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Etiqueta: Carlos Morales Castro

La inteligencia natural de Claudio Gutiérrez C.

Carlos Morales Castro.

Carlos Morales Castro

De nada le gustaba tanto hablar, como de la inteligencia, pero jamás de la suya; aunque quienes se movían por el predio académico de la rivière gauche (quebrada Los Negritos), sabían perfectamente que, la de él, figuraba entre las más selectas de toda la región… Nadie lo discutía.

En ese tiempo no se hablaba de inteligencias varias, como ahora. Había una sola, y equivalía a capacidad mental, a sindéresis, a lógica, a sabiduría.

Pero de las inteligencias, le importaba sobre todo la AI, que por aquellos años no tenía ni siquiera nombre en español. Solo los que hablaban inglés sabían que era Inteligencia Artificial (IA), algo exótico, esotérico, rarísimo. Tanto, que a Costa Rica fue él mismo quien la importó; la presentó en sociedad, la instaló en la UCR, y empezó todas las investigaciones que llevaron más tarde al desarrollo de la Escuela de Informática, y a la actual Maestría de Ciencias Cognitivas.

Fue el primero en poseer un e-mail aquí, pues se lo habían asignado en la propia universidad gringa donde se concibió el artilugio, y en San José –con arroba o sin arroba– nadie entendía lo que eso significaba. No había Internet, por supuesto, y la Arpanet  (que inventaron los militares para guerrear), servía a algunas universidades, pero solo allá, donde se inventaban las guerras. Aquí seguíamos a pura pluma de fuente, cartas en papel bond y teléfono de disco. Eran los años 60.

Él fue trayendo todo aquel saber epistemológico al país, y persuadió a muchos filósofos para su implante o propagación. Estos académicos (los filósofos y los matemáticos), eran los más adecuados para ahondar en la inteligencia lógica, y extender ese mundo cibernético desaforado que hoy nos envuelve a todos; sin que hablemos del Metaverso.

La Intranet, que es la pionera de Internet, empezó en el campus de la UCR y, en parte, debido a su influjo de precursor.

A principios de los años 70, me buscó en La Nación para que entrevistase al mayor experto que había en Europa sobre IA. Lo había invitado para que viniera, desde Londres, a conferenciar en el Centro de Informática. Yo no sabía lo que era la IA. ¡Y no había Internet para averiguarlo!. Él pensó que, como yo había estudiado periodismo científico,  debería saberlo, pero no; y nada que le dije. Me la jugué. La entrevista se publicó en La Nación, y así nos hicimos amigos con distancias.

Era un liberal progresista, firmante redactor del Manifiesto de Patio de Agua; y con los votos de la izquierda llegó a Rector de la UCR en 1974, tras haber ayudado a Rodrigo Facio en la Reforma del 57, y ahora emergía como el capitán de una nueva: el Tercer Congreso Universitario, donde se lució y acuñó el eslogan “La universidad es la conciencia lúcida de la patria”… Que luego descubrí venía de Plutarco, pero no era de Rodrigo Facio, como mucha gente pensaba.

Traía de sus ancestros: don Agustín y don Ezequiel Gutiérrez –fundadores de la patria–, el poder de concebir grandes obras, y compartía neuronas con su primo hermano, el novelista Joaquín Gutiérrez, a quien –no en vano– le decían el “Pipa”, desde chiquillo.

Por eso don Claudio era ideal para crear cosas. Nunca me dijo si era martiano, pero sabía muy bien que “el mejor decir es el hacer”, y ergo, era más callado que parlanchín. Poseía un silencio elegante, de escuchador atento con saco  y corbata. Pero algunas veces tomaba café en mangas de camisa en La Guevara, y almorzaba una pizza capricciosa en Il pomodoro.

Conversábamos pocas veces, pero un día, ya siendo Rector, me pidió una cita formal. Con secretarias y todo. Era 1976, y no tenía donde recibirlo, pues yo era un simple reportero del diario La República. Sonrojado, le informé al director del periódico, don Rodrigo Madrigal Nieto, quien, pleno de amabilidad y admiración, por aquel Rector tan conspicuo, y sin saber lo que se gestaba, me dijo:

–“No se preocupe, muchacho, yo le doy mi oficina, y hasta cafecito le ponemos”.

Lo que se gestaba era que Claudio Gutiérrez Carranza me quería nombrar director del Semanario Universidad y, tras algunos tropiezos financieros, me sacó de aquel generoso despacho.

Por dicha que Madrigal Nieto no sabía la intención del Rector, porque su gentil aporte sirvió para reforzar una amistad muy productiva, de años, con aquella inteligencia natural, privilegiada, pero siempre bajo el control ecuánime del pensador Russelliano más destacado de los 70.

Manteníamos algunas complicidades creativas y bastantes contradicciones, pero compartíamos café cada semana. Le gustaba el debate, la dialéctica. Mas yo nunca crucé la raya de que él era mi jefe. Ni tampoco él lo hizo para compartir la intimidad de mi bohemia. Eso sí, se mostró muy feliz cuando su hijo, Xavier, fue mi alumno; y con su compañera de vida: Marlene, degustamos algunos ratos de vinos y canapés en los frecuentes cocteles del mundillo artístico o diplomático.

Amante del cine, el teatro y la belleza femenina, algunas veces hablamos de ellas, pero siempre con el respeto, admiración y recato, del circunspecto caballero cartaginés que fue en todo momento.

Los 70 fueron años de fulgor: resplandecía el teatro en Costa Rica, Nicaragua se libraba de Somoza y don Claudio  empezaba las tareas reformadoras que le encomendó el III Congreso Universitario.

Rasgo de su dignidad científica, lo fue el rechazo de una condecoración legendaria que le ofrecía, con insistencia, un prestigioso gobierno de las Europas:

–“¿A cuenta de qué me van a colgar una medalla por el simple hecho de ocupar este cargo? Si apenas estoy cumpliendo con mi deber”, –me dijo, cuando no hallaba como esquivar el compromiso.

Finalmente le explicó, al terco diplomático, que ya le había dicho a otra embajada que él no recibía medallas, y que si ahora abría el portillo, le iban a llenar el pecho de abalorios que quizás no merecía. Que muchas gracias, pero que no podía faltar a su palabra.

Era pulcro, nítido. Inspiraba admiración y respeto. Ni un café recibía de gratis. Digno líder para una gran institución. Eran otros tiempos.

En las tareas universitarias que nos juntaron, emprendimos más de cien cosas: desde la gran exposición con Hugo Díaz, hasta la sacudida de la Escuela de Arquitectura, pasando por el fortalecimiento y cambio del periódico Universidad, cuyo actual edificio lo seleccionó él, la traída de un teletipo francés, la limpieza de la Radio, la salida de Cotico, la reforma del sistema de becas, y algunos escarceos contra el diario de Llorente, que no quedaba en Llorente.

Todo muy estimulante y placentero para mí.

Pero también le ocasioné ciertos dolores de cabeza: como el de la marihuana en el Semanario o las caricaturas contra Monge. Pero nada como cuando me exigió que le pidiera disculpas públicas a un columnista, a quien tuve que azotar por necio e inquisidor. Le respondí que no, que no lo haría, porque “no pide perdón quien no está arrepentido”.

Él tenía encima a La Nación, a la ANFE, y a toda la prensa derechista reclamando mi cabeza, pero no les tuvo miedo. Me había prometido el despido, pero se decidió por una carta de reprimenda, que los diarios publicaron, y todo el mundo quedó contento. Yo el que más.

Seguimos de amigos.

Nada tenía que ver yo con sus áreas de sabiduría, y me aventajaba en dos décadas y tres o cuatro doctorados, pero me honró con su amistad franca, y mucho aprendí de él. Quizás hasta algunos comportamientos los heredé de aquellas tardes de café, en el viejo edificio de tablones que hoy ocupa el Confucio, un instituto de divulgación de la sabiduría china. ¡Linda relación!.

En todos aquellos años, nunca fue mi profesor de tiza y pizarrón, pero me iluminó bastantes inteligencias: de las viejas y de las nuevas, y quizás por aquello de las  distancias mutuas, ahora descubro que nunca le di las gracias.

Sirvan estas letras para hacerlo, y para enviarle mi cálido abrazo a esa familia alegre, fuerte y numerosa que también su natural inteligencia, le permitió mantener armónica hasta sus 92 años de servir al país.

¡Que sean muchos más!…

Porque la muerte siempre depende de nuestra memoria, y leer sus libros, disponibles en la web, será la mejor forma de cumplir ese objetivo.


1.Relato completo en  …Y no los dejen respirar (EDUCA 1995). Únicamente en bibliotecas.

2.Relato completo en  …Y no los dejen respirar (EDUCA 1995). Únicamente en bibliotecas.

3.Relato completo en  Los hechizados del siglo XXI (Prisma 2006). Disponible en Amazon.com

 

Texto compartido con SURCOS por Rogelio Cedeño Castro.

La hora de la muerte del diario La Nación

Carlos Morales Castro.

Carlos Morales Castro, periodista y escritor

La muerte de un periódico no es una buena noticia. Es un amargo y triste suceso. Y no debería alegrar a nadie, ni siquiera a sus más nítidos adversarios.

Cada vez que un diario se suspende, o se muere, es como una luz que se apaga en el firmamento del pensar humano. Puede que sea una luz brillante, transparente o incluso negra, pero siempre es un rayo de expresión, que, por afinidad o por contraste, sirve para ordenar y afinar lo que meditamos, lo que constituye nuestro welstanchaum o visión de mundo.

A mí me duele muchísimo que desaparezca La Nación, pero anoche, como a la una de la mañana, me despertó la moto que la reparte, y, el golpecito de su escaso peso contra mi puerta desató estas cavilaciones.

Para un periodista –con tinta en las venas– esa hora de reparto (1 a.m.), solo significa que el tiraje fue muy breve, y además el “paff” suficientemente fuerte. Por la mañana pude comprobar que eran solo 32 páginas, y que en ellas no había ni siquiera un anuncio pagado. Bueno, sí, había uno, pero era una auto promoción de la misma compañía que la financia.

Estos síntomas, en un periódico comercial que se supone vive de sus anuncios y sus ventas, solo se puede interpretar como un anticipo de la muerte. Como una agonía.

Es bien sabido que me he enfrentado por años al pensamiento de esa empresa, pero tal vez ya se ha olvidado que allí dí mis primeros pasos como profesional y, que dejé en sus páginas momentos estelares de mis cincuenta años de periodismo. Por eso, me da mucha pena lo que le está pasando. Aunque estimo que se lo ha buscado. En La Nación hay épocas de épocas. No siempre ha sido la misma, de seguro les quedará el digital, pero eso ya es otro cantar.

Cuando el elenco de Guido Fernández emprendió los cambios liberales de ese diario, en 1968, se procedió a ventilar y modernizar todo su contenido y formato, empezando por el catecismo anquilosado de la clase cafetalera propietaria, que marcaba todo su estilo. Con gran lucidez, Guido alegró los espacios, los humanizó, contrató servicios periodísticos modernos (Europa Press, ACAN-Efe, Cartoon Network), abrió mentes, inventó la página Quince, con colaboradores de todo el espectro ideológico, incluida la izquierda de Patio de Agua. Planificó la introducción del color y con ello la salida del plomo y la linotipia. Estimuló todo lo cultural (Áncora, cine, teatro), y mil cosas más.

Su presencia inteligente, muy culta, de exquisita pluma y magnífico trato, nos inyectó una mística de trabajo que nos hacía partícipes del triunfo económico redundante. Éramos solo 14 periodistas, pero llenábamos un periódico de 128 páginas que pesaba más de medio kilo. Solito, íngrimo, Leví Vega Martínez, se mandaba hasta 50 gacetillas diarias. El tiraje superaba los 110.000 ejemplares y llegaba a todo rincón del país antes de las 7 de la mañana.

¡Trabajábamos como hormigas!, aunque ganábamos poco.

Tal era el entusiasmo, que una noche, como a las 1 de la mañana, cuando pasábamos con Bosco Valverde por la rotativa para mirar cómo había quedado nuestro trabajo ya impreso, descubrí un lamentable error en la portada. No recuerdo ahora cuál era, pero se trataba de algo muy grave, inaceptable para nuestro orgullo profesional. Estaba en “la primera” y era tan vergonzoso como escribir cajón con “g” o kilo con “u”.

No sé de adonde saqué pecho (que nunca he tenido), y le dije a Cabeto (jefe de talleres) que había que parar la máquina para corregir la estulticia aquella.

Esto era talvez más grave que el error, pues una vez que la Koenig de seis bovinas arranca con sus tres toneladas de peso, detenerla implica un atraso de alto riesgo. Tan peligroso como llamar a don Guido a esas horas.

No obstante, se detuvo el tiraje y empezó la meticulosa reparación.

Esto no es cosa fácil: Hay que desacelerar el monstruo (le llamábamos la “María Cecilia”, como la vetusta locomotora del FalP), desatornillar la plancha cónica de plomo adherida al rodillo, ir a la platina, para sacar del marco la línea errónea, pedirle al Macho Lindberg que lanzara en su Mergenthaler la línea correcta, encajar el lingote otra vez en el marco, montar en carretillo la doble plana de plomo, decirle a Gorgojo que proceda a “matrizar” la plancha suave y que vaya Canfinera a traer en “la perra” (carretilla), la nueva teja desde el crisol ardiente.

Con recorridos de unos 100 metros, entre la rotativa y la caldera, esto se tomó por lo menos media hora.

Pero eso no era todo, ahora había que pegar planchas, ajustar y alinear la cinta de papel blanco en cada rodillo, disparar la alarma, activar el monstruo, y empezar a sacar pruebas hasta que se pudiese acelerar la Koenig a la velocidad de producción de 500 periódicos por minuto. Nadie usaba protectores de oído, el escándalo era infernal y había que hablar a gritos. (A Bosco no le costaba).

Todo salió bien. La flamante Nación del sábado circuló esa mañana sin ningún error de ortografía. Pero ya el lunes, a mediodía, don Guido me llamó a su despacho y me pegó una raspada como pocas veces en mi carrera. Sólo porque me quería mucho, no me despidió del trabajo.

Yo, que me sentí epopéyico periodista bohemio, a los 20 años de edad, no podía saber que, los 30 minutos largos gastados en la corrección, sirvieron para que los transportes (buses, trenes, barcos, aviones, bicis y motocicletas, como la que me despertó) perdieran sus entronques, y los paquetones de diarios se quedaran botados en las verdulerías de los pueblos, listos para envolver yuca y guineos, porque después de las 8 a.m. ya eran tan inútiles como el pan añejo.

Cito todo este nocturnal, para ejemplificar lo que era el periodismo apasionado de los 60 y 70, y dejar claro que La Nación de hoy tiene poco que ver con la de aquellos tiempos. Aunque se llame igual. Empezando por la libertad interna que reinaba en la Redacción, por el pensamiento liberal que le imprimió Guido, y por la calidad y dimensión de lo que hacíamos periodistas académicos de la UCR con los veteranos más famosos de su momento, como Danilo Arias Madrigal, Manuel Formoso Peña, Joaquín García, Santiago Pedraz, Fernando Naranjo, Marco A. Salazar.

Esa pobrecita Nación que hizo “plop” en mi puerta, pasadita la medianoche, cuando en los 70 no habría ni arrancado el tiraje, solo me indica que ha perdido terreno. Que ya son pocos sus suscriptores, que en media hora se hace todo el envío y que, encima, nadie quiere suscribirse ni anunciarse.

Eso es una tragedia, y es producto de muchas causas, pero se pueden aventurar algunas.

Cuando Guido partió a Canal 6, por discrepancias con la Directiva, las derechas recobraron fuerza en la orientación del diario: descuidaron el servicio público de la información que lo motivó a nacer, eliminaron pensamientos abiertos, aplicaron censura, triplicaron los anuncios, Cuba se volvió el Leviatán de sus páginas, acentuaron partidarismo con el PUSC, apoyaron la presencia yanki en Guanacaste, azuzaron la guerra contra los sandinistas, suscribieron el Acta de Santa Fe, aplaudieron el Friedmanismo Reagan-Pinochet, apoyaron a los Chicago boys, destruyeron el Colegio de Periodistas, frivolizaron el contenido y, así por el estilo, hasta lapidar este año al advenedizo Rodrigo Chaves, quien, muy a su pesar, ganó la Presidencia de Costa Rica y les cerró el único canal de ingresos que tenían (Parque Viva).

Así, perdieron toda la antigua clientela, y se quedaron sólo con sus íntimos seguidores y con un broncón en Zapote que puede aligerar su muerte y que durará cuatro años.

Ya para este año, se habían echado encima a medio mundo –no solo a Juan Diego–, y claro, con el triunfo de Chaves les empezó a llover: Cero publicidad del Gobierno, retiro de suscripciones, pocos canjes de socios millonarios y las esquelas mortuorias de sus parientes y afines, como rédito escaso.

Con eso no se puede pagar una planilla de 70 periodistas, ni sostener los gastos de una rotativa inmensa que apenas vende flyers o prospectos a otras entidades. No da ni para el gas de la moto que me puso a pensar en esto.

La circulación habrá bajado a la quinta parte de los años 70 y los libros de contabilidad solo marcan números rojos. El destino está echado. Parece muy difícil que ese órgano de prensa logre reparar los daños infligidos a su público y que pueda hacer viable un matutino que ya no sirve ni como propagador de ideologías. Su arremetida contra Chaves y la consecuente derrota electoral, demuestra que ya ni como influencer funciona. La gente no lo aprecia, no lo respeta, se ha echado al país en contra… No es que le vayan a prender fuego –como a La Información, en 1919–, pero al dejar de comprarlo, y de anunciarse, van a tener que cerrarlo. Eso explica la actual diversificación de su capital en carreras de autos, sector turismo, industria cervecera, hotelera, espectáculos, construcción de viviendas, radios fallidas, corridas de toros, etc., etc.

También han apretado en Llorente la desaparición de impresos por todo el mundo, el auge implacable de las redes sociales y las querellas más variados por injurias o manejo fiscal. Una verdadera agonía. Todo parece indicar que su hora final está llegando. Para decirlo con un colofón cursi:

Ex nihilo nihil, finis coronat opus. (Nada viene de la nada, el final corona lo hecho).

Mas prefiero, de verdad, que Dios no me haga profeta, que me deje como novelista, que es lo mismo que mentiroso, pues no le deseo la muerte a ninguna luz de la galaxia Gutenberg, aunque sea una luz negra, titilante. Como esa.

 

Publicado por el autor en su página web, compartido con SURCOS por Rogelio Cedeño Castro.

“Noches de Estreno con Hugo Díaz”, de Carlos Morales

  • De la Feria Internacional del Libro agosto- setiembre 2017
  • San José de Costa Rica
  • Carlos Morales EUNED San José, Costa Rica, 2017

 

Rogelio Cedeño Castro

Rogelio Cedeno Castro
Rogelio Cedeño Castro

Conmovedor, agradable, además de por momentos nostálgico relato, lleno de imágenes evocadoras sobre las circunstancias y particularidades del auge estético en la producción teatral que se da en Costa Rica, durante los primeros años de década de los setenta y en el transcurso de la siguiente, donde el autor expone además del inusual encuentro entre las artes dramáticas y las artes gráficas que allí se produjo, para dar lugar a una síntesis memorable entre esas dos dimensiones de la estética, las que era preciso explorar o al menos, así lo sintió, el creador y gestor de este bello libro, con el que deja al lector emocionado al cerrar sus páginas, después de una lectura que discurre fluida, por la amorosa perspectiva con que están elaboradas. En estas hermosas páginas, evocadoras y sinceras, el periodista y escritor Carlos Morales Castro, nos da cuenta de su extraordinario periplo existencial de más de veinte años, junto con el gran artística gráfico, Hugo Díaz(1930-2001), el que tiene lugar con momentos de grandes desencuentros iniciales, y otros de gran sintonía que los conducen a emprender la aventura de llevar adelante un extraordinario trabajo, precisamente el de acercar el teatro, en su diario quehacer, a la memoria histórica de una sociedad o país como el nuestro, a través de la genial pluma de Hugo, desde la que fluyen caudalosas las creaciones de sus dibujos, con los que termina por inmortalizar, de cierta manera, a los actores y sus representaciones en el escenario.

También Carlos Morales nos hace un bosquejo contrastante entre la personalidad de Hugo y la suya, de un entonces joven impetuoso, las que a pesar de todo se unieron en esa empresa, que trasladó el trabajo en escena de los actores a las imágenes de la prensa diaria, siempre unidas la crítica teatral a la que Carlos se lanzó muy joven, según nos cuenta el mismo, cuando trabajaba en el diario La Nación y le propuso a su jefe, el recordado Guido Fernández, uno de los gurúes en ese campo, que el haría o quería hacer la crítica teatral en ese diario, frente a la que era prevaleciente en esa época, la que juzgaba blanda, plana y complaciente. Fue entonces cuando Guido le aceptó y le dijo que lo siguiera haciendo, que él sólo expresaría sus discrepancias cuando lo creyera conveniente. Sin duda fue en ese momento en el que Carlos Morales se lanzó a esa aventura, de la que ahora nos da cuenta con toda su maestría, además de sinceridad, y sentido de la perspectiva histórica, dentro de la que se dio el auge de la producción teatral en la Costa Rica de los setenta, del siglo anterior. También cabe destacar la importancia de la gestión del naciente ministerio de cultura, con Alberto Cañas Escalante(1920.2014), quien ocupó esa cartera, pero también fue un dramaturgo y crítico importante, con el que el autor sostuvo una gran amistad, al igual que con Guido Saénz quien además de ministro de cultura, también era actor y escritor, muy importantes ambos para la creación e impulso de las actividades de la Compañía Nacional de Teatro, las que prepararon el terreno para el auge teatral, al que contribuyeron también los numerosos artistas del Cono Sur, como los Catania, Alejandro Sieveking, Bélgica Castro, con su Teatro del Ángel y otros muchos que venían huyendo de las dictaduras militares del Cono Sur. Realmente, pienso que resulta agradable, y vale la pena sumergirse en estas páginas, con sus bellas ilustraciones tan evocadoras.

 

Enviado a SURCOS por el autor.

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