Perú y Guatemala: devoraron la honestidad
“Necesitamos una Nación
donde la corrupción
no sea una forma
consentida de gobernar”,
Javíer Díez Canseco.
Lic. José A. Amesty R.
En el transcurso de pocas semanas, han explotado dos naciones, una sudamericana y otra centroamericana, producto de los altos índices de corrupción, entre otras; en las altas, medias y bajas esferas de sus gobiernos, Perú y Guatemala. Lo irónico, es que sus presidentes, afirmaron alguna vez, en el caso de Alejandro Giammattei: “persigamos la maldita y asquerosa corrupción”; en el caso de Martín Vizcarra: “que se investigue todo, incluso aquellas denuncias que ya fueron archivadas”. Es obvio, que no pudieron, o se dejaron llevar por la descomposición social, política, económica, entre otras, aunque era su bandera política al llegar al gobierno. Echemos un vistazo a algunos datos, sobre la corrupción en estos dos países, aunque lo que da es vergüenza; sin extrañarnos, que haya nuevos casos prontamente, ya que al parecer los gobiernos de derecha en América Latina están echando aguas, y la corrupción los está engullendo. En el caso del presidente peruano Martín Vizcarra, fue destituido por el Congreso Nacional por “incapacidad moral permanente”, pero lo sarcástico es que ese Congreso Nacional, más de 60 de sus parlamentarios, tienen denuncias en la Fiscalía, algunos tienen sentencia probada, y están esperando la decisión del Congreso, para que se levante su inmunidad parlamentaria. Veamos que la moción de destitución del mandatario fue aprobada por 105 votos a favor, 19 en contra y cuatro abstenciones, superando ampliamente los 87 necesarios, al cierre de una sesión plenaria de casi ocho horas. Entre quienes votaron por sacar al presidente estuvieron los legisladores del Fujimorismo, con una larga historia vinculada a la corrupción, y que saborearon su venganza, contra el hombre que les hizo perder su mayoría en el Parlamento, y apoyó los procesos anticorrupción que llevaron a prisión a su jefa Keiko Fujimori.
También votaron su destitución legisladores del ultranacionalista, Unión por el Perú, cuyos principales parlamentarios están acusados de corrupción, y que es dirigido desde la cárcel por el ex militar Antauro Humala -hermano el expresidente Ollanta- en prisión desde 2004, por la muerte de cuatro policías, durante la toma de una comisaría en un frustrado intento de derrocar al expresidente Alejandro Toledo.
Asimismo, los legisladores de Podemos Perú, partido dirigido por un empresario que se ha hecho millonario con el negocio de universidades de baja calidad, y que fue detenido acusado de haber sobornado magistrados, para lograr la irregular inscripción de su partido, que responde a una secta evangélica.
Lo cierto es, que las denuncias de corrupción son un flagelo que ha afectado, al menos, a los últimos seis gobernantes peruanos: Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Ollanta Humala, el suicidado Alan García, Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra; sin incluir los recientes Manuel Merino y Francisco Sagasti.
Lo cierto también es que, las entidades que conforman el Estado peruano, están, desde hace muchos años, en un proceso de degradación (de la clase dominante), que arrastra a toda la sociedad hacía su debacle e inviabilidad como país, cuya clase dirigente es incapaz de resolver, y quienes no se dan cuenta de este proceso de degradación social, que pone en jaque a todo su estrato social, pero que lastimosamente el pueblo peruano, aún herido por años de embrutecimiento, opresión y represión, sin dirección política alguna, no puede capitalizar a su favor, esta condición revolucionaria.
Un caso emblemático de corrupción en América Latina, y del cual no escapa Perú, son las denuncias, investigaciones y confesiones de ejecutivos del grupo empresarial Odebrecht, quien involucra a gobernantes, funcionarios y empresarios peruanos, ya que entre el 2005 y el 2014, efectuó sobornos por 29 millones de dólares, a cambio de los cuales obtuvo más de 143 millones de beneficio, fechas y cifras que figuran en un informe del Departamento de Justicia de EEUU, y que de acuerdo a las normas del país del norte, Odebrecht deberá pagar una multa de más de 3,5 mil millones de dólares, por haber entregado 788 millones de dólares, en sobornos para obtener contratos del sector público.
Algunos historiadores del Perú sitúan la corrupción desde una perspectiva ideológica de la corrupción (corrupción estructural), y cuya expresión mejor elaborada es: “ha robado, pero ha hecho obras”, refiriéndose a los mandatarios y funcionarios públicos peruanos.
En este sentido, la propia narración de la historia republicana peruana, a través de textos y no pocos tratados de historia, para la educación superior, ha contribuido con la ideología de la justificación del robo oficial, del soborno administrativo y de todo tipo de maniobras para apoderarse de millones del presupuesto nacional, en cada nivel gubernamental.
Claro, en las últimas décadas esta ideología, como percepción falseada de la realidad, se ha extendido y sofisticado en los procesos políticos electorales, desde las elecciones generales a la presidencia, hasta las regionales y municipales.
Hay, pues, entonces, según algunos historiadores, una corrupción de origen histórico, que ha ido conformado esa lacra ideológica de la corrupción. Pero la corrupción en el Perú no tiene solamente un origen histórico. Es la misma estructura económica y social imperante la que reproduce esa herencia histórica. El contenido patrimonialista del Estado, el carácter marcadamente privatizado de ese aparato de dominio de unas clases sobre otras dirige y promueve la tendencia a apropiarse de todo lo que sea posible en cuanto se asume una posición de poder.
Y en este sentido, para acabar con la corrupción, los cambios jurídicos no bastan, como lo propuso, en algún momento, el candidato a la presidencia Ollanta Humala, especialmente la no prescriptibilidad de los delitos de hurto en agravio del Estado, y la no aplicación de los privilegios penitenciarios a estos delincuentes de cuello y corbata.
Estas propuestas son importantes, pero insuficientes para terminar con el flagelo que corroe al viejo Estado peruano, que requiere una remoción total de su actual estructura económica y social.
Y qué decir de Guatemala y la corrupción. Iniciamos con un dato nada liviano, sucedido el año pasado, en relación a la descomposición de la sociedad guatemalteca.
Las autoridades de Guatemala impidieron el ingreso al país (2019) de un integrante, de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), el colombiano Yilen Osorio, esta Comisión Anticorrupción, patrocinada por la Organización de las Naciones Unidas ONU, está investigando a varios integrantes del gobierno, incluido el presidente, Jimmy Morales, y su hermano (Samuel Morales), que niegan todo tipo de acusaciones. Osorio dirige una investigación por presunta corrupción, en la que estarían involucrados entre otros también el vicepresidente del Congreso, Felipe Alejos.
Jimmy Morales, fue presidente de la República de Guatemala, entre el 14 de enero de 2016 y el 14 de enero de 2020, tras ser electo en las elecciones generales de 2015.
Por supuesto, activistas humanitarios y autoridades indígenas ancestrales, repudiaron la retención de Osorio, además una veintena de organizaciones y municipalidades indígenas, calificaron de “vergonzosa” esa decisión de retener al investigador colombiano.
La premio Nobel de la Paz de 1992, Rigoberta Menchú, pidió ayer a la comunidad internacional condenar la retención del investigador de la CICIG.
En los últimos 11 años, la Comisión individualizó numerosos casos de corrupción que involucraron a más de 600 personas en Guatemala.
En resumen, Jimmy Morales, es considerado como el peor presidente de la Guatemala “democrática”, deja un país desolado por la desigualdad, el empobrecimiento y el pacto de corruptos.
Le sucede, Alejandro Giammattei, quien, según opinadores, no implicará mayores cambios para Guatemala, más que el aumento del autoritarismo, la represión y la continuidad del “pacto de corruptos”.
Con un 57,95% del electorado guatemalteco, obtuvo la victoria presidencial Giammattei, en medio de unas elecciones caracterizadas por el intervencionismo, el lawfare y el porcentaje más alto de abstencionismo en la historia, el 61,41%.
Llega al gobierno guatemalteco, con acusaciones en torno, primero, a la intromisión de la Corte de Constitucionalidad para eliminar de la contienda electoral a Thelma Aldana y a Zury Ríos, lo que posibilitó el camino electoral para Giammattei y Sandra Torres, de la Unión Nacional de la Esperanza (UNE), y segundo, Alejandro Giammattei es conocido por la masacre en el Pavón en 2006. Fue director del Centro Penal cuando se llevaron a cabo una serie de asesinatos, los cuales serían demostrados por la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala CICIG, como parte de una política de limpieza social y mano dura.
Giammattei, durante la campaña electoral, se encontró rodeado por militares y por personas acusadas de corrupción. Además, en distintos momentos, Alejandro Giammattei alardeó sobre su tono autoritario y la mano dura es una de sus promesas de campaña.
Fue extraño, que, durante un viaje a Taiwán, los nombramientos de la rama securitaria, fueran hechos por los militares, sin su presencia.
A su vez, como si fuera poco, diversas carteras del Estado se encuentran en manos de ex asesores del Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Todo parece indicar que en Guatemala seguirá reinando el neoliberalismo blindado por el Ejército.
Una perla en su gestión es que se suma la impunidad como política de Estado, donde Jimmy Morales fue juramentado como parte del Parlamento Centroamericano (PARLACEN). Brindándole a Morales la inmunidad parlamentaria. De momento, por donde se vea, las expectativas sobre cambio en Guatemala son prácticamente nulas. Y ello es una mala noticia para quienes viven en Guatemala y en toda Centroamérica.
Finalmente, hemos conocido las últimas informaciones, que tras la aprobación del presupuesto neoliberal para 2021, manifestantes incendian el Congreso Nacional y exigen la renuncia del presidente Giammattei, cuyo presupuesto no prevé aumentos en las partidas de salud y educación, y tampoco en las destinadas a combatir la pobreza y la desnutrición infantil.
El presupuesto de casi 12.800 millones de dólares, un 25% más abultado que el de este año 2020. La mayoría de los fondos, están dirigidos a infraestructuras para beneficiar al sector privado.
El 60% de la población, de casi 17 millones de habitantes de Guatemala, la mayoría indígenas, vive en la pobreza y la desnutrición infantil afecta a casi el 50% de los niños menores de cinco años. Además, varias entidades económicas y analistas advierten que es un riesgo que un tercio del presupuesto sea financiado por deuda.
Asimismo, el Congreso había aprobado préstamos por más de 3.800 millones de dólares, para atender la pandemia, aunque solo se concedieron menos del 15% de esos recursos, que no se usaron en temas de salud.
Los manifestantes llenaron la plaza central, frente al antiguo palacio de gobierno en la capital, portando banderas azul y blanco del país, y pancartas con lemas como “No más corrupción”, “Fuera Giammattei” y “Se metieron con la generación equivocada”.