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Etiqueta: poder de facto

Independencia judicial: de las palabras a los hechos

Magister José Manuel Arroyo Gutiérrez
Ex magistrado y Profesor Catedrático UCR

            Con frecuencia oímos discursos, reflexiones, conferencias; o bien se organizan debates, seminarios y congresos; o se escriben artículos, tratados, listas de mandamientos, tesis de graduación y un sinnúmero de manifestaciones académicas en torno al tema de la independencia judicial. Todas esas palabras están bien. Pero no son suficientes. Hacen falta las actuaciones y los hechos.

            Lo cierto, digo yo después de una vida profesional dedicada a la función pública y a la carrera judicial, es que el juez independiente es aquél que, por vocación, por valores y por integridad personal decide serlo. Hay muchas tentaciones y amenazas ahí afuera. No hay protecciones legales, constitucionales ni materiales que puedan detener la debilidad o el oportunismo de quien, desde la privilegiada posición de la judicatura, decide traicionar la misión esencial o el rol social decisivo que le corresponde jugar.

            Las principales amenazas a la independencia judicial vienen de los otros poderes, los formales y los de facto. El poder de los políticos, los personajes influyentes social, económica o religiosamente; el poder de los superiores dentro de la estructura misma del Poder Judicial; y ni qué decir la poderosa influencia de los medios de comunicación que presionan en uno u otro sentido. Y de otra parte, están también los poderes informales o de facto, el de los delincuentes comunes, y los peores, los de la delincuencia de cuello blanco o las mafias del crimen organizado. Venderse es la tentación más frecuente y fácil en la cual caer. Y no se trata sólo de la manera más pedestre o vulgar recibiendo dinero a cambio de favores. Están las formas sutiles como archivar una denuncia, dejar que prescriba la causa, absolver al culpable, condenar al inocente. Hay gente tan vendida que el agente poderoso no necesita ni siquiera llamarla, insinuarle o hacerle el depósito bancario. Su servilismo olfatea, adivina, intuye lo que se espera de él (o ella).

            Una tentación peligrosísima es trazarse una carrera judicial ascendente dispuesto a pagar cualquier precio; llegar a la cima con una encomienda que cambie la jurisprudencia para servir a los señores que prestaron ayuda; meterse en el mundillo de las cámaras y reflectores para ganar protagonismo público (pasando información a ciertos periodistas para contar con “buena imagen” y favores), o ser capaces de la infamia y la calumnia en los procesos de nombramientos (“si no soy lo suficientemente virtuoso inventaré vicios inconfesables en mis contendientes”; “si tengo que olvidarme de los amigos de ayer, pues cultivaré nuevas amistades”).

            Pero ante todo, esto de ser juez o jueza, tiene que ser una auténtica vocación. He visto jóvenes profesionales, competentes y valiosos, que tiran la toalla a medio camino. El trabajo judicial siempre es complejo y excesivo; exige muchas renuncias, sacrificios y ciertamente a veces es riesgoso, si es que se quiere hacer como es debido. La vocación auténtica, en el caso de los profesionales del derecho en general y particularmente respecto de los funcionarios judiciales, radica en el valor Justicia. Ese valor se refiere no sólo a la justicia del caso concreto, sino al valor de Justicia Social. No puede haber un buen juez que no recienta la desigualdad, la inequidad o la discriminación de seres humanos en su acceso a los derechos fundamentales. Serían como sacerdotes sin fe en Dios o como médicos a los que no les importe la salud de sus congéneres. Por cierto, que los hay, los hay.

            La última frontera de esa vocación auténtica está cuando el buen juez, llevado por sus principios y su integridad moral, enfrenta la amenaza, la descalificación, y hasta la agresión o violencia contra su vida, sin hacer concesiones, sin traicionarse a sí mismo ni traicionar el juramento de actuar conforme a la ley y sólo la ley. Es ahí cuando recuperamos la esperanza.

            La valentía no es un adorno más, prendido a la toga. Es un requisito sin el cual no hay justicia que valga.

Sabanilla, 17 de febrero de 2021.

Costa Rica no es Uruguay

Abelardo Morales Gamboa
Universidad Nacional / FLACSO Costa Rica

Las comparaciones son odiosas, se dice, pero en el caso del Covid pueden resultar inclusive burdas: Costa Rica está más cerca de la tendencia de contagio de otros países con un crecimiento aún mayor y con los cuales comparte algunas características, que de Uruguay, a pesar de que hay quienes quieren imponerlo como modelo. Si, Uruguay es el único país de América Latina al que le ha ido bien en la contención de la pandemia, pero hay que conocer bien cuáles son las razones estructurales y coyunturales. La extensión territorial del país suramericano es 4,3 veces mayor que la de Costa Rica; mientras tanto la cantidad de sus habitantes equivale a dos tercios de los habitantes de Costa Rica.

Con 20 habitantes por km2 en Uruguay versus 98 en Costa Rica, sin lugar a dudas tanto la geografía como la demografía establecen una singular diferencia entre ambas realidades y entre los posibles determinantes de la suerte de uno y otro país en el manejo de la epidemia.

Pese a que Uruguay comparte extensas fronteras con Brasil y Argentina, países en los que el brote de la pandemia estaba en fases verdaderamente alarmantes; en ninguna de ambas fronteras había grandes empresas agrícolas con los regímenes de explotación laboral y hacinamiento de trabajadores como los que provocaron los primeros disparos de la nueva fase de contagios en Costa Rica; ni tampoco en las zonas metropolitanas de Uruguay existe la concentración de población en condiciones de hacinamiento. San José, la capital de Costa Rica, dista mucho de tener las condiciones urbanas y la disposición espacial de Montevideo.

Hubo diferencias y similitudes en el desarrollo de la estrategia en la primera fase entre ambos países. Contrario a lo que se repite, el Gobierno de Uruguay que asumió el mando al puro inicio de la pandemia, si decretó cierres de fronteras, confinamiento obligatorio, distanciamiento físico, suspensión de lecciones, espectáculos públicos, desde el primer momento. En Costa Rica esas decisiones, debido a presiones políticas y económicas, se demoraron casi un mes desde que llegaron los primeros extranjeros contagiados. Un gobierno de derecha, presidido por Luis Lacalle en Uruguay, recién electo, pese a un ajustado resultado ante su rival de izquierda el Frente Amplio, gozaba de un margen de aceptabilidad política para nada comparable con la del Gobierno de Carlos Alvarado, en Costa Rica que enfrentaba desde inicios de año un fuerte cuestionamiento y escándalos políticos. Eso también establece las correspondientes diferencias en la coyuntura política de ambos escenarios.

Así como el sistema educativo, el sistema de salud en Uruguay son mucho más sólidos y fuertes que en Costa Rica, pese a que este segundo país también cuenta con ventajas frente a sus más inmediatos vecinos. El sistema de salud de ese país es considerado como uno de los mejores del mundo y en Uruguay la educación es pública, gratuita y laica; aunque hay un sistema privado, la población en su totalidad tiene derecho a ella de forma gratuita desde el nivel preescolar hasta el universitario. Los sistemas públicos en Costa Rica siguen siendo fuertes, pero desde hace décadas experimentan el merodeo de la voracidad de los negocios; amenazas de las que tampoco está exento el Uruguay.

En otras palabras, un aparato público y eficiente ha sido clave en el llamado éxito uruguayo frente a la pandemia; pero también una población que ha tenido acceso a la educación, que ha vivido represión, confinamiento, estados de sitio, y dispuesta a adoptar los hábitos de la disciplina sanitaria, fueron fundamentales en el acatamiento de protocolos de salud.

En vez de mirar objetivamente hacia Uruguay, las cúpulas del empresariado costarricense, cada vez más parecidas culturalmente al resto de los centroamericanos, miran a El Salvador como su ejemplo y los desvaríos de su presidente.

Costa Rica no es Uruguay, pero está todavía en la posibilidad de regresar al momento de un mejor manejo de la epidemia; eso sí, si se toman las medidas políticas que quizás tendrán que ser más severas pese a que la población no esté acostumbrada a ellas, y si las fuerzas que ejercen ese poder de facto en este gobierno deponen sus intereses egoístas y aceptan que se han equivocado con sus ciegas presiones.

Al resto de los habitantes nos toca adoptar seriamente la disciplina y asumir la responsabilidad cívica y solidaria que corresponde, para que aquello del país del pura vida, no se quede en un mero recuerdo nostálgico. Es tarde, pero estamos a tiempo de que el tren se devuelva para recoger lo que dejamos olvidado en alguna estación.

Foto: UCR