Cuando la positividad se vuelve violencia
Mauricio Ramírez Núñez
Pocos van a entender esto, quizás dirán que estoy algo obsoleto para la época, pero es necesario decirlo: la cultura del positivismo emocional, el new age y el horizontalismo radical ha dado lugar a una nueva forma de cancelación. Una forma amable en apariencia, pero profundamente violenta en el fondo. Un nuevo orden simbólico que se presenta como espiritual, armónico e inclusivo, pero que en realidad cancela la diferencia, desactiva la crítica y niega lo trágico. Se trata, en definitiva, de una cultura fascista que no usa botas ni uniformes, sino sonrisas, frases motivacionales y cristales energéticos.
El positivismo emocional tan celebrado hoy en redes sociales y espacios de autoayuda por doquier exige una actitud permanente de optimismo, adaptación y gratitud. Se ha vuelto una especie de mandamiento secular: “si no puedes ser feliz, cállate”. La tristeza, el enojo o la crítica son tratados como fallas morales o energías tóxicas, más que como experiencias humanas legítimas. Así, el sufrimiento no se acompaña, se silencia y la soledad junto con la depresión comienzan a reinar. La melancolía no se nombra, se reprime. La crítica no se escucha, se descarta por “negativa”. En nombre de la luz, se instala una censura emocional.
El new age, por su parte, ha transformado la espiritualidad en una mercancía. Promueve una estética de lo etéreo y lo holístico, pero sin profundidad. Es una pseudo espiritualidad sin tradición, sin historia, sin comunidad real. Una espiritualidad a la carta que se adapta al mercado y al narcisismo de la autoayuda. Con frecuencia, se convierte en un instrumento de despolitización: todo problema social se reduce a una falta de “vibración” o “desalineación personal”. Se cancela así la historia, se ignora la injusticia estructural, se le da la espalda al otro. Y mientras tanto, se vende incienso.
El horizontalismo radical, en su afán por democratizar todos los ámbitos y relaciones, ha terminado por erosionar la autoridad legítima, el conocimiento experto y el sentido de responsabilidad. Bajo el lema de una igualdad mal entendida, se equipara lo inconmensurable: la evidencia con la mera opinión, la experiencia con el capricho. Es una dinámica profundamente nietzscheana, como advirtió el filósofo, no hay hechos, solo interpretaciones, pero llevada al extremo de que «todo vale».
El resultado es la parálisis: lo colectivo deviene inoperante, y lo comunitario se diluye en asambleas interminables donde priman la indecisión y el miedo a asumir posturas. Es la tiranía del consenso superficial, donde cualquier crítica a contradicciones estructurales o fallas éticas se tacha de autoritarismo o de resistirse al flujo colectivo. Este nuevo orden cultural que mezcla positivismo, misticismo comercial y horizontalismo mal digerido, ha creado su propia forma de cancelación autoritaria. No persigue con violencia física, sino con desaprobación pasiva-agresiva. No excluye con fuerza bruta, sino con la moralización de lo emocional. Se cancela al que no “vibra bonito”, al que no “cree en la energía”, al que piensa críticamente. Se le aísla, se le invalida, se le acusa de “negativo”, de “tóxico”, de “no trabajar en sí mismo”.
Así, el disenso no se enfrenta, se disuelve. El dolor no se acompaña, se niega. La complejidad no se piensa, se simplifica. Y todo esto se hace en nombre del amor, la armonía y la paz. Pero esa paz es falsa. Esa armonía es superficial. Y ese amor, muchas veces, no es más que un egoísmo disfrazado de virtud. Porque el verdadero amor no cancela, escucha. El verdadero bienestar no niega el conflicto, lo integra. Y la verdadera espiritualidad no esquiva el sufrimiento, lo abraza.
En tiempos donde todo se vuelve apariencia, lo más revolucionario es recuperar la profundidad. Volver a lo real, incluso si duele. Atreverse a sentir la oscuridad sin culparse. A disentir sin miedo. A pensar sin pedir permiso, a volver a tener esa capacidad de discernir, de cuestionar lo incuestionable y de atrevernos a nombrar lo que otros prefieren ocultar. La auténtica transgresión ya no es derribar estatuas, ni negar toda jerarquía, sino distinguir entre el poder arbitrario y la autoridad legítima.
En un mundo que confunde ruido con libertad y consignas con pensamiento, rebelarse es elegir la lucidez sobre la complacencia, incluso cuando eso implique nadar contra la corriente. Porque la oscuridad más peligrosa no es la que carece de luz, sino la que se disfraza de ella.