Carlos Morales Castro, periodista y escritor
La muerte de un periódico no es una buena noticia. Es un amargo y triste suceso. Y no debería alegrar a nadie, ni siquiera a sus más nítidos adversarios.
Cada vez que un diario se suspende, o se muere, es como una luz que se apaga en el firmamento del pensar humano. Puede que sea una luz brillante, transparente o incluso negra, pero siempre es un rayo de expresión, que, por afinidad o por contraste, sirve para ordenar y afinar lo que meditamos, lo que constituye nuestro welstanchaum o visión de mundo.
A mí me duele muchísimo que desaparezca La Nación, pero anoche, como a la una de la mañana, me despertó la moto que la reparte, y, el golpecito de su escaso peso contra mi puerta desató estas cavilaciones.
Para un periodista –con tinta en las venas– esa hora de reparto (1 a.m.), solo significa que el tiraje fue muy breve, y además el “paff” suficientemente fuerte. Por la mañana pude comprobar que eran solo 32 páginas, y que en ellas no había ni siquiera un anuncio pagado. Bueno, sí, había uno, pero era una auto promoción de la misma compañía que la financia.
Estos síntomas, en un periódico comercial que se supone vive de sus anuncios y sus ventas, solo se puede interpretar como un anticipo de la muerte. Como una agonía.
Es bien sabido que me he enfrentado por años al pensamiento de esa empresa, pero tal vez ya se ha olvidado que allí dí mis primeros pasos como profesional y, que dejé en sus páginas momentos estelares de mis cincuenta años de periodismo. Por eso, me da mucha pena lo que le está pasando. Aunque estimo que se lo ha buscado. En La Nación hay épocas de épocas. No siempre ha sido la misma, de seguro les quedará el digital, pero eso ya es otro cantar.
Cuando el elenco de Guido Fernández emprendió los cambios liberales de ese diario, en 1968, se procedió a ventilar y modernizar todo su contenido y formato, empezando por el catecismo anquilosado de la clase cafetalera propietaria, que marcaba todo su estilo. Con gran lucidez, Guido alegró los espacios, los humanizó, contrató servicios periodísticos modernos (Europa Press, ACAN-Efe, Cartoon Network), abrió mentes, inventó la página Quince, con colaboradores de todo el espectro ideológico, incluida la izquierda de Patio de Agua. Planificó la introducción del color y con ello la salida del plomo y la linotipia. Estimuló todo lo cultural (Áncora, cine, teatro), y mil cosas más.
Su presencia inteligente, muy culta, de exquisita pluma y magnífico trato, nos inyectó una mística de trabajo que nos hacía partícipes del triunfo económico redundante. Éramos solo 14 periodistas, pero llenábamos un periódico de 128 páginas que pesaba más de medio kilo. Solito, íngrimo, Leví Vega Martínez, se mandaba hasta 50 gacetillas diarias. El tiraje superaba los 110.000 ejemplares y llegaba a todo rincón del país antes de las 7 de la mañana.
¡Trabajábamos como hormigas!, aunque ganábamos poco.
Tal era el entusiasmo, que una noche, como a las 1 de la mañana, cuando pasábamos con Bosco Valverde por la rotativa para mirar cómo había quedado nuestro trabajo ya impreso, descubrí un lamentable error en la portada. No recuerdo ahora cuál era, pero se trataba de algo muy grave, inaceptable para nuestro orgullo profesional. Estaba en “la primera” y era tan vergonzoso como escribir cajón con “g” o kilo con “u”.
No sé de adonde saqué pecho (que nunca he tenido), y le dije a Cabeto (jefe de talleres) que había que parar la máquina para corregir la estulticia aquella.
Esto era talvez más grave que el error, pues una vez que la Koenig de seis bovinas arranca con sus tres toneladas de peso, detenerla implica un atraso de alto riesgo. Tan peligroso como llamar a don Guido a esas horas.
No obstante, se detuvo el tiraje y empezó la meticulosa reparación.
Esto no es cosa fácil: Hay que desacelerar el monstruo (le llamábamos la “María Cecilia”, como la vetusta locomotora del FalP), desatornillar la plancha cónica de plomo adherida al rodillo, ir a la platina, para sacar del marco la línea errónea, pedirle al Macho Lindberg que lanzara en su Mergenthaler la línea correcta, encajar el lingote otra vez en el marco, montar en carretillo la doble plana de plomo, decirle a Gorgojo que proceda a “matrizar” la plancha suave y que vaya Canfinera a traer en “la perra” (carretilla), la nueva teja desde el crisol ardiente.
Con recorridos de unos 100 metros, entre la rotativa y la caldera, esto se tomó por lo menos media hora.
Pero eso no era todo, ahora había que pegar planchas, ajustar y alinear la cinta de papel blanco en cada rodillo, disparar la alarma, activar el monstruo, y empezar a sacar pruebas hasta que se pudiese acelerar la Koenig a la velocidad de producción de 500 periódicos por minuto. Nadie usaba protectores de oído, el escándalo era infernal y había que hablar a gritos. (A Bosco no le costaba).
Todo salió bien. La flamante Nación del sábado circuló esa mañana sin ningún error de ortografía. Pero ya el lunes, a mediodía, don Guido me llamó a su despacho y me pegó una raspada como pocas veces en mi carrera. Sólo porque me quería mucho, no me despidió del trabajo.
Yo, que me sentí epopéyico periodista bohemio, a los 20 años de edad, no podía saber que, los 30 minutos largos gastados en la corrección, sirvieron para que los transportes (buses, trenes, barcos, aviones, bicis y motocicletas, como la que me despertó) perdieran sus entronques, y los paquetones de diarios se quedaran botados en las verdulerías de los pueblos, listos para envolver yuca y guineos, porque después de las 8 a.m. ya eran tan inútiles como el pan añejo.
Cito todo este nocturnal, para ejemplificar lo que era el periodismo apasionado de los 60 y 70, y dejar claro que La Nación de hoy tiene poco que ver con la de aquellos tiempos. Aunque se llame igual. Empezando por la libertad interna que reinaba en la Redacción, por el pensamiento liberal que le imprimió Guido, y por la calidad y dimensión de lo que hacíamos periodistas académicos de la UCR con los veteranos más famosos de su momento, como Danilo Arias Madrigal, Manuel Formoso Peña, Joaquín García, Santiago Pedraz, Fernando Naranjo, Marco A. Salazar.
Esa pobrecita Nación que hizo “plop” en mi puerta, pasadita la medianoche, cuando en los 70 no habría ni arrancado el tiraje, solo me indica que ha perdido terreno. Que ya son pocos sus suscriptores, que en media hora se hace todo el envío y que, encima, nadie quiere suscribirse ni anunciarse.
Eso es una tragedia, y es producto de muchas causas, pero se pueden aventurar algunas.
Cuando Guido partió a Canal 6, por discrepancias con la Directiva, las derechas recobraron fuerza en la orientación del diario: descuidaron el servicio público de la información que lo motivó a nacer, eliminaron pensamientos abiertos, aplicaron censura, triplicaron los anuncios, Cuba se volvió el Leviatán de sus páginas, acentuaron partidarismo con el PUSC, apoyaron la presencia yanki en Guanacaste, azuzaron la guerra contra los sandinistas, suscribieron el Acta de Santa Fe, aplaudieron el Friedmanismo Reagan-Pinochet, apoyaron a los Chicago boys, destruyeron el Colegio de Periodistas, frivolizaron el contenido y, así por el estilo, hasta lapidar este año al advenedizo Rodrigo Chaves, quien, muy a su pesar, ganó la Presidencia de Costa Rica y les cerró el único canal de ingresos que tenían (Parque Viva).
Así, perdieron toda la antigua clientela, y se quedaron sólo con sus íntimos seguidores y con un broncón en Zapote que puede aligerar su muerte y que durará cuatro años.
Ya para este año, se habían echado encima a medio mundo –no solo a Juan Diego–, y claro, con el triunfo de Chaves les empezó a llover: Cero publicidad del Gobierno, retiro de suscripciones, pocos canjes de socios millonarios y las esquelas mortuorias de sus parientes y afines, como rédito escaso.
Con eso no se puede pagar una planilla de 70 periodistas, ni sostener los gastos de una rotativa inmensa que apenas vende flyers o prospectos a otras entidades. No da ni para el gas de la moto que me puso a pensar en esto.
La circulación habrá bajado a la quinta parte de los años 70 y los libros de contabilidad solo marcan números rojos. El destino está echado. Parece muy difícil que ese órgano de prensa logre reparar los daños infligidos a su público y que pueda hacer viable un matutino que ya no sirve ni como propagador de ideologías. Su arremetida contra Chaves y la consecuente derrota electoral, demuestra que ya ni como influencer funciona. La gente no lo aprecia, no lo respeta, se ha echado al país en contra… No es que le vayan a prender fuego –como a La Información, en 1919–, pero al dejar de comprarlo, y de anunciarse, van a tener que cerrarlo. Eso explica la actual diversificación de su capital en carreras de autos, sector turismo, industria cervecera, hotelera, espectáculos, construcción de viviendas, radios fallidas, corridas de toros, etc., etc.
También han apretado en Llorente la desaparición de impresos por todo el mundo, el auge implacable de las redes sociales y las querellas más variados por injurias o manejo fiscal. Una verdadera agonía. Todo parece indicar que su hora final está llegando. Para decirlo con un colofón cursi:
Ex nihilo nihil, finis coronat opus. (Nada viene de la nada, el final corona lo hecho).
Mas prefiero, de verdad, que Dios no me haga profeta, que me deje como novelista, que es lo mismo que mentiroso, pues no le deseo la muerte a ninguna luz de la galaxia Gutenberg, aunque sea una luz negra, titilante. Como esa.
Publicado por el autor en su página web, compartido con SURCOS por Rogelio Cedeño Castro.