Rogelio Cedeño Castro (*)
La vida social ejerce sobre nosotros un poder tal, que terminamos comportándonos como si fuéramos autómatas, o simplemente, piezas de un gran mecanismo cuya existencia ignoramos, aunque seamos los receptores o víctimas propicias más frecuentes de su accionar, casi siempre depredador, y esencialmente hipócrita, o meramente convencional en toda la extensión de ese término. Sucede así que sólo, en muy pocas oportunidades, es que logramos sacudirnos de esos automatismos en la conducta que la sociedad nos impone: una de ellas es el cúmulo de circunstancias que rodean esa situación límite, a la que llamamos la muerte, y que por lo general deja sumidos en la desesperación y el silencio, a la mayor parte de los seres humanos, los que se apresuran a cumplir con los ritos sociales, y a pasar rápidamente esa página amarga, cuando se ven enfrentados a su imponente e inevitable presencia, en el seno de una sociedad -donde como decía el escritor uruguayo Eduardo Galeano- resulta más importante el rito funeral que el difunto, donde el amor no parece existir fuera de las frases estereotipadas y las conveniencias sociales o familiares, pero es también en ese momento, cuando los seres humanos tenemos la oportunidad de moldear de otra forma los comportamientos sociales, dándoles una dimensión esencialmente distinta.
Por fortuna, sucede que hay sectores de la sociedad, e incluso individuos que han propiciado, con su lucha constante y valerosa, estados superiores de la conciencia y formas de la acción social que resultan, de verdad ser liberadoras y capaces de sacarnos de ese maquinismo e indiferencia sociales, tal y como nos sucedió el día sábado 17 de junio, recién pasado, cuando fuimos a despedir, o si se quiere a despedirnos del compañero e intelectual ramonense, Hernán Cruz Rodríguez, en una finca de Santiago de San Ramón, junto con un numeroso grupo de ilustres ramonenses, entre ellos sus hermanos Omar y Francisco, su hija Rosa María Cruz y su yerno Francisco San Lee, en fin todo un numeroso además de selecto grupo de la comunidad que vino a despedirlo, respetando lo que fueron sus más caros y profundos anhelos, asumiéndolos en todos sus extremos y uniéndose así al espíritu que él quiso que tuviera su despedida, según me dijo su yerno: los de un hombre que, a lo largo de su vida, abrió caminos de la libertad y de la justicia social, tanto en su amado San Ramón como dentro de una escala mucho más universal, sin duda que era un hombre que detestaba la hipocresía y el fingimiento, así lo percibí, en lo más hondo de mi corazón. Sentí que estábamos despidiendo dignamente -como debe ser, camaradas- a un rebelde y a un revolucionario a carta cabal, en la realización de un acto hermoso y pleno de libertad, pues tengo la impresión que Hernán fue las dos cosas, también a la manera de Albert Camus, indoblegable en sus principios hasta el último aliento, según me manifestó su hija, con quien conversé acerca del pensamiento y las luchas de su padre, de sus grandes pasiones: las que fueron siempre la literatura, la lucha revolucionaria sin claudicaciones y el inmenso amor a su terruño ramonense, el que hago mío también por mis ancestros que tengo en esa tierra. Con los mariachis tocando rancheras alegres y en una carreta llevaron las cenizas de este poeta y campesino, caminando por un sendero hacia el interior de aquella finca, un lugar en donde después de leer poemas de su autoría, textos bellísimos y escuchar, con gran atención, algunos discursos dedicados a su memoria, se sembraron sus cenizas en las proximidades de un roble negro joven que le recordaba a Hernán otro gigantesco que él conoció, cuando era un niño, en esos mismos parajes, un roble que el mismo sembró hace tres años será su morada, me dijeron después. Me sentí muy conmovido, después de haber tomado parte en lo que fue una de las actividades más hermosas, de cariño, de libertad y de respeto hacia el viajero que parte en ese viaje sin regreso, dentro de todas las que he conocido en mi vida. No hay duda que el hombre lo valía y mucho más: una joven llevó el saludo de un grupo literario de Pérez Zeledón y a tu nombre de mi estimado amigo, William Garbanzo, poeta y literato de corazón, a quien saludo en estas líneas. Queda mucho por hacer, pienso que Hernán Cruz Rodríguez estará siempre en nuestros recuerdos, aun en mi caso personal que no lo conocí, de lo que estoy seguro es que cuando Hernán dejó Pérez Zeledón para regresar a su tierra natal de San Ramón ya se había convertido en una especie de leyenda, así lo percibí cuando me dijeron que se jubilaba, después de muchos años de labor en el campo de la docencia universitaria y volvía a su querido pueblo de San Ramón, donde en una finca de Santiago, entre los árboles y el viento, hoy reposan sus cenizas. Mi agradecimiento eterno a Francisco San Lee y a Rosa María, su esposa e hija de don Hernán, por llevarme a compartir tan bellos momentos en esa finca y en el trapiche, los que años atrás visitaba con mi recordada esposa la enfermera Lilliana Chaves Hidalgo (1949-2016), quien nos dejó el año pasado, aunque la sentí conmigo en todas las dimensiones de la hermosa actividad de ayer. Son esos momentos extraordinarios de la convivencia social que nos dejan tan llenos de enseñanzas y esperanzados, siempre en la incesante lucha, como dijo el poeta generaleño William Garbanzo, en su despedida a Hernán Cruz Rodríguez:
“Levantó su copa y brindó por la vida
Y a veces, nos contaba de su infancia y juventud
De su paso desde su San Ramón a la bananera,
De su Universidad Patricio Lumumba,
Nos enseñó que solo la lucha abre caminos,
Después regresó a su San Ramón amado
Y ahora regresó al corazón de las estrellas”
(*)Sociólogo y escritor.
Enviado por el autor.
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