Por: Bernardo Archer Moore
Cahuita, Limón, Costa Rica
Preámbulo: Más allá del lugar de nacimiento, pigmentación de piel o de la nacionalidad, los pueblos afrodescendientes constituimos, de manera innegable, una prolongación viva de nuestros ancestros africanos.
La sociedad nos percibe de esa manera y dicha percepción repercute no solo en nuestra autoestima individual y colectiva, sino también en la formulación de políticas públicas que afectan directamente a nuestras comunidades.
En Talamanca la injusticia es aún más descarada: No sólo se han permitido los daños ambientales bajo la mirada complaciente del Ministerio de Ambiente y Energía (MINAET), sino que además, esa misma entidad estatal entre otras, han consumado el despojo de tierras a familias afrodescendientes más grande de la historia del país (1960 – 2010).
Este atropello se hizo sin ningún proceso legal de expropiación ni la más mínima indemnización, en abierta y flagrante violación del ordenamiento jurídico nacional e internacional.
A esta situación se añade la desacralización de cementerios ancestrales, donde reposan los antiguos propietarios de esas tierras. Y añadiendo «insulto al despojo», se han dado el lujo de pisotear las tumbas de los desposeídos. – Si sos negro, ¿qué más tendrán que hacer para que digás basta?
Este hecho constituye, por sí mismo, una de las ofensas e irrespetos más graves y perniciosos que el Estado costarricense ha infligido a la población afrocostarricense del país.
Nuestra realidad solo se entiende mirando la historia. En la Trata Transatlántica (siglos XVI–XIX), el control más cruel fue arrancar a los esclavizados de su historia, su lengua y su cosmovisión. Ese desarraigo permitió que la esclavitud sobreviviera más de tres siglos.
Pero, aun en medio de tanta opresión, las comunidades no dejaron morir su memoria. Poco a poco fueron reconstruyendo los recuerdos de sus ancestros, rescatando prácticas culturales prohibidas, y de esa semilla brotaron los primeros movimientos de resistencia.
Estas rebeliones, que se intensificaron en el siglo XVIII en colonias como Jamaica, Haití y Surinam, fueron el resultado directo de esa toma de conciencia histórica. El punto culminante se evidenció en la Revolución Haitiana (1791–1804), cuando la reivindicación de los ancestros se convirtió en motor de libertad.
En este marco, debemos ser críticos ante la afirmación de que “el pasado no importa, solo el presente.” Adoptar esa perspectiva equivale a aceptar la ruptura con nuestra herencia ancestral, lo cual fortalece el statu quo y legítima narrativas distorsionadas de nuestras raíces.
Entre ellas, se han repetido falacias como que “los ancestros eran pobres y sin tierras porque eran indignos”, un discurso que busca erosionar la autoestima y la dignidad de los pueblos afrodescendientes. Reconectar con la historia ancestral no es un ejercicio nostálgico, sino un acto de resistencia cultural y política.
Preservar ese vínculo es un acto de resistencia: Significa no dejar que nuestra identidad sea borrada por narrativas impuestas ni por retóricas de interés ajeno. Significa sostenerla en la verdad histórica, en la dignidad de nuestro presente y en la continuidad invencible de nuestra memoria colectiva.
03/09/2025