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Etiqueta: países periféricos

Lo político hoy

Por Arnoldo Mora

Como es habitual en los filósofos, comienzo por definir los conceptos fundamentales en los que se inspiran las reflexiones que emborronan las líneas siguientes. Estos conceptos se encuentran ya en el título de este artículo. Hago notar que no hablo de “política” sino de “lo político”, sustantivo neutro, lo que indica que no hablo de acciones, o de la dimensión antropológico-ética sino de una categoría que se sitúa en el ámbito de lo ontológico, es decir, en lo real; lo cual se debe a que considero que la crisis que actualmente vive con no disimulada angustia la humanidad y, por supuesto, afecta a nuestro país, no tiene antecedentes en la era contemporánea. Solemos opinar en torno al quehacer político señalando en tono acusador, como la raíz de todos los males de la sociedad, el que los políticos sean corruptos o incompetentes- cosa, por lo demás, que por desgracia, se da frecuentemente – pero no explicitamos o definimos lo que entendemos por “política”, dando por un hecho que todos hablamos de lo mismo; lo cual se presta a no pocas equivocaciones y hace que no siempre nos entendamos. Esto es muy grave, pues el quehacer político tiene como instrumento indispensable el diálogo, sin lo cual no hay comunicación entre seres humanos, con lo que la política pierde su capacidad de reconocernos como personas.

La noción tradicional de “política” la debemos a Maquiavelo, el creador de la política como teoría en la era moderna, entendiendo por “política” todo lo que tiene que ver con el poder, tanto de su conquista como de su ejercicio, sea como praxis, sea como formulación teórica o doctrinal que busca legitimarlo, lo que Marx llama “ideología”. Gracias a lo cual nos preguntamos de dónde viene ese poder del que hablamos, o cómo se articula su ejecución en una sociedad y en una coyuntura histórica dadas; porque mucho depende de lo que entendamos por tal el ejercicio mismo del poder político al que nos enfrentemos. Aclarar estos conceptos en torno al poder político es necesario para lograr una convivencia en una sociedad que aspira a ser “humana”. Es de esta reflexión radical que me ocuparé en estas breves líneas. Lo político hoy en día está en crisis, lo cual no significa algo peyorativo necesariamente, porque el ser humano siempre vive en crisis, es decir, en proceso de gestación, nunca está acabado, como muy bien lo han señalado los filósofos existencialistas. Por ende, lo que corresponde preguntarse es de dónde viene esta crisis actual y que ha llevado a que tanta gente menosprecie todo aquello que tenga que ver explícitamente con la política. Lo cual es un absurdo dado que no podemos vivir sin el quehacer político. Cada vez que nos ocupamos de la relación con el otro estamos ejerciendo alguna forma de poder, es decir, estamos haciendo política. Lo malo es que lo hacemos sin tomar conciencia de lo que estamos haciendo y del alcance de lo que hacemos. El origen y la raíz de todo lo malo que experimentamos y sufrimos, dice Heidegger, no es el mal uso de nuestro libre albedrío, como lo enseña la ética de origen judeocristiana, sino la rutina, el miedo o desidia de pensar, cuando las cosas se toman trivialmente a pesar de su gravedad; por lo que nos hacemos eco sin más de las voces provenientes del ambiente sociocultural que nos rodea. Esto es lo que debemos combatir. La crisis de lo político, a la que aludimos cuando nos referimos a la naturaleza de lo político, proviene de que lo que entendemos por tal en la edad contemporánea y se inspira en los principios ideológicos de la Revolución Francesa (1789) ya está dejando de ser funcionales. Hacer política en la edad contemporánea es construir el estado nación. De ahí que la ideología dominante sea el nacionalismo. El amor a nuestro terruño y el consiguiente rechazo a quienes nos invaden pretendiendo expoliarnos de nuestros recursos y riquezas, es la causa de las guerras en tantas latitudes de nuestro sufrido planeta. El origen de la violencia en los países periféricos, que habitan en todo el entorno que rodea a Occidente y que constituyen la inmensa mayoría, tanto de la población como de la extensión territorial, y que poseen la mayor parte de los recursos estratégicos por ser indispensables para el desarrollo de una sociedad, que pretende beneficiarse de la revolución científica y de sus implicaciones y aplicaciones tecnológicas. La consecuencia más significativa de la II Guerra Mundial es el proceso de descolonización que desde entonces viven las antiguas colonias de África, Asia y el Caribe; en el caso de Nuestra América, los procesos revolucionarios buscan romper los vínculos de dependencia de índole imperial.

Pero esto es tan sólo la condición indispensable (“conditio sine qua non”) para dar el salto de la era contemporánea a otra, que ya está en gestación y que se basa en el uso o aplicación de la inteligencia artificial, que constituye la gran revolución de nuestro tiempo. Aun así, la apropiación de los ricos y abundantes recursos naturales está en el origen de la violencia política imperante. Pero que involucra a toda la humanidad, pues ya no existen problemas políticos locales, todos nacen en un lugar pero pronto denotan poseer una dimensión planetaria. La humanidad es cada vez más unitaria, demostrando ser un sujeto único y ya no sólo un abigarrado mosaico de naciones particulares. Pero el desafío de estos países es que, siendo una sociedad basada en la conciencia nacional cuyo origen era una comunidad agraria, ahora debe convertirse en una sociedad abierta al mundo entero, construir un sujeto planetario pero que no se da automáticamente, sino que requiere crear organismos e instituciones regionales que promuevan la identidad nacional basada, no tanto en ideologías sino en tradiciones culturales, en donde la lengua materna juega el papel preponderante. Pero todo teniendo como meta la construcción de un poder planetario como medio idóneo, para asumir creativamente los desafíos que representan la galopante destrucción de los recursos naturales y la amenaza de un apocalipsis termonuclear en el campo político, desafíos que implican la posibilidad real de la desaparición de la especie sapiens. Por desgracia, las Naciones Unidas tal como fueron concebidas e impuestas después de la II Guerra Mundial por las potencias ganadoras, no responden a las exigencias de los tiempos actuales en pleno siglo XXI.

Quien parece estar llenando ese vacío es el Papado Romano. Hablo del “Papado Romano” y no de la Iglesia o religión católica, pues los católicos son muchos y muy variados en sus concepciones políticas, mientras que el Vaticano es un Estado que se rige por un centralismo político absoluto anterior al surgimiento de los estados nacionales, hasta el punto de que constituye la única teocracia y monarquía absoluta todavía existente en Occidente. Nadie como el Papa Francisco, recién fallecido, el primero en la historia proveniente de un país periférico, lo ha comprendido; lo cual explica la repercusión planetaria de su muerte y la expectativa que la elección de su sucesor ha despertado en el mundo entero, hasta el punto de que durante semanas ha sido el tema central de casi todos los medios de comunicación y de las cancillerías de países los más variados y dispares del planeta. Pero el papado nutre su poder en una concepción religiosa del mundo y de la vida; lo cual es válido en la dimensión última de la existencia, es decir, en el cuestionamiento en torno al destino de la humana existencia. Pero para el ejercicio del poder se requieren instituciones de índole estrictamente políticas, basadas en el consenso de los estados y nutridas de los valores culturales y en las relaciones comerciales de las regiones. Es por eso que se requiere una nueva y total refundación de las Naciones Unidas. Esto es lo que yo entiendo debe ser en la actualidad “lo político”.

Después de Trump

Arnoldo Mora

La conciencia que la humanidad tiene del rol preponderante que juegan los Estados Unidos, el más reciente y último –eso esperamos- imperio universal de Occidente, quedó patente, una vez más, con la actitud asumida casi unánimemente por los pueblos de la tierra, frente a los acontecimientos que tuvieron verificativo en ese país durante las elecciones presidenciales pasadas y, sobre todo, ante los acontecimientos que pusieron término – ¿por ahora? – dramáticamente al conato de golpe de estado. Ese intento de golpe de estado, inspirado en la manera como ellos mismos lo acostumbran hacer en todas partes en donde ven amenazados sus “intereses”- es decir, los intereses de sus trasnacionales, que se nutren de la explotación de las materias primas de los países periféricos – puso en vilo a la humanidad entera; todo el mundo estaba consciente de que allí se jugaba, en medida no desdeñable, el destino de la especie sapiens; no era un asunto doméstico de quienes lo habían provocado; podría devenir en un asunto de vida o muerte para la humanidad entera; un golpe de estado de índole fascista en Washington haría realidad lo que Hitler intentó hacer y tuvo como desenlace la II Guerra Mundial. No nos ha de extrañar, por ende, el sentimiento de alivio que muchos en todos los rincones del planeta experimentaron cuando se dio el feliz desenlace de tan arriesgada y riesgosa aventura; sentimiento acentuado con la inusual ceremonia – marcada por las medidas militares de precaución ante la amenaza de terroristas nacionales y para evitar el contagio de la Covid-19- de la toma de posesión del nuevo presidente, un anciano de endeble salud y formado en la más rancia tradición política, pues su único oficio conocido es haber sido senador. La escogencia de Biden sólo puede interpretarse como una visceral y clara reacción de la mayoría del electorado yanqui, ante el fracaso de la afirmación de Trump de que todos los males de la sociedad norteamericana provenían de la corrupción del establishment político, incrustado en las instituciones consideradas, desde los días de los padres de la patria, como base fundamental del edificio “democrático” de la nación, y ubicadas en la Casa Blanca y el Capitolio; esto explica el ataque de hordas fascistas al Capitolio y el berrinche de Trump al verse obligado a abandonar, sino hasta el último minuto y sugiriendo que volvería, las instalaciones de la Casa Blanca.

El fracaso de Trump – ¿momentáneo? – es el fracaso de un intento de deslegitimar las tradiciones o, más exactamente, la rutina del ejercicio del poder político imperial. Pero, en realidad, sólo se trataba de cambiar las formas, no el fondo del quehacer político; más aún, si algún “mérito” (¿?) le hemos de reconocer a Trump, es haber puesto en evidencia la podredumbre que excreta el poder imperial de la Roma americana; como en la conocida y divertida leyenda, bastó que un niño –Trump- señalara que la noble dama Lady Godiva andaba desnuda, para que la impúdica farsa del poder imperial quedara al desnudo ante la mirada estupefacta del mundo entero.

Pero, no nos hagamos ilusiones, Trump puede estar no sólo ya muerto políticamente y a un tris de parar con sus huesos de viejo y degenerado corrupto en la cárcel -¡ojalá¡- pero sólo como persona física, porque el movimiento que él ha suscitado, sale hoy más fuerte que hace 4 años; las cifras no engañan: más de 74 millones votaron por él, 45% de los cuales le siguen con perruna fidelidad aún hoy día; 95% de los que votaron por Trump creen que hubo fraude, es decir, están firmemente convencidos de que el nuevo gobierno es espurio y, por ende, antidemocrático; la fe en el sistema “democrático” norteamericano está severamente golpeada; haga lo que haga la nueva administración, siempre será objeto de sospecha y rechazo por casi la mitad de los ciudadanos yanquis, pues en la política pasa lo mismo que en el amor: si se pierde la confianza todo está arruinado. Esto lo cambia todo; hoy el enemigo de Estados Unidos no está afuera; en vano se buscaría en Pekín o Moscú, y menos en Pyongyang, Caracas o la Habana, porque está en sus propias entrañas; como en la lúcida y esclarecedora película de Bergman, la serpiente ha incubado un huevo que engendrará una nueva víbora. Desde este punto de vista, buscar las causas de los males endémicos de la “democracia” norteamericana fuera de sus fronteras, no deja de ser un acto de mala fe, como sospecho parece estar incurriendo el nuevo Secretario de Estado; si insiste en ese trillado e irresponsable juego, como ya lo advirtió en la cumbre (virtual) de Davos el líder de China, la consolidada potencia hegemónica mundial, el nuevo gobierno yanqui pondría en peligro la paz mundial en detrimento de todos, incluidos en primer lugar, quienes lo provoquen. Por su parte, Putin, al derrotar en Siria a la OTAN y a sus aliados regionales del régimen sionista, ha demostrado estar mucho más avanzado en tecnología bélica y estrategias militares que sus adversarios occidentales. China ha proseguido con su política de conformar pactos de amplio espectro en el campo comercial, como lo demuestra la formación de una zona de libre comercio – la más amplia y poderosa del mundo actualmente- con todos los países de Asia y Oceanía, con la – ¿momentánea? – excepción de la India; en la misma línea de apertura mundial en los mercados, ha de interpretarse el acuerdo recién firmado entre China y la Unión Europea. Con ello, queda claro que el epicentro de las finanzas mundiales no es más Wall Street.

Las repercusiones en los ámbitos económico, social y político no han hecho sino ahondar y acelerar la crisis estructural del fallido modelo neoliberal, crisis que, desde 2008, ha venido siendo el protagonista principal del escenario de la geopolítica mundial. Hasta ahora, las medidas adoptadas por los sectores hegemónicos de la metrópoli imperial para enfrentar su crisis interna, no sobrepasan el ámbito coyuntural, muy justas por lo demás, tales como dar de inmediato multimillonarios subsidios a los sectores más empobrecidos, solventar el problema de los inmigrantes, contrarrestar la ola racista y combatir los prejuicios supremacistas tan en boga en la administración anterior y, lo más importante, tratar de imponer mayores cargas impositivas a las minorías plutocráticas. Pero esto no basta; para llegar al fondo del problema se debe cambiar radicalmente el “orden” económico-mundial imperante desde los acuerdos de Breton Wood, impuestos por la potencia que se creyó ganadora luego del cataclismo de la II Guerra Mundial. La solución no está en exportar la guerra a los países periféricos con el único fin de satisfacer los apetitos criminales de ganancias del complejo militar industrial, el más poderoso lobby en los sinuosos pasadizos de Washington; las élites imperiales deben, por fin, llegar al convencimiento de que la guerra ya no es un negocio, como lo ha señalado en múltiples ocasiones el Papa Francisco. Para lograr una salida a la crisis actual, se requiere que los países periféricos se unan y conformen un bloque que les dé protagonismo en el escenario de la geopolítica mundial; la pandemia ha demostrado fehacientemente que la humanidad es una sola, por lo que ya no hay problemas locales: las calenturas de unos pocos pronto se convierten en la pulmonía de todos…

Y para poner punto final a estas reflexiones, cabe preguntarse: y en Tiquicia ¿qué? Ese asunto lo trataré en un próximo artículo.