
Chinos en Puntarenas
Manuel Delgado
“Habla el cielo, de puro estrellado”, dice José Martí iniciando su hermosísima página sobre nuestra Puntarenas, cuando narra su estancia de aquella noche de junio de 1894.
Describe ese sabor fiestero, de baile y de parranda, que se respiraba en el puerto. Hay un momento en que detalla: “Afuera, en mesas limpias, las chinas venden gallinas asadas, pescado frito, frijoles y tortas, y el rompope de huevo y maíz, grato y espeso.”
Siempre me intrigó esa presencia abundante de chinas vendiendo comida en las calles, y lo pregunté a dirigentes de la comunidad china en Costa Rica. “Jamás, me dijeron, no había chinas en esa época, y si las había, estaban casadas y no se les permitía salir de sus casas. ¿Una china en las calles? Eso es impensable”. Ese fue mi primer tropiezo.
La misma duda asalta con el verbo chinear, que al parecer viene de la palabra china. En mi niñez decíamos que los ricos (yo era un niño muy pobre) tenían en sus casas chinas, que eran esas mujeres de servicio. Simplemente eran empleadas domésticas que, entre otras cosas, cuidaban a los niños, es decir, los chineaban.
Pero resulta que me dicen que eso es igualmente imposible. Los hacendados mantenían chinos en sus haciendas y casas, muchos de ellos, como cocineros, pero chinas, jamás.
En un estudio publicado en 2008, Ronald Soto Quirós señala que un siglo antes el número de chinos registrados en el país era de 63 hombres y sólo 6 mujeres. Los varones eran principalmente cocineros, sastres, zapateros, pero sobre todo lavanderos. Allí señala en muchas partes que a los emigrantes chinos no se les permitía traer a sus esposas, aunque sí señala que más tarde algunas mujeres chinas hacían trabajos domésticos, aunque su número es muy reducido.
Resulta que una tercera vez me tropecé con el vocablo “chino”, pero no aquí, sino en México. Me costaba mucho entender el término, porque chino se refería simplemente al colocho, al riso de pelo que muchas mexicanas se hacían de manera trabajosa y artificial. Sucede que nuestros indígenas americanos tenían el pelo lacio, y era difícil alcanzar un rizado, es decir, un “chino”.
Elena Poniatowska, en su novela “Hasta no verte Jesús mío”, recoge las palabras de la Jesusa que varias veces menciona el tema. En el capítulo 1 dice que un personaje traía “chinas sus pestañas”. Entendía que quería decir lacias o chuzas, como decimos, pero no. Más adelante, hablando de otra persona, escribe que “tenía su pelo chino quebrado y usaba trenzas” (Capítulo 4). Dos capítulos más adelante señala que “entonces se usaba el pelo largo y a los niños se les hacía un chinito aquí en medio de la cabeza y les caía la puntita del chino en la frente… ¡Y vaya que costaba trabajo el chino aquél! Se mojaba el pelo en agua de linaza, se enrollaba con un carrizo y ya salía el bucle redondo, botijón, tiesecito. ¡Pelos lisos no me gustaban, lacios, no, no, porque se ven muy mal!”
Entonces quedaba claro: chino se refería al bucle, al colocho, o a la persona colocha.
Por cierto, la palabra “china” es allí corriente a raíz de un legendario personaje que fue la China Poblana, toda una institución en México. No existe, hasta donde yo sé, una descripción exacta de esa muchacha de Puebla, pero suele representársela precisamente con el pelo rizado, más mulata que mestiza. Así se ve, por ejemplo, en los grabados de José Guadalupe Posada.
Todo esto me hizo pensar que aquí está el detalle: chino significa entonces lo contrario de lo que parece; chino es no-chino, valga la dialéctica.
Sucede que, en su estructura de castas, la sociedad racista de la colonia española denominaba “chino” a la categoría de seres humanos que provenía de la mezcla de un indígena con un negro, o de un indígena con un mulato, un afrodescendiente. Pues bien, es muy explicable que en esa descendencia predomine el pelo negro, es decir, afro. Entonces es casi seguro que el “chino” de la colonia tuviera el pelo rizado. Es muy tentador pensar que el asunto está así resuelto, al menos para México.
Volvemos a Martí. Está probado cuando los conquistadores españoles quisieron hacer frente a la crisis poblacional que resultó del casi total exterminio del indígena guanacasteco, trajeron esclavos negros a los que cruzaron con las mujeres chorotegas. De allí viene esa bellísima mezcla que constituye la base de la población guanacasteca. Entonces no es descabellado pensar que eso fue lo que vio Martí en esa noche estrellada en Puntarenas, esa mezcla de sangres materializada en mujeres que ofrecían a los visitantes, en las noches de fiesta, sus comidas peninsulares. Eran chinas, como las de México y Cuba, sangre africana e indígena de la que nos sentimos tan orgullosos.
(En las ilustraciones: Óleo de Miguel Cabrera de 1763 mostrando una familia de negro e india y su hijo chino y China Poblana grabado de José Guadalupe Posada).