización de una intervención médica para tratarlo” (Peter Conrad).
Los historiadores establecen el inicio de la medicalización en los siglos XVIII y XIX cuando se comenzó a aplicar el conocimiento científico a la medicina. En estas primeras décadas de expansión del conocimiento médico -basado en la ciencia y no en la especulación como hasta entonces-, la medicalización de dolencias como el “dolor en el flanco” (apendicitis) o de la enfermedad sagrada “morbus sacer” (epilepsia) aportó evidentes ventajas al ser humano. Es decir, inicialmente, los aspectos positivos de la medicalización superaban ampliamente los negativos. Para algunos autores, esta primera fase se correspondería con lo que se ha llamado específicamente “biomedicina”.
En los años 70 comienzan a surgir las primeras voces críticas con el proceso medicalizador biomédico. La antipsiquiatría de Szasz aludía a como los psiquiatras se habían convertido en jueces que establecían lo que era o no un comportamiento “normal”. Illich hablaba del imperialismo médico, su excesiva influencia social y como la medicina se había transformado en la principal amenaza contra la salud. En sociología, se introduce el concepto de “medicalización” en los años 70 (Zola) para examinar la dinámica de expansión de la institución médica y estudiar los procesos de construcción de la autoridad profesional a través del diagnóstico médico, sustituyendo a antiguas formas de clasificar las “desviaciones” como la religiosa o la penal. El mismo Zola escribió: “la medicina se ha convertido en el nuevo repositorio de la verdad, el sitio donde son realizados los juicios finales y absolutos por parte de expertos supuestamente neutrales y objetivos. Y esos juicios son realizados en nombre de la salud“.
Estas dos primeras fases de medicalización, -la que hemos denominado biomedicina y la que viene definida por su expansión (que podríamos denominar, propiamente, medicalización)- se basaron, evidentemente, en el avance científico pero su principal agente, sin duda, era la profesión médica. Los médicos eran los mediadores y gestores principales en la selección, evaluación y aplicación del conocimiento biomédico a la clínica, por ello, los máximos responsables del fenómeno de medicalización de la vida y, lógicamente, los protagonistas de los dardos de la crítica desmedicalizadora de Szasz, Illich o Zola. En esta fase, que podría corresponder a las décadas existentes entre el final de la II Guerra Mundial y los años 80, los aspectos positivos de la medicalización siguen imponiéndose a los negativos, aunque éstos últimos son cada vez más evidentes.
De la medicalización a la bio-medicalización
Sin embargo, el proceso sufre un cambio dramático desde los años 90 y, sobre todo, en la primera década de este siglo gracias a la emergencia y protagonismo de nuevos instrumentos de medicalización como la industria farmacéutica y la tecnociencia. La importancia adquirida por estos nuevos y (más) poderosos vectores medicalizadores coincide con la pérdida de protagonismo de la profesión médica en el proceso. La medicalización habría entrado en una nueva dimensión y los médicos pasan a ser un engranaje más, un mero “target” de las campañas de marketing de la industria, junto con pacientes y ciudadanos. La industria farmacéutica y tecnológica introduce elementos propios de la sociedad de consumo y transforma la institución social de la medicina en el gigantesco mercado de la salud que es hoy en día.
Ahora es el mercado (farmacéuticas y multinacionales de la homeopatía y otras pócimas, industrias tecnológicas y de la alimentación, aseguradoras privadas, asociaciones científicas médicas) el principal promotor de la medicalización, el afán de lucro el principal objetivo, y la innovación, la investigación científica y la publicidad sus principales motores. Esta nueva fase, responde a dinámicas más complejas determinadas fundamentalmente por la capacidad de las nuevas tecnologías -como la genética, la bioinformática o la farmacología- para expandir el mercado de la salud y, por tanto, para definir lo que es o no objeto de la medicina, es decir, sustanciar el progreso médico. Este es el periodo que algunos autores denominan bio-medicalización y es también el momento en el que los aspectos negativos de la medicalización superan con mucho los positivos (aunque ambas tendencias, obviamente, siguen conviviendo).
No es casualidad que el momento de máxima expansión del proceso de medicalización coincida con el lamentable papel de actor secundario que ahora tienen los médicos en la asistencia sanitaria, poco más que agentes de ventas de medicamentos, servicios médicos o tecnologías (Gavilán lo llama el síndrome del cajero automático). Los médicos podrían ser la única esperanza de la sociedad en la enconada lucha entre el sistema económico y la salud, y el mercado lo sabe. Por eso es fundamental su neutralización, y por eso hay tantos recursos destinados -en el mejor de los casos- a garantizar su silencio y su docilidad y –en el peor- su colaboración.
Definitivamente, la perspectiva clínica -con sus problemas pero mucho menos dañina que la biomedicalizadora- ha sido sustituida por la hedonista, la estética/cosmética o la del bienestar; también por la molecular, la genética o la de la biometríca.
Con tantos datos y con tantos deseos ¿para qué queremos un juicio clínico?
Para que hayamos llegado a la fase de bio-medicalización han tenido que suceder cambios trascendentales en las esferas económica y política así como en los sistemas de generación (tecnociencia) y evaluación del conocimiento biomédico (es muy interesante a este respecto la descripción que se hace de las reformas (neo)liberales de las agencias reguladoras de medicamentos y tecnologías, como la FDA o la EMA, a favor de los intereses de la industria, desde los años 80, en la muy recomendable monografía “Unhealthy Phramaceutical Regulation” de Davies y Abraham).
La que Echevarría llama revolución tecnocientífica, uno de los impulsores de la bio-medicalización, ha instaurado una modificación radical de los objetivos de la ciencia, de los modos de organización de la investigación y de los criterios de valoración de sus resultados, introduciendo la empresarialización, la competencia, el marketing y la informatización de la actividad científica biomédica como factores determinantes.
Las nuevas subjetividades médicas
La conjunción de mercado y tecnociencia ha expandido las áreas susceptibles de ser medicalizadas -a través de tecnologías como la biología molecular, la biotecnología, la genómica, el big-data o los trasplantes- y ha hecho posible no solo el control sino la transformación del ser humano, por primera vez, “desde dentro hacia fuera”.
Las soluciones biomedicalizadoras ya no tienen como primera finalidad luchar contra las enfermedades sino procurar la salud mediante la optimización del bienestar y la mejora de las capacidades humanas, lo que Callahan llama “la medicina del perfeccionamiento”:
“El sueño del progreso médico no tiene ningún objetivo final lógico ni ninguna limitación intrínseca… La ausencia de cualquier meta definida es precisamente el combustible que alimenta toda la empresa” (Callahan, 1998, pag 52).
Esta otra cita también es esclarecedora:
“El sueño del progreso en medicina tiene dos objetivos que podríamos llamar tradicional y utópico. El objetivo tradicional ha consistido en curar o aliviar condiciones físicas o psicológicas que causaran muerte, dolor, sufrimiento o pérdida de alguna característica del funcionamiento humano. Lo “normal” era el objetivo en la búsqueda de la salud. El objetivo utópico es el uso del conocimiento médico para satisfacer el deseo de las personas de trascender los problemas físicos y psicológicos que dificultan el camino en la búsqueda de objetivos distintos a la mejora de la salud. El fin es conseguir una salud óptima para lo que no es suficiente el adecuado funcionamiento del organismo sino que se persigue un impulso añadido que procure otras metas más allá” (Callahan, pag 51-52).
Por ejemplo, los biomarcadores moleculares están creando nuevas subjetividades médicas al determinar nuevas categorías de personas en riesgo (por ej. pre-alzheimer), nuevas formas de monitorización del riesgo (test genéticos) e imponer nuevos comportamientos ante el riesgo (mastectomía u ooforectomía profilácticas). La psicofarmacología cada vez más persigue objetivos cercanos a la cosmética emocional.
En el interesante primer capítulo de la monografía “Reimagining (bio)medicalization, pharmaceuticals and genetics” titulado ” “Moving Sideways and Forging Ahead: Reimagining “-Izations” in the Twuenty-First Century“, que nos ha servido de inspiración para esta entrada, Susan Bell y Anne Figert describen otro ejemplo: el primer medicamento “raza específico” aprobado por la FDA, el BiDil (isosorbida e hidralazina en una combinación de dosis fija).
La investigación científica que conduce a la aprobación de BiDil se realizó por razones comerciales solo en la población afroamericana, por lo que la eficacia del fármaco en otras razas es desconocido. En un más que lúcido comentario en el Annals of Family Medicine, Brody y Hunt apuntan el peligro existente de que los médicos abonen, con la utilización de este medicamento, las teorías que defienden que las diferencias raciales son genéticas, por tanto, objetivas y no (socialmente) construidas.
La bio-medicalización de la raza es una despolitización de las desigualdades raciales:
“¿En qué medida la identificación de un rasgo genético específico que se correlacione con la respuesta terapéutica positiva conseguirá expandir el mercado?… Los médicos de familia deberían ser muy precavidos antes de ofrecer apoyo a esta manera de hacer “avanzar” el conocimiento médico”.
Bio-medicalización y neoliberalismo
Esto nos lleva al último punto de esta reflexión. Como hemos señalado, los médicos han sido, hasta ahora, los principalmente aludidos por los críticos de la medicalización. Movimientos como el llamado empoderamiento del enfermo, la antipsiquiatría, la atención primaria y comunitaria, las teorías de los determinantes sociales de la salud, la prevención cuaternaria o el desarrollo del consentimiento informado han sido reacciones defensivas (políticas, profesionales, sociales y éticas) contra el poder del médico y la expansión de la medicina individualística que iba de su brazo.
Segura y Repullo lo explican bien cuando señalan el conflicto histórico latente que siempre ha existido entre una perspectiva clínica centrada en el beneficio individual y otra más holística que percibió las “limitaciones de la clínica frente a las dimensiones sociales de los problemas de salud” y proponía priorizar acciones de índole política y comunitaria sobre los enfoques más individualistas.
Sin embargo, tras Alma Ata -el último intento serio de reforma política de los sistemas sanitarios-, continúan, “el cambio político neoliberal de los años 80 hace emerger, para quedarse, la centralidad política y económica del individuo”
El movimiento crítico hasta ahora desplegado, evidentemente, no ha sido capaz de detener el proceso biomedicalizador que -a diferencia del anterior, derivado de la expansión de la biomedicina, que iba de la mano de una profesión todavía comprometida socialmente- proviene de una superestructura política, económica y cultural que denominamos neoliberalismo, cuyo principal elemento de transformación es el mercado.
Ya no es el poder médico el que expropia la salud (en esto no estamos de acuerdo con Gérvas y Pérez) sino el sistema económico de la mano de la innovación tecnológica y la tecnociencia. Ya no valen las estrategias de (auto) defensa, por tanto, “dominio dependientes” (tradicionalmente procedentes de la propia medicina y/o alrededores, como la bioética) sino que son necesarios movimientos mucho más amplios que impliquen a toda la sociedad.
En realidad, como reclamaba Berwick recientemente en un Editorial del JAMA (ya comentado), denunciando la confiscación de la riqueza de las naciones por los sistemas sanitarios, hace falta una auténtica revolución ciudadana: “El cambio requerirá la voluntad política colectiva de los afectados por la confiscación: los trabajadores que quieren proteger a sus familias, los emprendedores que quieren sobrevivir en una economía competitiva, los ciudadanos informados que quieren salud y no solo procedimientos y los profesionales que desean un trabajo que añada significado a sus vidas“.
El verdadero enemigo de la salud no es la enfermedad sino el sistema económico.
Abel Novoa
Enviado a SURCOS Digital por Rafaela Sierra.
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