Sala Constitucional y matrimonio igualitario: Hablemos de democracia y república que esto no es religión

Luis Paulino Vargas Solís (*)

 

Los señores magistrados y las señoras magistradas de la Sala Constitucional o Sala IV, son, sin excepción, personas muy eruditas. Entienden con plena claridad cuál es el lugar de la religión en un contexto democrático y republicano. Y, sin la menor duda, también tienen claros, no solo los principios democráticos y republicanos, sino la significación que conceptos como derechos humanos, ciencia y razón tienen en el mundo actual.

La democracia, en su acepción más avanzada, funda un principio de participación de las personas en los procesos de toma de decisiones sobre los asuntos de interés colectivo. Esto, a su vez, parte del principio de la plena igualdad frente a la ley. Cierto que, en la práctica, diversas condiciones –económicas, culturales y de otro tipo– limitan y empobrecen la plena vigencia de tales principios: puesto que la igualdad frente a la ley no siempre es efectiva, la participación no siempre es paritaria. Pero reconocer tales restricciones tan solo nos dice que la democracia es siempre un proceso, es decir, una aspiración, un proyecto en permanente construcción y perfeccionamiento y, en fin, un motivo que invita a la lucha en procura de una mejor sociedad, una mejor convivencia.

La república, por su parte, es una propuesta por un orden político basado en las leyes, en la distribución y los contrapesos del poder, en la decisión democrática y participativa, en la vigencia de los derechos de ciudadanía, en la permanente rendición de cuentas por parte de quienes temporalmente ejercen el poder político.

Recordemos, por otra parte, que las sociedades del siglo XXI –y Costa Rica da buen ejemplo de ello– se caracterizan por un altísimo y creciente nivel de complejidad. Lo mismo en el campo de la economía o de la cultura; en el ámbito político y el de la organización ciudadana. Y tan solo por poner algunos ejemplos adicionales, la complejidad se visibiliza asimismo en los territorios, en las emergentes construcciones identitarias, la diversificación de las relaciones y conflictos en el mundo del trabajo, y todas las emergentes movilizaciones, conflictos y propuestas vinculadas con la problemática ambiental, el calentamiento global y el cambio climático.

Esa complejidad también se expresa en las relaciones e identidades de género, las familias, la vivencia de la afectividad y de la sexualidad. El mundo social -incluso en espacios geográficos reducidos donde en otros tiempos se imponía la homogeneidad- se parece cada vez más al mundo natural: rompe dicotomías simplificadoras o regulaciones que restringen y limitan, y se despliega al modo que lo hace la propia naturaleza: diverso, heterogéneo y multicolor. Sin duda, nada es tan antinatural como la homogeneidad monocolor.

Las democracias modernas y el orden republicano, deben avanzar hacia el pleno reconocimiento e incorporación de tal complejidad. Ello es así, incluso por un asunto de sobrevivencia, para mantener vigencia y viabilidad. De otra forma se desfasarían frente a la realidad, perderían eficacia y por lo tanto legitimidad, con todo el peligro que ello conlleva.

La religión también es parte de estos sistemas sociales complejos. De hecho, la religión misma se ha complejizado en grado significativo, y ello resulta obvio, tan solo con que se repare en la declinación que ha experimentado la hegemonía de la iglesia católica, la cual, hasta hace muy poco, era prácticamente absoluta.

El orden democrático y republicano debe garantizar plena libertad a cada persona para profesar la fe que elija. En la convivencia democrática, cada quien debe respetar plenamente esa fe que otra u otras personas han abrazado para sí. Y, desde luego, ello supone total garantía del derecho a seguir y aplicar en la propia vida las prescripciones morales que derivan de la religión que se profesa. Lo cual también legitima la posibilidad de no tener fe alguna, y de regirse por una moral laica.

Pero lo anterior también significa, que ninguna religión en particular podría imponer su visión de mundo y criterios morales, mucho menos imponerlos a las leyes que regulan la vida en sociedad. En un mundo cada vez más complejo y heterogéneo, ello excluiría a sectores importantes de la sociedad, y, por lo tanto, subvertirían las bases más fundamentales del orden republicano y democrático. Éste tiene el deber –para ser lo que es y no transformarse en una negación de sí mismo– de crear una institucionalidad que incluya a todas sus ciudadanas y todos sus ciudadanos, con las mismas obligaciones y los mismos derechos, en condiciones paritarias para participar y decidir, y gozando de las mismas protecciones para vivir sus vidas según sus propias elecciones y decisiones personales, que, entre otras, pueden ser de orden religioso, como también en material sexual, familiar y afectiva.

La limitación es bien conocida y absolutamente inviolable: mis derechos terminan donde empiezan los derechos de las otras personas. Eso hace posible los valores de la paz y del amor, que jamás florecerían si ese respeto y tales límites no existieran. Puesto de otra forma: donde haya alguien que se cree en derecho de imponer su visión de mundo, su proyecto de vida y sus reglas morales a otras personas, se termina el respeto y se muere la paz.

Dije anteriormente que los valores y aspiraciones democráticas y republicanas enfrentan múltiples limitaciones, que han de ser superada en una lucha cotidiana. Es un proceso, una construcción dinámica. Nunca, y de ninguna manera, una realidad acabada.

De ahí la importancia de la decisión que la Sala Constitucional ha de tomar pronto sobre matrimonio igualitario. No es algo que pueda decidirse con base en criterios religiosos que, por su misma naturaleza de tales, incluye a quienes los profesan, pero deja por fuera a las demás personas. Se trata de dejar atrás un lastre histórico que, al discriminar y excluir, por ello mismo violenta los principios democráticos y republicanos. Supondría, por lo tanto, un paso adelante en el proceso de construcción de una democracia y una república, más plenas y completas. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, lo entendió bien y lo argumentó con grandísima elocuencia. Toca a la Sala Constitucional hacer otro tanto.

 

(*)Director Centro de Investigación en Cultura y Desarrollo (CICDE-UNED)

Presidente Movimiento Diversidad Abelardo Araya

 

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