No en mi nombre, estimado monseñor No formo parte de ese supuesto
«clientelismo político» suyo.
Interpelación, respetuosa pero firme, de Pilar Ureña, laica católica,
de larga andadura en luchas por la justicia, inspiradas en el Evangelio, al
Obispo Manuel E. Salazar Mora, por su discurso del pasado 2 de agosto.
Monseñor
Manuel Salazar Mora,
Obispo de Tilarán y Liberia.
Estimado Monseñor
Como ansiada agua de mayo hemos esperado y finalmente escuchado, la homilía
que ha dirigido usted a los costarricenses el pasado 2 de agosto. Homilía
ansiada, pues se ha hecho costumbre que el pueblo de Dios siempre espera
escuchar de sus hermanos obispos las orientaciones, la luz y la guía del
Evangelio que nos ayuden a enfrentar los graves problemas que aquejan a nuestra
sociedad costarricense y que día a día, en nuestro diario vivir, enfrentamos
cuando tratamos de construir la sociedad más justa posible.
Efectivamente el pueblo costarricense se encuentra hoy día a merced de
una serie de corrientes económicas, filosóficas, religiosas, que surgen, en
síntesis, desde el más profundo egoísmo. Estas corrientes, todo lo pervierten
confundiendo a todos, desde el más pequeño hasta el más poderoso. Sus palabras
se esperan porque alientan y consuelan los anhelos más íntimos de todas las
personas de buen corazón que se encuentran trabajando un día sí y otro también
en la construcción del bien común. Nos invita a superar el egoísmo como raíz de
todos los males para construir una sociedad de amor y de justicia.
Sin embargo, tengo la impresión de que su intento de brindar estas
luces, se puede haber visto opacado por algunos conceptos que, en mi humilde
opinión, generan confusión en este pueblo de Dios que habita la pequeña Costa
Rica y desequilibran y desarmonizan el mensaje que ha querido dejarnos a los
costarricenses.
Coincido con usted en que los católicos, ciudadanos también de este
país, “tenemos el derecho inviolable a meternos en política”. Entendida la
política, con usted muy bien señala, como “el esfuerzo para construir el Bien
Común”. En ese sentido, como pequeños granos de levadura, los creyentes
intentamos fermentar la masa. Intentamos ser sal de esta tierra bendita…
sembramos día a día el grano de mostaza, la semilla que el sembrador nos ha
dado, a la espera del gran Viñador, cuando venga a recoger su cosecha. Siervos
inútiles somos, que trabajamos día a día en Su Viña. Y cuando hacemos esto, lo
hacemos con la absoluta certeza de que construimos así su Reino.
Cada creyente, desde nuestros propios carismas y llamados personales
del Señor. Cada uno, en nuestro diminuto espacio… grande o pequeño, ejecutando
o dirigiendo, como ciudadano o como gobernante.
Sé que estando en el mundo, sin ser del mundo, y en el caso de Costa
Rica, en el débil ejercicio de la democracia, los creyentes debemos enfrentar
nuestras convicciones, contra viento y marea en un mar turbulento de ideas y de
conflictos creados con oscuras intenciones. Sé que la mayoría de las veces
saldremos maltrechos (eso se lo digo desde un corazón muchas veces herido y
quebrantado). Como creyentes hemos sido vencidos en muchas de esas
batallas…comenzando con la más dolorosa y gloriosa al mismo tiempo, la que
terminó con Jesús colgado en una Cruz. Con Él y gracias a Él, hemos logrado
resucitar, una y otra vez, de todas las experiencias de muerte o de desoladoras
“noches obscuras”, consolados siempre por el Dios de la Vida.
Además, los creyentes, lentamente, hemos aprendido a discernir y
reconocer las “semillas de Reino” presentes en el mundo… La presencia
silenciosa y permanente del Dios Creador que descubrimos en el encuentro con
todas las culturas y en todos los tiempos.
Quiero hacer una pequeña anotación sobre este espacio particular del
Reino de Dios, donde el creyente participa en todas las esferas de la política
(entendida como usted lo dice, como la búsqueda del bien Común). Ese espacio de
la política ha sido asignado al pueblo de Dios en su estado laical, desde el
Evangelio y desde la Doctrina Eclesial. Estoy convencida de que no es necesario
que ahonde más en la esencia de la misión de los Obispos y de los sacerdotes,
quienes, con una gran sensibilidad social, formación y claridad, deberán
acompañar al laicado en esta gran tarea de la construcción del Bien Común con
la acción política.
Es aquí donde siento yo que existe un desafortunado concepto expresado
en su homilía: Hace usted afirmaciones muy serias sobre el derecho de los
creyentes a participar en la política (cosa de lo que, en mi opinión, en Costa
Rica nadie puede quejarse, pues hasta un Pastor Evangélico estuvo a punto de
ganar las pasadas elecciones). Esta confusión nace, al terminar usted con una
frase que perfectamente podría confundir a cualquiera que desconozca nuestra
historia nacional y nuestra eclesiología católica. Dice usted “Y los clérigos
políticamente tenemos derecho ¡a no ser ciudadanos de segunda categoría,
minoría discriminada”
Antes de continuar, debo aclararle que no soy partidaria de don Carlos
Alvarado. Tengo dificultades para defender su gestión y su capacidad de comunicación
con los diversos sectores sociales del país. Tal vez esta aclaración me permita
hacerle este comentario sin que lo considere usted que me mueven pasiones
político-partidarias.
Ustedes, sacerdotes y obispos no han sido discriminados de la
participación política en Costa Rica. En el momento de recibir y aceptar la
llamada de Dios a tan maravillosa vocación renuncian voluntariamente a esa
posibilidad, de igual manera a como asumen, por ejemplo, el celibato, la
pobreza y la obediencia. Son decisiones personales de obediencia a lo interno
de la vida eclesial. Estos conceptos son elementos básicos de nuestra formación
catequética, documentada en nuestro básico Catecismo, pero además sustentados
en infinidad de documentos doctrinales. Es igual a la renuncia que hacemos los
laicos, a tener varios esposos, o a divorciarnos (aunque exista una ley que lo
permita) o nuestras elecciones personales de llevar una vida austera. Son
renuncias y opciones personales, tanto las suyas como las nuestras, las cuales
asumimos porque creemos en ellas. En este tipo de decisiones, el Estado no
participa, ni debiera participar nunca.
Es por eso, que, en esta pequeña Costa Rica, desconcierta escuchar en
un documento eclesial, la frase con la que finaliza su párrafo: “Los creyentes tenemos
derecho a la libertad religiosa, la exigimos.” Afirmar eso en la Costa Rica
histórica y la Costa Rica actual me parece que hace exacerbar los ánimos en un
pueblo confundido y que requiere de la mayor lucidez en este momento histórico.
Debo decirle, que como creyente, nunca me he sentido discriminada, en
razón de mi fe o en el ejercicio de mi vocación laical, la cual trato de
asumirla con la responsabilidad y la entrega que mis pobres limitaciones
personales permiten. Creo que debemos tener mucho cuidado con las
generalizaciones expresadas sin fundamento concreto. No es cierto que “Como
católicos nos sentimos a veces marginados e invisibilizados, por autoridades
civiles”. Victimizarnos a nosotros mismos, por asunto de nuestra fe, cuando
muchos sectores sociales viven en la más absoluta y sistemática marginación e
invisibilización, sin voz y en el absoluto abandono, para mí ha sido
vergonzante, estimado Monseñor. Los pueblos indígenas, las mujeres pobres y
marginadas, las personas migrantes, los pueblos despojados de su derecho a una
nacionalidad, las personas asesinadas por defender la Naturaleza y a sus
pueblos y a sus tierras, ¡cuántos rostros del Cristo sufriente, realmente
marginados e invisibilizados por las autoridades civiles!… ¿con qué cara puedo
presentarme ante ellos a decirles que he sido marginada e invisibilizada por mi
fe?
El otro de los puntos que me ha generado un gran desconcierto, es su
discurso sobre las personas sexualmente diversas. Sin ánimo de ofenderle, debo
decirle que ha actuado usted como lo hace la típica persona homófoba: “Yo no
soy homófobo… pero” Ese terrible “pero” que cae como losa pesada sobre las
personas que viven en la más profunda angustia, porque no se entienden, porque
no saben qué es lo que les pasa, porque no saben cómo amar a su hijo o hija
amada, que buscan con desesperación una salida a lo que está viviendo. Algunas
de estas situaciones, fruto de abusos que nacieron en nuestra amada Iglesia.
Ese “pero” maldito, que termina condenando al otro: “Pero también es cierto,
que tenemos derecho a exigir respeto a las creencias cristianas de la mayoría
de la sociedad costarricense”.
No solo se ha contentado usted con borrar con el codo, la maravillosa
lección cristiana de amor, nacida del mismo Maestro Jesús, sobre la acogida en
el amor a las personas sexualmente diversas que señala al inicio del párrafo,
sino que además, ha osado aglutinarnos a los creyente en un supuesto y “fuerte
caudal político” para defender sus ideas, sean las que sean, que por cierto,
según su texto, parecen ser la mismas que hemos escuchado a los
fundamentalistas y recalcitrantes cristianos, ahora sus aliados .
No en mi nombre, estimado Monseñor. No formo parte de ese supuesto
“clientelismo político” suyo, que reclama algún tipo de regalía. No desde mi fe
en el Jesús del Madero y por su padre Resucitado. Mi obediencia, a prueba a lo
largo de los años de trabajo en la Iglesia, no llega a tanto.
Los derechos humanos de las minorías no afectan de ninguna manera los
derechos humanos de las mayorías. No se preocupe usted. Un derecho humano
alcanzado por una persona beneficia a toda la humanidad. Un derecho humano
violentado a una persona, violenta a toda la humanidad. Este principio básico,
nos debe llenar de paz, Monseñor. Como creyentes no debemos temer: leyes que
traten de humanizar los derechos (humanos y civiles) de una minoría no afectan
a nuestra vida cristiana y nuestra libertad de vivirla. Es tarea nuestra,
interna, de los cristianos, formar a nuestros hijos en el amor, en el respeto,
en la tolerancia, en los principios de la justicia y de la paz, formarlos en la
fe, y ser contrapeso, desde el amor, al egoísmo. Ahí tiene usted razón: a mis
hijos los educo yo… pero agrego: en el Amor y la tolerancia.
Como lo dijo el Maestro: «Así, todo escriba que se ha hecho discípulo
del Reino de los Cielos es semejante al padre de familia que saca de sus arcas
lo nuevo y lo viejo”.
Me encantó por cierto su frase: “La política es el arte de negociar: a
veces ceder para ganar todos.” Con todo respeto, Monseñor, debería comenzar a
ponerla en práctica.
María del Pilar Ureña Álvarez
Compartido con SURCOS por el Centro Dominico de Investigación (CEDI).