Gilberto Lopes, en São Paulo
Convencida de que fue golpe el impeachment contra la presidente Dilma Rousseff, de que el proyecto “Ponte para el Futuro” –una ambiciosa propuesta neoliberal– impulsada por el entonces vicepresidente, Michel Temer, era un regreso al pasado, de que la operación Lava Jato buscaba destruir y entregar la petrolera brasileña Petrobras a intereses privados extranjeros, Marilena Chauí (filósofa, miembro fundadora del Partido de los Trabajadores – PT), analiza las perspectivas de un probable nuevo gobierno de Lula y advierte que se necesitará una visión común de la izquierda para enfrentar lo que considera las “dificultades gigantescas” de ese gobierno. Habrá que “rehacer el país”, afirma.
Lo que sigue es una versión editada de una entrevista realizada con Marilena Chauí, en São Paulo, el 15 de septiembre pasado.
Gilberto Lopes – Su diagnóstico es que Brasil sufrió un desmantelamiento institucional en los últimos cinco años y que la próxima disputa política será un test para la izquierda. ¿Cuál será la tarea de esa izquierda?
Marilena Chauí – Hay una visión ideologizada y, por tanto, ilusoria, de que la pluralidad de la izquierda representa una crisis. Yo pienso que, al contrario, la multiplicidad enriquece la concepción de la izquierda. Sin borrar las diferencias, ni pretender una falsa unidad, la reunión periódica de la izquierda, en determinadas circunstancias, es esencial. Hay momentos en que un sector se paraliza y otros actúan. De repente el PT se paraliza, pero eso es compensado por innovaciones del PSOL (Partido Socialismo y Libertad, aliado del PT en estas elecciones).
He insistido en que, por lo menos en el primer año de gobierno, tiene que haber un acuerdo, una perspectiva común, porque el gobierno va a enfrentar una dificultad gigantesca. Va a tener que rehacer el país.
Hay 33 millones de desempleados en Brasil, 30 millones de personas pasando hambre.
No hay como pensar en un plan económico y de reestructuración si la izquierda no trabaja en conjunto. Porque la oposición que enfrentará, tanto de la derecha como del centro, va a ser gigantesca. La tarea es enorme, difícil, lenta, y exige que la izquierda encuentre sus puntos en común.
GL – Ud. habla de tres o cuatro puntos comunes de una izquierda diversa. ¿Cuáles son esos puntos comunes?
MC – Hará falta recuperar una propuesta contra la economía neoliberal. Hay que recuperar el papel del fondo público y dirigirlo a atender los derechos sociales. El fondo público tiene que asumir nuevamente su papel de garantizar esos derechos.
Un segundo punto es retomar lo que fue una característica muy importante del primer gobierno de Lula: las conferencias nacionales. El PSOL las llama consulta continua a las bases. Hay que retomar, de forma más intensa, esas conferencias nacionales. El Poder Ejecutivo y una parte del Legislativo deben estar en contacto permanente con las demandas sociales.
Un tercer punto común es la idea de una reconfiguración del Legislativo. No se si tendrá éxito, ni si será posible, pero es necesario promover una reforma política, desde el inicio.
Un cuarto punto es el lugar destacado de la educación, retomar la educación y desmontar lo que trajo Olavo de Carvalho (un astrólogo, filósofo conservador, partidario de las teorías de conspiración, muy influyente en el gobierno de Jair Bolsonaro). No hubo siquiera un ministro de Educación en este gobierno que se salvara. No intervinieron contra la docencia, pero no hubo financiamiento para investigaciones, se desarmaron las universidades técnicas, un proyecto muy caro a la presidente Dilma.
Un quinto punto es la cuestión de género. No me parecía posible, en Brasil, el machismo exhibido en las formas más perversas como en estos últimos cinco años. No se trata solo del machismo, sino de la sexualidad, del género, de las mujeres. Conversé mucho con la gente del PSOL y con Luiza Erundina (exalcaldesa de São Paulo) y creo que si hay alguien capaz de unir a la izquierda, esa figura es ella (Chauí fue Secretaria Municipal de Cultura durante la administración de Erundina, entre 1989 y 1992).
GL – En su opinión, una burguesía nacional, carente de proyecto de nación, ha actuado de manera irresponsable. Bolsonaro no era el incompetente incontrolable para una extrema derecha que tiene una agenda. Era su punta de lanza. Es difícil vislumbrar la agenda de esa extrema derecha. Era fácil, cuando era anticomunista. Pero, ¿qué es ahora?
MC – Me lo he preguntado con frecuencia. La agenda anticomunista se vació y se subieron a la agenda Trump, que también se vació.
El desarme de esas dos perspectivas hizo que la extrema derecha se encaminara en dirección al totalitarismo (no al fascismo), mediante las iglesias evangélicas, que desarticulan la clase trabajadora, se apropian del precariado e impiden la organización de la base social.
Ese es el proyecto: impedir la organización de la base social, de la clase trabajadora. Ese era el programa de la “Escuela sin partido”, de Olavo de Carvalho.
Al mismo tiempo, la trayectoria política va a contemplar una amenaza permanente contra el gobierno, de intervención del legislativo y de amenaza cotidiana de golpe. Tengo miedo de lo que pueda pasar entre octubre o noviembre (fechas del primer turno o del segundo, si hubiera) y el 1 de enero (cuando asume el nuevo presidente). No solo por la posibilidad de un golpe, sino también del asesinato de Lula. Hay muchos voluntarios dispuestos a eso.
GL – ¿Qué representaría, en su opinión, una victoria de Lula en este escenario?
MC – Es la única posibilidad que tenemos de rehacer el país. Por un lado representa una exigencia social y política de encontrar una barrera para la extrema derecha y para las formas más perversas del neoliberalismo.
Yo veo a Lula como un estadista. Representa la percepción de Brasil en América Latina y en el mundo; de nuestro papel, que aparece con la creación del Mercosur y se desarrolla con nuestra presencia en grupos como el G-20 y el G-8, en nuestra política externa de afirmación y no de subordinación.
En términos populares, es la esperanza del retorno de los derechos sociales, de recomposición de la economía y de la educación, que se necesita reformar de arriba abajo.
Lula va a tener que negociar mucho. No por casualidad lleva como candidato a vicepresidente a Geraldo Alckmin (un político del que estuvo distanciado). Lo veo capaz de percibir cuales son las negociaciones que garantizarán derechos a su base social. No se trata de una negociación para mantenerse en el poder, sino de definir cuáles son las exigencias básicas que deben ser negociadas. Lula es capaz de hacer eso.
GL – Hoy, ya clara la naturaleza política perversa de la Lava Jato, considerada en algún momento como un ejemplo de la lucha contra la corrupción en Brasil, ¿cuál es su evaluación de ese proyecto?
MC – En ningún momento le atribuí cualquier seriedad a la Lava Jato. Fui contra ese proyecto desde el primer instante, cuando todavía aparecía como algo honesto. Nunca dejé de relacionar el surgimiento del proyecto con las dificultades de la economía en el gobierno de Dilma. Había dificultades en el manejo de la economía, con el cambio de ministros, mientras la Lava Jato funcionaba. Dilma es una mujer de principios, que no negocia. No se desconocía, en el país, el antagonismo entre ella y el vicepresidente Temer. Ella lo toleró, pero no lo dejaba participar en nada del gobierno.
La Lava Jato me recordaba la figura de Carlos Lacerda (un líder de la derecha en Brasil que, en 1950, dijo, refiriéndose a una nueva candidatura de Vargas: –El señor Vargas, senador, no debe ser candidato a la presidencia. Candidato, no debe elegirse. Electo, no debe asumir. Si asume, debemos promover una revolución para impedirlo gobernar. Lacerda fue uno de los responsables de crear el clima político que llevó al suicidio de Vargas, en agosto de 1954).
Analicé la Lava Jato como una operación del Departamento de Estado norteamericano. La vi como una operación política, lo que luego quedó en evidencia total. El hecho de que su objetivo fuera la petrolera brasileña Petrobras (sabemos lo que eso quiere decir), deja claro lo que había detrás.
Investigué algo sobre la formación y el trabajo de los principales promotores de la Lava Jato. Ninguno de ellos era representante de lo que había de excelente en el mundo jurídico brasileño. Eran inexistentes.
GL – Ud. dice que las fuerzas armadas de 2022 no son las fuerzas armada de 1964 (año en que dieron un golpe militar). Que ellas perdieron su compromiso con la formación nacional. ¿Cómo explicar esa diferencia?
MC – Cuando se considera el golpe de 1964 es claro que ocurre bajo el paraguas de la Alianza para el Progreso, de la política del Departamento de Estado de los Estados Unidos y del gobierno Kennedy. Militares brasileños, educados en Estados Unidos, trajeron la idea de que Cuba era una amenaza, vinieron con un proyecto, luego adaptado a la realidad brasileña.
Había, en el gobierno, gente bien formada, informada, con proyectos. No es lo que tenemos ahora. Al inicio del gobierno militar de Castelo Branco (1964) y en el período final de la dictadura, con el general Golbery do Couto e Silva, ellos tenían una idea de lo que era el Brasil, de lo que debía ser América Latina y de lo que debían hacer. La respuesta armada de la izquierda al gobierno militar provocó algo no previsto: el Acto Institucional número 5 (que renovó las medidas represivas, en 1968). Después de ese acto tienen que reelaborar el proyecto. Eso es lo que hace Golbery.
Hoy tenemos, en la activa, unas fuerzas armadas tradicionales, pero no se ve un proyecto nacional. Del lado del Ejecutivo tenemos simplemente una apropiación económica de los recursos del Estado. Bolsonaro cooptó, en el Poder Ejecutivo, a un sector de las fuerzas armadas. Hay casi diez mil militares en el gobierno. Por primera vez los militares se vieron en una posición de poder sobre el mundo civil y, mediante una corrupción sin fin, la posibilidad de hacerse realmente ricos.
Si hay golpe de Estado, los responsables serán los integrantes de ese grupo, que se encaramó en el poder del Estado y que no quiere perder los privilegios que consiguieron.
FIN
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