Navidad: La fragilidad que confronta la vida
Pbro. Glenm Gómez Álvarez
Con el Niño Jesús en brazos, el anciano Simeón pronuncia una frase que atraviesa por entero la Navidad: «Este niño está puesto para caída y elevación de muchos, y como signo de contradicción… para que se revelen los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,34-35). No sale de sus labios una bendición complaciente. Es una profecía y en esas palabras cabe toda la historia humana. Y cabe también nuestro presente.
La Navidad, a la luz de Simeón, no es el relato folclórico: es una confrontación abierta. El Niño no viene a confirmar seguridades ni a reforzar privilegios. No legitima poderes ni tranquiliza conciencias satisfechas. Su sola presencia obliga a tomar posición. Revela. Desnuda. Desplaza. Levanta a unos y hace caer a otros, no por arbitrariedad, sino porque expone lo que cada corazón ha decidido amar, proteger o esconder. Frente a Él no hay neutralidad posible: o se deja uno afectar en lo más hondo, o se organiza la resistencia.
La paz que nace en Belén no es fruto de un acuerdo superficial ni una calma fabricada. El nacimiento del Señor es el nacimiento de la paz, sí, pero solo para quienes buscan la verdad. No hay paz auténtica cuando se construye sobre la negación, la mentira o el encubrimiento del dolor ajeno. La Encarnación no anestesia la historia ni la vuelve soportable: la ilumina desde dentro. Y esa luz incomoda a una época que confunde paz con silencio, unidad con uniformidad, consensos forzados con verdad, y estabilidad económica con justicia.
Este Niño que Simeón presenta no se deja utilizar. Él es signo de contradicción. Contradice la fe reducida a moralismo, a discurso piadoso sin consecuencias reales. Contradice a quienes invocan a Dios con facilidad mientras lo desmienten en sus opciones concretas. Contradice toda espiritualidad que bendice el orden establecido sin mirar a los caídos, que predica valores sin tocar heridas, que habla de paz evitando el conflicto inevitable que exige la justicia. Ante este Niño, toda fe queda expuesta a su verdad.
Navidad, entonces, no confirma a nadie: cuestiona a todos. Cuestiona a quienes gobiernan el mundo, porque ningún poder puede reclamar a Dios como aval sin pasar por la fragilidad del pesebre. Cuestiona a las estructuras religiosas cuando se preocupan más por preservarse que por servir, más por defenderse que por entregarse. Cuestiona a una sociedad que, aun llamándose cristiana, se distancia del Evangelio cuando normaliza la exclusión, trivializa la mentira o convierte la indiferencia en norma social.
Pero al mismo tiempo —y aquí está la paradoja que salva— la profecía de Simeón abre una esperanza real: este Niño está puesto también para la elevación. Levanta a quienes no cuentan, a quienes han sido expulsados del relato oficial, a quienes no tienen voz, nombre ni escenario. No los eleva como concesión simbólica, sino como referencia: allí Dios decide hacerse visible y desde allí juzga la historia. Lo pequeño, lo frágil, lo descartado se vuelve criterio.
La Navidad no es evasión ni consuelo fácil. Es la irrupción de Dios en la fragilidad humana. Un Dios que consuela sin mentir, que ofrece paz sin renunciar a la verdad, que levanta sin halagar y que incomoda porque ama demasiado como para dejarnos intactos.
Por eso Simeón puede morir en paz (cf. Lc 2,29-30). No porque todo esté resuelto, ni porque la historia haya encontrado equilibrio, sino porque la verdad ya ha entrado en ella. Y cuando la verdad entra —también hoy, también entre nosotros— nada puede seguir siendo igual sin quedar, tarde o temprano, al descubierto.
