Felipe Triana Rincón, estudiante de la Maestría Académica en Biología del Sistema de Estudios de Posgrado de la Universidad de Costa Rica lidera una investigación pionera que busca generar datos clave sobre la ecología espacial de las serpientes y su adaptación tras ser reubicadas.
“El problema es que no sabemos qué pasa cuando en vez de matarlas, las reubicamos en un bosque cercano. ¿Sobreviven? ¿Logran adaptarse? No existen datos sobre esto, y mi investigación busca responder esas preguntas con evidencia científica”, expresó Triana.
En su tesis titulada “Evaluación de los programas de reubicación de serpientes en Costa Rica a partir de la ecología espacial de Crotalus simus (Serpentes: Viperidae)”, Triana aborda una problemática recurrente en el país: el miedo y desconocimiento hacia estos reptiles, que frecuentemente lleva a su eliminación cuando se encuentran cerca de áreas urbanas. “Serpiente buena para la gente es serpiente muerta”, explica Triana.
Gracias a esfuerzos del Instituto Clodomiro Picado en conjunto con Bomberos de Costa Rica, se ha implementado un programa donde las personas pueden llamar al 911 para que las serpientes sean trasladadas en lugar de sacrificarlas. Sin embargo, hasta ahora no se ha analizado cómo estas reubicaciones afectan su comportamiento y supervivencia.
El Sistema de Estudios de Posgrado (SEP), en estos 50 años de su fundación, continúa reafirmando su compromiso con la excelencia académica y la investigación. La Maestría Académica en Biología es un ejemplo del impacto positivo de estos programas, al formar profesionales que aportan soluciones a problemáticas ambientales urgentes.
“Desde el SEP siempre hemos aportado conocimiento y buenas prácticas en todas las áreas del conocimiento y una de ellas en las ciencias básicas, consolidándonos como el sistema de posgrados más robusto de la educación pública y privada en Costa Rica”, concluyó la Dra. Flor Jiménez Segura, decana del SEP.
Un estudio pionero para la conservación
Las serpientes cumplen un papel fundamental en los ecosistemas al regular poblaciones de roedores y otros animales que, sin control, podrían generar desequilibrios. Sin embargo, su conservación sigue siendo un reto, en gran parte por la falta de información.
“A nivel de investigación, mi proyecto de posgrado es el tercero en América Latina en generar datos espaciales sobre una víbora”, señala Triana. “Sin datos ecológicos confiables, la conservación de especies se hace a ciegas. No podemos asegurar que lo que estamos haciendo realmente funciona”.
Este trabajo contribuirá no solo al conocimiento científico en Costa Rica, sino también a la generación de mejores estrategias de conservación en toda la región.
Mag Olga Marta Ramírez Hernández Comunicadora Sistema de Estudios de Posgrado (SEP)
La bocaracá común (Bothriechis schlegelii) Foto: Alejandro Solórzano.
Luko Hilje Q. (luko@ice.co.cr)
Publicado originalmente en la revista digital europea MEER
Al leer el título del presente artículo, más de un lector pensará que perdí la chaveta, pues… ¿quién habría de proteger o conservar a un grupo de animales al que se le asocia de manera axiomática con la perfidia y la muerte?
No obstante, es pertinente insistir en que «no son, necesariamente, ni más feas ni más bonitas que otros animales, pero nacieron malditas en la memoria colectiva de la humanidad, a lo cual sin duda ha contribuido fuertemente la visión bíblica del génesis, cuando Adán y Eva fueron inducidos al pecado —¡desventuras de su apariencia fálica!— por una malévola serpiente. Pobre “animala” —sí, porque incluso le endilgaron el género femenino—, pues fue ella la que terminó estigmatizada con el pecado original, que nunca podrá borrar». Esto lo escribí en un artículo intitulado Serpientes, publicado en el diario La República (8-III-2005) para saludar la aparición de la primera edición del libro Serpientes de Costa Rica, del apreciado amigo y herpetólogo Alejandro Solórzano López.
Un neonato de la boa arborícola norteña (Corallus ruschenbergerii). Foto: Roel De Plecker.
Han transcurrido 18 años, y debo decir que ahora se renueva en mí ese regocijo, mientras me deleito hojeando y ojeando un ejemplar de la segunda edición del libro, que recién vio la luz, gracias a la visión y al tesón de Alejandro, asiduo y consumado investigador de nuestros reptiles, a cuyo estudio ha dedicado más de 40 años. Algo muy meritorio es que, a diferencia de la primera edición, emergida de la editorial del Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio), esta vez Alejandro se aventuró a hacerlo como un proyecto personal, con los riesgos que eso implica; no obstante, con la credibilidad que se ha ganado, logró acopiar algunos fondos de entidades y personas amigas, y pudo ver cristalizado su sueño.
En realidad, si la primera edición alcanzó niveles de excelencia científica y estética, no hay un término superlativo para calificar esta nueva obra, tanto en términos cualitativos como cuantitativos. Esto es así porque, además de actualizar la información biológica y ecológica de las 147 especies hasta hoy conocidas como residentes en el territorio de Costa Rica —pues en los últimos años se describieron 10 nuevas especies—, su volumen se incrementó de 791 a 1116 páginas, mientras que la cantidad de fotografías aumentó de 300 a 710 imágenes, todas de calidad estupenda. Asimismo, en esta edición se incluyen tres nuevas y amplias secciones, provenientes de dos científicos invitados, ambos de gran prestigio en sus campos; al respecto, el Dr. Mahmood Sasa Marín escribió las secciones intituladas Origen y evolución de las serpientes y sus venenos, así como Conservación de serpientes en Costa Rica, en tanto que el Dr. José María Gutiérrez Gutiérrez hizo lo propio con la sección Envenenamientos por mordedura de serpiente en Costa Rica.
Mientras me solazo contemplando tantas formas, colores y comportamientos, no puedo dejar de evocar mi época de estudiante en la Universidad de Costa Rica.
Aunque desde muy temprano en mi carrera opté por la entomología agrícola, debía tomar algunos cursos electivos referidos a animales vertebrados, para poder graduarme como biólogo especializado en zoología. Ante este dilema, una de las pocas opciones que tenía era matricularme en el curso de Herpetología, impartido por el Dr. Douglas Robinson Clark. De él se decía que era muy estricto y hasta medio tirano, y que, con tal de encontrar y recolectar culebras, anfibios y lagartijas, llevaba a sus estudiantes a giras nocturnas por la ribera de ríos y quebradas, sin importarle otra cosa que regresar a las aulas con una muestra sustanciosa de especímenes vivos, para su posterior estudio.
Al respecto, como una confirmación de lo que se decía de él, aún recuerdo que un par de años antes de que me decidiera a inscribirme en su curso, al regreso de una gira por Guanacaste fui a esperar a una compañera que lo estaba tomando y, cuando llegaron, ¡me quedé patitieso y boquiabierto! «¡Bajen con cuidado!», les advirtió Douglas, pues en esa especie de arca de Noé con llantas —el memorable jeep Land Rover de doble cabina usado para las giras de la Escuela de Biología— viajaban más culebras, sapos, ranas y lagartijas que estudiantes. Para hacer más dramática tan pintoresca escena, en la parte posterior del vehículo, dentro de un saco de gangoche tendido sobre el piso, venía arrodajada una inmensa cascabel (Crotalus simus), mientras que en los asientos laterales flanqueaban el saco cuatro estudiantes. ¡Habían viajado cinco o seis horas con las piernas entumidas, así como con los pies intercalados con los traseros de los compañeros sentados en el asiento del frente, con tal de no pisar tan peligrosa víbora!
De momento, eso bastó para disuadirme de tomar el curso al año siguiente, aunque debo reconocer que, además, tenía cierta aversión o recelo hacia las serpientes. En efecto, recuerdo como si fuera hoy, y así lo narré en el artículo Turrialba y las terciopelos (Turrialba Hoy, mayo-junio 2005), que siendo muy niño, como familia vivimos a distancia la tragedia de Carlos Alberto Huete Coronado —cuñado de un primo hermano de mi madre—, quien en Turrialba fue mordido por una terciopelo (Bothrops atrox), sin que se le pudiera salvar la vida, tras incontables días de expectación y angustia. Así que, como no había prisa, le di largas al asunto.
Transcurrieron los años sin que yo llegara a tratar a ese temido profesor, que «hosco en su apariencia reptiliana, realmente escondía a un niño en su buen corazón, el cual afloraba espontáneo en su sonrisa y ojos cuando la timidez cedía», como lo describí en un pasaje del artículo Douglas (Semanario Universidad, 28-VI-1991), escrito a su muerte. Nuestras interacciones fueron escasas, y restringidas al ámbito político-académico, pues en dos años distintos fui presidente de la Asociación de Estudiantes de Biología y representante estudiantil, lo cual me daba el derecho de participar en las asambleas mensuales de profesores.
El herpetólogo Douglas Robinson. Foto: Franklin Chaves Solera
Sin embargo, tras obtener el bachillerato a fines de 1973, el inicio del nuevo año fue muy auspicioso, pues durante el verano pude tomar Ecología de Poblaciones, magnífico curso de posgrado ofrecido a estudiantes de países latinoamericanos por la Organización de Estudios Tropicales (OET). Aunque era un curso colegiado, con profesores de muy alto nivel, tanto nacionales como extranjeros, Douglas era el coordinador, junto con Gary Stiles y Sergio Salas Durán, y con ellos recorrimos gran parte del país aprendiendo a realizar investigación de campo. De tan fatigosos pero gratos días, en el artículo recién citado escribí lo siguiente sobre Douglas: «Nos puso a trabajar, en jornadas de más de quince horas diarias durante dos meses, para estudiar la ecología de las poblaciones naturales. El curso fue una expurgación de lo libresco, del reportecito fácil, de la biología de folletín. Ahí, entre la extenuación, nacimos como ecólogos».
Recuerdo que la primera zona que visitamos fue el suroeste del país, y durante una semana nos hospedamos en un pequeño hotel de la Compañía Bananera, en Quepos. Nomás empezando el curso, en una mañana de despiadado sol y copioso sudor, estábamos clavando unas estacas para delimitar una parcela de estudio en una plantación de palma africana. De súbito algo se movió y, a todo galillo, una compañera gritó: «¡¡¡Una culebraaaaaaa!!!», tras lo cual observamos que en el alto zacatal se formaba una ondulante estela conforme la serpiente huía veloz de nosotros y, sobre todo, de quien lanzó tan destemplado alarido.
Al instante, como si a un niño le hubieran avisado que fuera recoger un delicioso helado, Douglas sonrió con fruición y, sin pensarlo dos veces, corrió a grandes zancadas sobre la vegetación. En menos de cinco minutos estaba de regreso con la presa en sus manos, así como con una pícara sonrisa de oreja a oreja. «No se asusten. Es una boa», fue todo cuanto nos dijo. Desde ese día, Pablo —como la denominó, sin acta ni pila bautismal de por medio—, se convirtió en nuestro compañero de curso durante una semana. Ya de regreso a la UCR, y antes de partir hacia la segunda gira de estudio, al Cerro de la Muerte —las otras serían a Palo Verde, Monteverde y la Estación Biológica La Selva, en Sarapiquí—, la dejó en su laboratorio, donde lo acompañaría por varios años.
Un neonato de la boa arborícola norteña (Corallus ruschenbergerii). Foto: Roel De Plecker.
Durante los dos meses que duró el curso, la interacción cotidiana con Douglas hizo posible construir una relación académica de gran respeto mutuo, y en la que —de manera espontánea y sincera— me permitió que lo llamara por su primer nombre. Tanta fue su confianza, que en los dos años siguientes él y sus colegas me nombrarían asistente del curso, por lo que acrecentaría mi amistad con ellos, algo que me honra hasta hoy, a mis 70 años de edad, y cuando esos genuinos maestros que fueron Douglas y Sergio ya no están con nosotros.
Ahora bien, de regreso al curso lectivo normal, en marzo de 1974, tal fue mi relación académica con Douglas, que tomé con él el curso de Anatomía Comparada, así como un seminario de ecología de relaciones simbióticas, los cuales disfruté inmensamente, dada la calidad científica de este auténtico mentor. Por eso, en mi artículo póstumo expresé que «nos enseñó a dudar, a escrutar, a argumentar, a pensar. Nos transformó, para formarnos». Aún más, gracias a los provocadores desafíos que nos planteaba, me sentí estimulado para efectuar dos trabajos de investigación que, aunque breves, tiempo después se convertirían en artículos para revistas científicas, el primero de ellos sobre la relación entre la anatomía de los murciélagos y su alimentación, el cual apareció en la revista Brenesia, del Museo Nacional.
Y, bueno…, hasta entonces seguía con el pendiente de tomar el curso de Herpetología, lo cual no fue posible sino hasta el segundo semestre de 1975, y también lo disfruté mucho.
Es curioso que, por alguna razón acerca de la que nunca indagamos, para entonces Douglas había atemperado sus ímpetus de recolector. Recuerdo haber efectuado una gira al cerro Chompipe —en las estribaciones el volcán Barva— un domingo por la noche, y después algunas por varios días al Bajo de La Hondura, a Sarapiquí, a Moravia de Chirripó y al Parque Nacional Santa Rosa, y era más bien cauto; por ejemplo, en Moravia, localidad conocida como un «culebrero», nos pidió que no ingresáramos a la montaña, y que él lo haría solo —¡lo cual le agradecimos mucho, por supuesto! —, aunque al final regresó con muy poco en las manos.
Irónicamente, aunque en esas excursiones capturamos numerosos anfibios y reptiles, así como algunas serpientes no muy grandes, el único episodio adverso que enfrentamos fue más bien con sanguijuelas. En efecto, una noche, mientras recolectábamos ranas en una charca en La Selva con el agua hasta la cintura, decenas de sanguijuelas se metieron por las botas de hule y nos subieron por las piernas, para adherirse con sus ventosas a nuestra piel, mientras soportábamos de manera estoica —¡pues había que seguir recolectando! — el agudo dolor causado por sus filosos dientes. Por fortuna, como fumador empedernido que era, Douglas tenía a mano la solución, y después sacó un paquete de cigarrillos, nos dio uno a cada uno, para así quemarles el abdomen y que se desprendieran esos insaciables gusanos hematófagos, para entonces henchidos de sangre.
El otro conato de accidente me ocurrió solo a mí, pero no en el campo, sino en un aula en el sótano de la Escuela de Biología. Al respecto, recuerdo que una noche estábamos en una sesión de laboratorio, para lo cual el recordado amigo turrialbeño Federico Valverde Bonilla —asistente de Douglas—, en las mesas laterales colocaba hileras de cajas con paredes de vidrio, dentro de las cuales había serpientes. Cada una tenía una tarjeta con el nombre científico de la especie, el sexo del espécimen, así como algunos datos acerca de la historia natural y la distribución geográfica de la respectiva especie. Además, con una equis roja, en la tarjeta se indicaba si la especie era venenosa, para que no la sacáramos de la jaula ni la manipuláramos.
Éramos ocho los estudiantes, y había material de sobra para analizar, de modo que cada uno estaba en lo suyo, tomando apuntes sobre la especie de turno. Mientras tanto, Douglas se mantenía trabajando en su oficina-laboratorio, en el primer piso del edificio.
Pues…, sí. Yo había anotado la información de unas dos o tres especies, y extraído todas para revisarlas más de cerca, e hice lo mismo con la que seguía. Estaba en esas cuando, de súbito, en medio del absoluto silencio de la noche, oímos venir a Douglas desaforado, bajando por las gradas. Al embocar en la puerta del aula, se dirigió a mí y me espetó un «¡Suéltela!». Creo que no la solté para obedecer la orden recibida, sino del puro susto de ver a Douglas con la cara roja y sudorosa, así como con los ojos desorbitados.
Él la recogió del piso, la introdujo en la jaula, y respiró profundo. Y, ya aliviado, en medio de las risas de todos —para así liberarnos del tenso episodio recién sufrido—, tomó una tarjeta y la marcó con una inmensa equis roja, debajo de la cual escribió el latinajo lapsus calami, como disculpa por el serio error en que había incurrido, al no haber colocado antes esa señal de advertencia. En ese momento, ya en broma, le dije: «Bueno, Douglas…, si hubieras bajado cinco minutos después, habrías tenido que escribir rigor mortis en vez de lapsus calami». Lo cierto es que la culebrita, parecida a una «bejuquilla» y perteneciente a la especie Oxybelis koehleri —Oxybelis aeneus en aquel tiempo—, no tenía el más leve aspecto de ser peligrosa, y siempre se mostró imperturbable y dócil entre mis manos.
La falsa coral de nariz manchada (Erythrolamprus bizona). Foto: Alejandro Solórzano
Ahora bien, tras estas extensas anécdotas relacionadas con Douglas, se preguntará el lector qué tienen que ver con el libro de Alejandro. Bueno…, quizás nada. O, tal vez, mucho.
En realidad, Alejandro fue alumno, a la vez que discípulo de Douglas, quien cultivó en él la pasión por ese grupo de animales, misterioso, fascinante e incomprendido, a la vez que aprendió o heredó los métodos de trabajo propios de un auténtico biólogo de campo. Es decir, de esos que no reparan en horarios, tiempos de comidas, malos albergues, terrenos escabrosos ni adversidades climáticas, a la vez que no les importa estar expuestos a serios riesgos de manera continua, con tal de entender y descifrar lo que encierra la naturaleza, con sus especies, mecanismos y procesos, sobre todo en el mundo tropical, tan rico en diversidad de especies y en acertijos biológicos.
En tal sentido, el libro Serpientes de Costa Rica es una muestra fehaciente y elocuente de esas actitud y visión, pues para cada una de nuestras especies se consigna muy detallada información acerca de sus características anatómicas, hábitos y comportamiento, alimentación, reproducción, abundancia, distribución geográfica —ilustrada con un mapa en cada caso—, hábitats y especies afines, para así captar mejor sus interacciones en las comunidades ecológicas y los ecosistemas de las que forman parte, y en las que cumplen una función particular, de mayor o menor importancia. Asimismo, en las fotografías de cada especie —resaltadas por el papel cuché, de altísima calidad—, pocas veces se las muestra estáticas, sino que se les ve en acción, con esos elegantes movimientos sinuosos que son gráciles de por sí, al igual que de una gran plasticidad artística, a lo cual se suman coloraciones y patrones cromáticos y geométricos (rayas, bandas completas o discontinuas, mosaicos, triángulos, rombos, manchas de diversos tipos, etc.) realmente espectaculares, nunca siquiera imaginados por el más consumado pintor.
Pienso que, si la gente obviara los prejuicios, en realidad disfrutaría de contemplar criaturas tan maravillosamente concebidas durante ese incesante, complejo e indetenible proceso evolutivo que ha moldeado a la naturaleza desde que en nuestro planeta surgió la vida. Y, entonces, eso también contribuiría —y mucho— en su protección o conservación que, en el fondo, es el propósito y el mensaje principal del libro de Alejandro.
El herpetólogo Douglas Robinson. Foto: Federico Bolaños Vives
Al respecto, no debe olvidarse que, de las 147 especies que viven en Costa Rica, solamente 25 de ellas —equivalentes al 17%— son venenosas. Pero, aterrada ante su sola presencia, para el común de la gente «culebra es culebra», y es así como terminan «pagando justas por pecadoras», aunque estas últimas ni siquiera tengan noción de lo que son el pecado y la maldad. Harto sabido es que las serpientes más bien le temen y le huyen al ser humano —pues éste es una criatura ajena y extraña en su entorno natural—, y que lo atacan solo si les pisa o se les molesta, más bien para defenderse. Por tanto, el riesgo de una mordedura se puede evitar si se adoptan las medidas preventivas sugeridas por el propio Alejandro.
En efecto, esa fue una parte esencial del vasto legado científico y educativo del brillante, humilde y generoso Douglas —pionero en el campo de la herpetología en Costa Rica—, y que, como providencial y excelente relevo generacional, Alejandro ha sabido acrecentar ahora, en beneficio de nuestra salud pública y la conservación de la naturaleza.
La alacranera norteña (Stenorrhina freminvillei). Foto: Alejandro Solórzano.
El Instituto Clodomiro Picado de la Universidad de Costa Rica
es la unidad que desarrolla la innovación que actualmente está sometida a un
proceso de propiedad intelectual
Un trabajo de investigación de más de seis años concluyó en
el descubrimiento de sustancias de origen natural que funcionan como repelente
de serpientes. Los trabajos de laboratorio se desarrollaron en el Instituto
Clodomiro Picado (ICP-UCR) y en el Centro de Investigación de Productos
Naturales (Ciprona-UCR).
La pregunta de investigación planteada por el equipo del
ICP-UCR hace más de 10 años encontró eco en la tesis de posgrado en química de
la entonces estudiante Mónica Alvarado Rojas, quien con las pruebas de
laboratorio logró comprobar que los componentes provocan una reacción de huida
de la serpiente terciopelo.
Actualmente la investigadora María Herrera Vega, de la
sección de Desarrollo Tecnológico de la División Industrial del ICP-UCR,
explicó que el comportamiento se repite en otras especies de serpientes
presentes en el territorio nacional.
Actualmente el detalle del descubrimiento no es de acceso
público, debido a que se encuentra en un proceso tendiente a proteger la
propiedad intelectual, que le dará a la Universidad de Costa Rica los derechos
sobre los usos de la innovación resultante.
El equipo de investigadores vinculados al descubrimiento
incluye a seis personas, que en la actualidad esperan que se someta la
solicitud de patente para poder hacer las publicaciones científicas
correspondientes.
“Interesa que la patente se pida en varios países porque por
ejemplo podríamos suponer que las serpientes en África también responden igual
a la sustancia y eso se quiere probar, creemos que puede funcionar para un
amplio espectro de serpientes” comentó Herrera Vega.
Los usos de esta próxima innovación pueden vincularse no
solo a la prevención de los accidentes ofídicos en seres humanos, sobre todo se
visualiza su aplicación veterinaria. De forma comercial promete ser una
solución a las pérdidas generadas por mordeduras de serpientes en los hatos
ganaderos y también en animales domésticos.
En Costa Rica investigaciones previas revelan que en el
Pacífico Central y Sur entre el 5% y el 10% de un hato sufre de mordeduras de
serpiente, y cerca del 75% de los animales atacados mueren.
“Trabajamos en primera etapa de extracción con el
Ciprona-UCR, que son expertos en productos naturales, pero se trata de
compuestos nada comunes y difícilmente ellos podrían manejar el proceso de la
síntesis con los presupuestos que tenemos en la actualidad” señaló la Dra.
Herrera al explicar que hoy esperan cotizaciones de laboratorios
internacionales para acercarse a un número que permita dimensionar el costo de
la siguiente etapa del proyecto.
El siguiente paso de la investigación es la síntesis de los compuestos,
lo que permitiría producir el repelente a nivel industrial en el futuro. En una
tercera etapa se deben diseñar los mecanismos de aplicación. Y en una cuarta
etapa se debe validar el producto con otras serpientes de otras regiones del
mundo. Para esto se requiere una inversión significativa de recursos, por lo
que Universidad está anuente a asociarse a empresas que podrían ser las
licenciatarias del producto final.
Actualmente desde la Unidad de Gestión y Transferencia del
Conocimiento para la Innovación (Proinnova-UCR) se negocia con una firma
inglesa que está interesada en evaluar las potencialidades de la investigación,
esta firma estaría dispuesta a cubrir los costos de los procesos restantes.
Hasta la fecha, la investigación supuso una inversión
considerable de recursos económicos por parte del ICP, la cual incluyó el
financiamiento de una pasantía en un laboratorio en Alemania, todo lo cual ha
sido parte del fortalecimiento de la invención, comentó el actual director del
ICP-UCR Dr. Alberto Alape.
Sobre Proinnova-UCR
La Unidad de Gestión y Transferencia del Conocimiento para
la Innovación (Proinnova-UCR) trabaja en proyectos novedosos de los tres
pilares de la Universidad de Costa Rica (investigación, acción social y
docencia) y de las seis áreas de conocimiento (Artes y Letras, Ciencias
Sociales, Ingeniería, Ciencias Básicas, Ciencias Agroalimentarias y Salud), con
el fin de que los resultados obtenidos impacten de forma innovadora en el
sector socioproductivo. Para ello, se evalúa el potencial del conocimiento, se
protege la propiedad intelectual y se transfiere, y en alianza con personas y
poblaciones vulnerables, empresas u otras organizaciones que puedan
beneficiarse del uso del mismo.
Además, promociona, asesora y capacita en creatividad,
inteligencia competitiva, innovación y propiedad intelectual, para impactar en
la comunidad universitaria y en los sectores externos.i
Universidad de Costa Rica ofrece proyecto para prevención del accidente ofídico
El Instituto Clodomiro Picado no solo se centra en la producción de sueros, sino que tiene un componente de acción social que abarca dos proyectos de extensión docente y un TCU. Foto archivo ODI.
Las mordeduras de serpiente son un problema de salud pública desatendido en muchos países a nivel mundial. Cada año se registran aproximadamente 5,4 millones de mordeduras de serpiente, que causan entre 1,8 y 2,7 millones de casos de envenenamiento y entre 81.410 y 137.880 muertes, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
En Costa Rica se registran anualmente entre 500 y 600 mordeduras de serpiente al año, de las cuales el 60% corresponde a la especie terciopelo (Bothrops asper). Sin embargo solo 0,01% de estas son mortales, afirma el investigador y coordinador de acción social del Instituto Clodomiro Picado (ICP) Fabián Bonilla Murillo.
“Siempre hemos visto que esto ha sido una necesidad, la información y la prevención de posibles mordeduras de serpiente en la población en general es una necesidad que se ha visto y se ha documentado en las solicitudes que llegan al instituto de apoyo, de colaboración y formación” afirma Bonilla.
El proyecto la Universidad de Costa Rica “Prevención del accidente ofídico” (ED-1797) busca contribuir por medio de la educación y capacitación a la prevención y el buen tratamiento de los accidentes causados por mordeduras de serpiente. Fabián Bonilla asegura el principal problema es el desconocimiento que existe sobre el tema y la cantidad de mitos y desinformación sobre los animales y cómo tratar las mordeduras.
El proyecto se enfoca en atender personal de entidades del sector público y privado, así como a diferentes comunidades vulnerables a los accidentes ofídicos. Se realizan charlas, capacitaciones, entrega de material informativo y mesas de diálogo que son preparadas en función de las necesidades de cada población que se atiende.
“No solamente nosotros transmitimos los conocimientos que se logran con investigaciones o trabajo que ha hecho el Instituto, sino que también hay una retroalimentación de las comunidades hacia nosotros como profesionales del tema” afirmó Bonilla.
Prevención y sensibilización
Las temáticas se orientan en dos líneas, por un lado el accidente ofídico: cómo prevenirlo, qué es y cómo tratarlo en caso de que ocurra una mordedura y por otro lado, la sensibilización en relación a la biología y comportamiento de estos animales, ya que es fundamental sensibilizar a la población sobre la importancia de su conservación para un ecosistema equilibrado.
El laboratorio destinado para actividades de acción social surge de la necesidad de separar los animales de producción de suero, con los de educación. En este se albergan animales que no necesariamente son venenosos pero se utilizan para la formación sobre la biología de estas especies. Foto Laura Camila Suárez.
A partir de este proyecto se han ido identificando nuevas necesidades y líneas de trabajo enfocadas en cómo abordar la problemática de las mordeduras de serpiente de una manera integral. Es así como surge el proyecto “Programa de prevención y atención de accidentes generados por reptiles peligrosos (serpientes y cocodrilos) en el Pacífico de Costa Rica” (ED-3248) que brinda capacitación a cuerpos de socorro de todo el país, una población muy expuesta a la atención de estos accidentes y que anteriormente no se había capacitado.
Por otro lado, el Trabajo Comunal Universitario “Prevención y manejo del accidente ofídico en Costa Rica” (TC-353) busca involucrar a la comunidad estudiantil en este proceso integral por medio de la atención a las comunidades con alta incidencia de mordeduras de serpientes venenosas, en la facilitación de charlas en escuelas y colegios de estas comunidades.
El proyecto ha desarrollado gran parte de su trabajo en comunidades indígenas como la comunidad Bribri y Ngäbe, no solo en la capacitación a las personas de la comunidad, sino de igual manera en la traducción de materiales informativos a las lenguas propias de estas comunidades.
“Educar a las personas para saber qué es lo correcto que hay que hacer cuando ocurre una mordedura y cómo prevenirlas es muy importante (…) hay muchos mitos que se mantienen y que es difícil convencer a la gente de lo contrario” afirmó el Dr. Julián Fernández Ulate, coordinador del TCU. El trabajo que ha realizado la comunidad estudiantil en compañía de la asesoría del ICP no solo se ha centrado en la elaboración de materiales, sino igualmente en la validación de estos por parte de la comunidad.
La solución integral que se requiere en relación a los accidentes ofídicos debe ser un proceso continuo, que solo se concentre en la producción de sueros antiofídicos, sino que incluya divulgación, capacitación y actualización continua a la población.
Desde hace aproximadamente dos años, el ICP-UCR inició la construcción de un laboratorio destinado para las actividades de acción social que se desarrollan alrededor de los proyectos del instituto.
Uno de los vacíos que aún se identifican es la atención en la fase posterior a la mordedura, en donde es indispensable un acompañamiento psicosocial a las personas que han sido víctimas. Los proyectos del ICP-UCR se plantean como reto desarrollar un componente que permita aportar en este ámbito.
Laura Camila Suárez Rodríguez
Unidad de Comunicación Vicerrectoría de Acción Social
Instituto Clodomiro Picado es modelo en su accionar
Unas 250.000 personas se han beneficiado en Latinoamérica
Los antivenenos que produce el Instituto Clodomiro Picado de la UCR se destacan por su calidad y eficacia y son empleados no solo en Centroamérica, sino en muchos otros países latinoamericanos (foto Denis Castro Incera).
Lidiette Guerrero Portilla,
Periodista Oficina de Divulgación e Información
Gracias a los antivenenos de alta calidad y eficacia que produce el Instituto Clodomiro Picado (ICP) de la Universidad de Costa Rica (UCR) se contribuye por año con una atención clínica adecuada que le salva la vida, en promedio, a 4.500 personas mordidas por serpientes venenosas en el área centroamericana, de los cuales 500 o 600 corresponde a los casos de Costa Rica.
Esta gran contribución de la UCR es el resultado final de una exitosa labor en la que ha participado desde hace 45 años el ICP, guiado desde sus orígenes por una estrategia académico-humanista, en la cual se combina la investigación científica del más alto nivel, la actividad docente, el desarrollo tecnológico, la producción y distribución eficiente de los productos fabricados y la capacitación al personal médico, paramédico, enfermeras, bomberos, Cruz Roja, Guardia Rural, guardaparques, comunidades y grupos indígenas, entre otras poblaciones en riesgo.
Se calcula que al menos unas 250.000 personas se han beneficiado en Latinoamérica con los antivenenos del ICP.
Su filosofía de innovación y mejoramiento permanente, los lleva a producir sueros antiofídicos con los más estrictos criterios de la industria farmacéutica internacional, nutriéndose de los resultados de sus continuas investigaciones científicas, además de que cuenta con el respaldo del certificado de calidad norma Inte-ISO 9001: 2008 del Instituto de Normas Técnicas de Costa Rica, (Inteco). Con ese certificado se garantiza la mejora continua de los procesos de producción de inmunobiológicos de uso terapéutico, así como la investigación biológica, biomédica y biotecnológica y la acción social en el tema de ofidismo.
El Dr. Guillermo León Montero, cooridnador de la División Industrial del Instituto Clodomiro Picado, se encarga de supervisar las diferentes actividades y procesos para la exitosa producción de los antivenenos ofídicos (foto: Jorge Carvajal Aguirre).
El ICP-UCR fabrica un suero antiofídico polivalente, otro anticoral, y dos productos de uso veterinario: el Polivet (antiveneno polivalente) y el AntiTet-ICP (antitoxina tetánica).
Con el propósito de responder a la demanda creciente de la población rural nacional y regional, que es la más afectada por los ataques de serpientes venenosas, se proponen aumentar su producción de antivenenos liofilizados (en polvo) con la reciente adquisición de un moderno equipo que permitirá preparar lotes de 10 000 frascos. La ventaja de los sueros en polvo es que no requieren ser almacenados en refrigeración, son estables a temperatura ambiente y tienen una vida útil más larga. Por ello, son de gran utilidad en regiones rurales donde los sistemas de refrigeración son deficientes.
El ICP-UCR es una institución líder y modelo en el campo científico universitario, por la calidad y excelencia de su investigación básica y aplicada, la gran cantidad de publicaciones científicas, su reconocido prestigio internacional y su participación en redes de alianza internacional. Por su amplia labor en pro de la salud pública, este instituto recibió el Premio Lee Jong- wook que otorga la Organización Mundial de la Salud.