La marcha del orgullo: lo bueno, lo malo y lo que amo

Luis Paulino Vargas Solís

Director CICDE-UNED

Presidente Movimiento Diversidad

Proliferan las críticas a la marcha del orgullo. Mucho de lo que se dice lo comparto, aunque a veces se incurre en sesgos similares a los que se critican.

Que la marcha se ha comercializado. Sí… en parte. El “empresariado arcoíris” -sobre todo bares y discos- le saca su jugo, y otro tanto hacen algunas grandes transnacionales, que buscan darse así su “baño de derechos humanos”. Y, sin embargo, la marcha es muchísimo más que eso: en ella proliferan, hasta sumar miles, las expresiones completamente autónomas y originales de organizaciones, personas, grupos y familias. Esto segundo es, a fin de cuentas, mucho más masivo y determinante que lo primero.

El hecho que la marcha misma sea una “franquicia” es, con seguridad, el rasgo más extremo de mercantilización. Difícil de entender, es un asunto que merece discusión aparte.

Que la organización de la marcha está en manos de gais, sin participación de lesbianas y trans. Cierto. Tomar conciencia de ello es un primer paso. Lo que sigue es hacer valedero el cambio que, de forma imperativa, ello reclama. Espero que, con generosidad, cada quien ponga la cuota necesaria para lograrlo.

Por cierto, creo que no hay personas de mi edad en ese grupo. No recuerdo que ello haya inquietado a nadie.

Se critica también su aspecto lúdico y carnavalesco, y, apelando a una perspectiva más bien conservadora, usualmente se interpreta como signo de despolitización. No estoy seguro de ello. Es que en ocasiones lo político está presente, incluso aunque la intención no fuese políticamente explícita o consciente. Los espectaculares  vestidos, todo colorido y extravagancia, de las trans, o los esculturales cuerpos de muchachos semidesnudos por media calle ¿por qué incomodan tanto a cierta gente? No ha de ser, como es obvio, porque se adecúen a cierta normativa sobre lo “correcto” y “apropiado”. Hay ahí un mensaje inintencionadamente subversivo y politizado.

Que se ha perdido la memoria histórica que da motivación a la marcha: la rebelión de quienes, desde la marginalidad y la invisibilidad, decidieron, una noche de finales de junio de 1969 -y por varias noches más- enfrentar a la policía que cotidianamente les abusaba y violentaba. Fue en Nueva York; un bar de nombre Stonewall. En efecto, creo que aquí está la debilidad principal de la marcha. Y ello se expresa básicamente de dos formas.

Primero, en la escasa, diría que nula, visibilización de las poblaciones más crudamente marginadas. Los gais y mujeres trans que viven con VIH, por ejemplo. O la efectiva imposibilidad de reconocer y visibilizar las diferencias de clase, étnicas y racializadas, las que derivan de vivir en distintas regiones del país, las asociadas a capacidades diferenciadas o las atinentes a la edad. La marcha claramente tiene un sesgo blanco, clase media y vallecentrista, con aplastante predominio de personas jóvenes. Todo ello es innegable.

Hay un segundo aspecto donde el desvanecimiento de esa memoria  histórica se manifiesta: la evidente dificultad para tejer lazos de solidaridad con otros colectivos que, de forma similar, luchan por la reivindicación de su dignidad y sus derechos, incluso contra opresiones que tienen larguísima historia. Solo un ejemplo: en cierto momento, y en cierto espacio, propuse que la marcha de este año rindiese un homenaje a los pueblos indígenas, en solidaridad ante la violencia asesina de que son víctimas. No entraré en detalles al respecto. Solo diré que las respuestas que recibí fueron sumamente decepcionantes.

Este tipo de cosas hace manifiesto un sesgo conservador, asociado a las diversas características dominantes de la manifestación. Al cabo, nos toca a quienes creemos que esto no debería ser así, empezar a hacer algo para cambiarlo.

Y, en fin, diré que, con mis muchas reservas y críticas, amo la marcha del orgullo. Y es un amor que tiene una raigambre generacional, aunque obviamente procesado desde mi sensibilidad y visión de mundo, sin pretender que nadie más lo comparta. Es que, como hombre homosexual de 61 años -playo o maricón, que, sépalo usted, ninguno de esos términos me resulta ya ofensivo ni denigrante- viví mi niñez, mi adolescencia y mi joven adultez, y hasta bien crecidito, en permanente, forzada, violentísima negación de mi mismo. No metido en el armario, que ésa no pasa de ser una metáfora eufemística y condescendiente. Más bien en lo más profundo de la caverna,  en las tinieblas más enrarecidas.

Para mí, la marcha del orgullo simboliza, rememora, celebra un gesto libertario y de autoafirmación: con mi bandera en alto y el rostro descubierto a pleno sol del mediodía, gritarle al mundo: “rompí mis grilletes y salí de la caverna, soy libre y reivindico mi derecho a amar y ser amado y, sobre todo, mi derecho a ser quien soy”.

Este año, sin embargo, no estaré ahí. En un océano de juventud, pocas viejas y viejos asistimos. Este año, un viejo menos. Una delicada cirugía reciente me lo impide y, si he de ser honesto, y excepto por mis amigos Víctor y Geovanny, ello no ha motivado ningún gesto de solidaridad.

Jonathan, compañero amadísimo de vida, irá y, un poquito al menos, su presencia será mi presencia. Pero sobre todo mi corazón estará ahí: vibrando en cada bandera del arcoíris, en cada retumbante tambor, en cada penacho emplumado y desafiante.

 

Tomado del blog: https://sonarconlospiesenlatierra.blogspot.com

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