Hernán Alvarado
Maradona es los dos espejos:
aquel en el que resulta placentero mirarnos
y el otro, el que nos avergüenza [1].
Sergio Meresman, un amigo argentino, me dio la mala noticia por el WhatsApp, así que fui de los primeros en enterarse. Este tipo de noticia viaja rápido, sin embargo, aún no había aparecido en medios. Él me escribió: «Una peor noticia encima de lo peor, se murió el Diego». Tras el escalofrío supe que debía sobreponerme y contestar rápido, pues allá en el Sur palpitaba un corazón devastado. «¡Qué mala noticia! ¡Qué en paz descanse uno de los más geniales jugadores de la historia!». Sergio continuó una hora después: «En Nápoles, los carteles electrónicos en calles y avenidas que avisan cosas del tránsito dicen: Gracias, Diego». Un minuto después agregó: «Un genio del fútbol y un dios del pueblo…».
Comparto ese intercambio porque Sergio fue quien me enseñó a querer al Pelusa. Aprendí a apreciarlo por mi cuenta; me lo enseñó el mismo Maradona. Sergio me enseñó a quererlo sin decir una palabra, simplemente queriéndolo; nunca se molestó en defenderlo las veces que la miseria ajena clavó sus colmillos en sus debilidades mundanas, demasiado humanas para ser perdonadas en juicios rápidos que ignoran lo que es humanidad, o la idealiza suponiendo que un ser humano no comete errores y que, desde luego, tampoco es capaz de rectificar [2]. Queriéndolo incondicionalmente, Sergio me enseñó a respetarlo y finalmente a extrañarlo. Él nunca preguntó qué pensaba yo de Diego Armando, ni como futbolista, ni como persona. Dio por un hecho que le admiraba como jugador y que jamás opinaría sobre un escándalo. Para mí era fácil porque aprendí a no juzgar al prójimo en las clases de catecismo.
Ahora que el Diego partió, Sergio quiso mostrar un poco más lo que Maradona significa para el pueblo argentino. Me envió un enlace para que escuchara un «texto memorable» que me llevó hasta las lágrimas. En este, una ficticia ama de casa le escribe a Maradona una carta donde comienza por decirle que no le gusta el fútbol y mucho menos él, a quien considera «un fanfarrón y un boca sucia», pero al que pese a todo quiere, porque le ayudó a que su marido y su hijo no repararan ni recordaran el hambre que pasaron, justo cuando Maradona enarbolaba la alegría de un pueblo atribulado por tanto mal gobierno y tanto mal ejército. Ese mismo pueblo que ama el tango no resistió la felicidad de aquel cara sucia, salido de su pobreza más desamparada, para reivindicar, con cada trazo de su divina lúdica, un principio soberano: en fútbol, nada es imposible. Con razón lloraba desconsoladamente aquel otro argentino que parecía exagerado diciendo que había muerto el fútbol.
¿De verdad era un genio? Lo era. Cuando llevaba la pelota pegada al botín se atrevía a hacer lo que a cualquiera parecería descabellado. Jugaba en otra dimensión, con una visión panóptica, más que periférica, y con el espíritu irredento de un superhéroe, de un verdadero dios de la imaginación popular, que es profundamente politeísta. Era un pequeño duende, medía solo 1:65 metros de estatura, pero danzaba entre gigantes, burlándose a todos con fuerza descomunal. Solo faltó que jugara bajo los tres tubos.
El Diego era un personaje mágico que solo tenía historia para ser rebelde y, por serlo, se fue haciendo inmenso. Ingenuos quienes esperaban que fuese distinto a sí mismo. Basta un dato para evidenciar su grandeza; en el premio de la FIFA al Mejor jugador del siglo XX, celebrado en Roma el 11 de diciembre del 2000, obtuvo el primer lugar de la votación popular. Recuerdo que el Flaco Menotti, su «maestro», escribió alguna vez algo que cito de memoria: el fútbol es el deporte más democrático, porque un gordito bajito que solo tiene izquierda puede ser Diego Armando Maradona. Cierto, pero vaya izquierda la que tenía, ¡valía por cien derechas! El Flaco no dudó en reconocer que se sentía «hecho mierda» con la partida del gordito, mucho tiempo después de haber reconocido que se había equivocado cuando no lo llevó al mundial del 78.
¿Habrá sabido Diego Armando cuánto se le quería? Me temo que no, pero ninguna manifestación de cariño habría bastado para llenar el abandono que llevaba adentro; porque en realidad ni siquiera le pertenecía, es un abandono ancestral; el mismo pueblo lo vive, en todas partes, en toda época, a diario, pese a ser el constructor del reino de este mundo. O tal vez lo sabía y en parte por eso el corazón ya no le aguantó y decidió darle un pase a la eternidad.
Y todo eso sigue siendo poco para entender por qué el pueblo argentino lo ha llorado desconsoladamente, confundiendo tres días de duelo con tres días de velorio, en filas interminables frente a la Casa Rosada, porque no se sabía ni a dónde ponerlo en un país tan fracturado. Pero a muchos más les duele la partida del dueño de la bola, lo mismo en el barrio que en los grandes escenarios. Ahora el pueblo que es el mundo lo lleva tatuado en el alma, como él mismo llevaba en el hombro derecho la efigie del Che.
El Pelusa ya no pertenece a la FIFA, ni a las televisoras, ni a los periódicos, que ayer eran medios de escarnio y hoy de endiosamiento. Ni siquiera pertenece a los argentinos, ni a los latinoamericanos, que mucho lo adoran. Hoy pertenece a quienes veían en él, sin saberlo, la escasa oportunidad que tienen los hijos del pueblo de vivir la vida loca que les venga en gana, por mucho que trabajen o mucho que sueñen con ser burgueses. Él representará de por vida todo lo que ellos, injustamente, nunca podrán ser, dada la violencia estructural que mantiene pobre a la mayoría de las personas, innecesariamente, imprudentemente, con la complicidad de poderes legales y fácticos [3]. La misma violencia que empuja a muchos de ellos en manos de los narcotraficantes que reinan sobre todo gracias a la estupidez de la prohibición. Habrán, por supuesto, los que nunca le perdonarán al Pelusa que se gambeteara su propio destino que igual lo aruñó a la salida con su garra de hierro. Tal vez esto ayude a comprender un poco, más que a explicar, por qué un hondureño, que no lo conoció ni lo vio jugar, sintió que «se le había ido un pariente» [4]. Sin embargo, en rigor, Maradona no es ni será nunca un símbolo, porque como bien dijera Jacques Derrida, no se puede hacer un símbolo de un ser humano, sencillamente porque es irrepetible e incomparable.
Imagen principal tomada de Futbol Centroamérica (https://futbolcentroamerica.com/noticias/Diego-Maradona-habra-minuto-de-silencio-en-ligas-de-Costa-Rica–El-Salvador–Guatemala–Honduras–Nicaragua–Panama-por-la-muerte-del-exfutbolista-20201127-0010.html)
Publicado en https://gazeta.gt/un-gigante-que-se-fue-sin-decir-adios/ y compartido con SURCOS por el autor.