Acerca de la ficción en la política

Rogelio Cedeño Castro, sociólogo y escritor costarricense

“FICCIÓN: 1 acción o efecto de fingir/ 2 Invención, cosa fingida/ Clase de obras literarias o cinematográficas, generalmente narrativas, que tratan de sucesos o personajes imaginarios. Diccionario de la Lengua Española.”

La preferencia por la ficción entre los seres humanos, es algo incluso compulsivo que va mucho más allá de las implicaciones que pueda tener su despliegue sobre nuestras vidas, como un factor que tampoco podría estar ausente en el medio propio y singular de la política misma, entendida en sentido estricto como un ámbito de acción (o actividad) referente al ejercicio del poder, las formas que asume en las distintas sociedades y culturas, además de la legitimación o no de las élites  que alcanzan a detentarlo.

Lo anterior, opera exclusivamente dentro de las sociedades conformadas por seres humanos, en las que ese tipo de acción e invención-reinvención constantes de todo lo actuado sobre la marcha, tanto desde lo cotidiano como dentro del transcurrir del tiempo visto en una perspectiva más amplia, en el mediano y el largo plazo, como algo que resulta inherente e inevitable, a diferencia de lo que ocurre dentro de las sociedades que conforman otras especies como es el caso de las hormigas y las abejas, dando lugar a la existencia de una lucha o tensión constante entre la realidad y la ficción: nuestra especie es capaz de elaborar un lenguaje abstracto que le permite pensar más allá del mero “aquí y ahora”, es ahí donde esta lucha por la memoria (o el olvido) se asume o permanece oculta, al menos en términos puramente formales en distintos momentos del devenir histórico.

El poderoso imaginario de los seres humanos, en la esfera de la política como en el conjunto de las otras dimensiones de la vida social, es de tal magnitud que sobrepasa, oscurece, oculta y torna casi imposible el reconocimiento de eso que, con frecuencia, y cierta ligereza, acostumbramos llamar o la calificar como “la realidad” o la verdad, la que por general resulta ser mucho más compleja de lo que habíamos imaginado inicialmente.

Es por eso que nos resultan cautivantes los relatos superficiales acerca de las luchas sociales o procesos revolucionarios en las sociedades contemporáneas. Nos fascina y enceguece en principio escuchar sobre los eventos que dieron lugar a la Revolución de los Claveles, ocurrida un 25 de abril de 1974, cuando los mandos medios de las Fuerzas Armadas Portuguesas (los famosos capitanes de abril, entre ellos Otelo Saraiva de Carvalho) decidieron ponerle fin a la dictadura fascista de Oliveira Salazar y Marcelo Caetano, un régimen que llevaba más de medio siglo en el poder y mantenía a Portugal sumido en la Edad Media, la represión, el atraso, la miseria, el miedo y la ignorancia más atroz.

El hecho de que fuera en apariencia pacífica, a partir de un llamado efectuado en una radio local, a las 12 y veinte de la madrugada del día señalado, cuando se escucharon las notas y la melodía de una canción prohibida por los fascistas: “Grândola Vila Morena” una acción que indicó en qué momento las tropas debían salir a las calles y tomar los puntos estratégicos, en especial los que simbolizaban el poder el régimen. El pueblo, por su parte, hizo lo suyo lanzándose a las calles de Lisboa en las primeras horas de ese día que sigue teniendo un gran valor simbólico: Siempre será 25 de abril, no más fascismo. 

El embrujo de revolución, al parecer “pacífica” en el Portugal de 1974 se acentúa en nosotros, sobre todo si la comparamos con los hechos dramáticos y dolorosos de la revolución constitucionalista dominicana, iniciada un 24 de abril de 1965, para reponer al profesor Juan Bosch en la presidencia de la república, la que no pudo serlo a causa de la violenta reacción de los militares trujillistas de la Base Aérea de San Isidro y el imperialismo norteamericano, que intervino el país con el desembarco de 42 mil infantes de marina, a los que hicieron frente los heroicos militares y civiles constitucionalistas de aquella generación. Bosch había sido derrocado por un golpe de Estado el 25 de septiembre de 1963, después de haber sido el primer presidente electo democráticamente por sufragio universal, en las primeras elecciones celebradas en diciembre de 1962 , al concluir treinta años de dictadura trujillista, no sin antes haber dotado al pueblo dominicano de una de las constituciones más avanzadas de nuestra área continental, durante los escasos siete meses en que gobernó: la valiente generación de militares y civiles quisqueyanos que emprendieron la tarea, todavía inconclusa, de llevar adelante la revolución democrática apoyada por las mayorías populares, pagó un alto precio en vidas, prisión, torturas y destierro de muchos de ellos. Durante más de medio siglo la oligarquía dominicana, el alto clero católico y las agencias del imperio estadounidense han tratado de borrar de la memoria de las nuevas generaciones la gesta constitucionalistas de abril de 1965: Hoy recordamos con respeto y admiración la memoria del coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez(líder del movimiento constitucionalista dentro de las Fuerzas Armadas) asesinado por francotiradores yankis el 19 de mayo de 1965, del coronel Francisco Caamaño Deñó, presidente de la República Dominicana en armas entre abril y septiembre de aquel año, del coronel Juan María Lora Fernández que fuera Jefe del Estado Mayor del Ejército Constitucionalista, como también de Manolo Tavares Justo, líder del Movimiento 14 de junio y muchos de sus compañeros asesinados por los trujillistas en 1963, quienes participaron en los combates del 26 y 27 de mayo en el Puente Duarte, en la ocupación de la Fortaleza Osama en la Zona Constitucionalista y en el posterior intento de tomar el Palacio Presidencial, donde fueron asesinados por los yanquis el Coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez y varios dirigentes de la Agrupación Política 14 de junio.

A diferencia de la revolución de los claveles en Portugal que derrocó al fascismo salazarista, la revolución dominicana de abril de 1965 no alcanzó sus objetivos de implantar la democracia y la justicia social en la República Dominicana, a pesar de tantos sacrificios. Sin embargo, esa memoria será eterna (no mera ficción como piensan algunos reaccionarios de ayer y de siempre) en la memoria del pueblo en esa lucha sin fin que debemos reivindicar para que no sea usada por el enemigo de clase (Walter Benjamin, dixit).

La mayoría de nosotros tiende a dar por cierto (a falta del sano instinto, o necesaria práctica de la desconfianza, que deberían conducirnos a indagar sobre la veracidad de muchas de las informaciones y comentarios que circulan) y a asumir como verdadero, inclusive como un dogma sacralizado, todo aquello que viene de las personas más próximas de nuestro entorno, de tal manera que rápidamente perdemos la perspectiva acerca de donde empiezan los límites de la ficción con la realidad(o la verdad) asumida en estricto sentido.

Las emociones, los odios y las fobias hacia algunas gentes, tanto como los afectos hacia otras, resultan ser muchas veces también irracionales en la mayoría de los casos. Es ahí donde empezamos a vivir en el mundo de “Alicia en el país de las maravillas”, en el Londres orwelliano de 1984, o incluso en las pesadillas totalitarias del más diverso origen, presentes en este cambio de siglo, incluso sin que nos percatemos de ello.

Las trampas en la política que nos llevan a vivir en un mundo imaginario empiezan cuando asumimos como “cierta” la naturaleza del régimen político en el que nos movemos, como cuando creemos que vivimos en una “democracia”, cuando en realidad no pasa de ser una sociedad, o un régimen donde los ciudadanos votan cada cuatro o cinco años para escoger (no escogen en realidad) un presidente o jefe de Estado que por lo general gobierna pero no manda, dado que las decisiones más importantes se toman en otros escenarios y en otros tiempos.

Sabemos que, desde la Antigüedad, a través de textos de viejas civilizaciones, de la importancia decisiva del rumor y la siembra sistemática de mentiras (o medias verdades) han sido elementos esenciales de la dominación de las élites o poderes fácticos sobre el conjunto de la población.

La actitud con la que buena parte de la población se acerca de algunos servicios públicos, que resultan esenciales para su supervivencia, es irreflexiva e incluso desaprensiva: tal es el caso de la salud y de la educación que tienden a ser vistas como “apolíticas” o no políticas, sobre todo entre quienes están destinados a ser los chivos expiatorios del totalitarismo neoliberal.

Por lo tanto, en el universo de la política nos movemos dentro del equívoco constante de la ficción, que puede ser muy importante para el goce estético pero fatal para el juego mismo de la política.

Esa ficción, dentro la que nos movemos-de manera inconsciente- es la que nos impide percibir siquiera las dimensiones, y la existencia misma de nuestra prolongada decadencia cultural, donde los personajes de ese mundo de la política (que representan la mediocridad por excelencia) se convierten en los árbitros y figuras señeras de la cultura, donde su supina ignorancia y falta de sentido común les impide captar el ridículo de su manía repartidora de benemeritazgos, y reconocimientos ex post facto a algunas figuras notables de nuestro pasado histórico, unas personas que vivieron en otro tiempo e historicidad singulares, en el que brillaron en el campo del pensamiento, de las artes y de la cultura en general, lo que marca un vivo contraste con nuestra miseria del presente.

Los partidos políticos, hoy convertidos en meras franquicias electorales están sumidos en la misma decadencia en la que se encuentran sus presuntos dirigentes o figurones, como parte de un drama que se desarrolla ante nuestros ojos sin que arribemos a comprender su esencia y mucho menos a reaccionar siquiera por instinto de conservación.