Luis Paulino Vargas Solís
Si juzgáramos el status científico de la economía con arreglo al grado de sofisticación matemática de su teorización, habría que reconocer que, con todos los honores, es una ciencia casi tan rigurosa como la física, y mucho más elaborada que cualquier otra ciencia social. Pero, en realidad, esa sería una conclusión demasiado apresurada. Lo cierto es que esa elegante fachada esconde algunas ruinas bastante miserables.
Hablo –necesario es aclararlo- de la corriente dominante de la economía, aquella que ha inspirado y guiado el núcleo principal de las políticas económicas en Costa Rica y en casi todo el mundo durante ya más de treinta años. Los fundamentos teóricos de esta economía han recibido críticas demoledoras que nunca han sido satisfactoriamente contestadas, cuando, por otra parte, es claro que su capacidad para la generación de respuestas sensatas y eficaces es realmente pobre. Intentaré ilustrarlo.
Primero, la crítica a la teoría del capital formulada por el Cambridge crítico y progresista de Inglaterra -con Joan Robinson y Piero Sraffa a la cabeza- en su larga polémica (entre 1953 y 1976) con el Cambridge neoclásico y conservador de Massachusetts, Estados Unidos, con Paul Samuelson como principal exponente. Un segundo caso: las críticas –provenientes de teóricos como Frank Ackerman y Alejandro Nadal entre otros- a la coherencia interna y la pertinencia económica de la teoría de la competencia perfecta, lo cual es asunto discutido por décadas e incluso en años recientes. En ambos casos quedaron al desnudo debilidades que socaban gravemente la solidez de ambas construcciones teóricas, con consecuencias fatales para el edificio teórico completo de la economía hegemónica.
Por otra parte, ya en los años treinta del siglo XX, John Maynard Keynes había formulado una crítica devastadora a la ortodoxia económica de la época. Al introducir la noción de incertidumbre, replantear radicalmente el papel del dinero y cuestionar en profundidad algunos otros supuestos, pulverizó el dogma de la “Ley de Say” que sostenía esas teorías.
Es curioso, sin embargo, como en cada uno de estos casos la ortodoxia económica ha maniobrado –con habilidad y cinismo- para seguir vigente como si nada hubiese ocurrido. En el caso de Keynes, rápidamente apareció una “síntesis neoclásica” (planteada inicialmente por el economista inglés John Hicks y retomada por algunos otros, entre ellos el mencionado Samuelson) la cual buscaba neutralizar los abrumadores cuestionamientos formulados por Keynes. Luego surgirían otros sofisticadísimos desarrollos teóricos (principalmente las teorías de las expectativas racionales y de los mercados eficientes) que pretendían poner nuevamente en pie, los falsos ídolos que Keynes derrumbó. En lo que atañe al debate Cambridge vs. Cambridge la cuestión fue mucho menos sutil: completamente derrotados en el campo teórico, literalmente terminaron por hacerse los desentendidos. Algo similar parece acontecer con las críticas a la teoría de la competencia perfecta: no obstante haber sido fulminada, sigue viva en los libros de texto y las aulas de muchas universidades y en el sentido común dominante de los economistas profesionales.
Así pues, la economía hegemónica es como una casa vieja habitada por fantasmas. Una idea-zombi; un muerto viviente que comparte el lecho con acaudalados empresarios; presidentes, senadores, diputados e influyentes periodistas. Justo eso es lo más grave: el zombi sigue teniendo tremendo poder y, por lo tanto, enorme capacidad destructiva. Tal connivencia con gente de tan rimbombante estatus explica, en parte importante, la vigencia que conserva este espectro errabundo: porque es una ideología conveniente para intereses de mucho peso. De ahí que estos se prodiguen procurando insuflarle vida no obstante encontrarse bien muerta.
En concordancia con sus falencias teóricas, esta teoría económica con seguridad provoca insensibilidad frente a los problemas sociales y humanos más acuciantes de nuestro tiempo. Es algo inherente a su visión epistemológica, es decir, le viene en la sangre, como parte de su herencia genética.
Ilustraré esto último en referencia a dos detalles clave: el concepto de “agente económico” que la teoría propone y su concepción del tiempo.
El “agente económico” se supone sea cualquier participante individual en la economía. La teoría usualmente habla de dos tipos de “agentes”: el consumidor y la empresa (jamás trabajadores y capitalistas, conceptos de los cuales esa teoría abomina). A tales agentes se les atribuyen principalmente dos características: (a) son racionales en el sentido de que buscan maximizar ciertos resultados (el consumidor maximiza la satisfacción derivada del consumo; la empresa maximiza ganancias); (b) poseen perfecta información o, cuanto menos, toda la información necesaria y relevante para tomar sus decisiones económicas. Obviamente estoy simplificando, pero en lo antes dicho residen las bases fundamentales de la teoría, desde las cuales se logra luego “demostrar” que los mercados se auto-regulan de forma automática y establecen equilibrios virtuosos.
Fácil se entiende que estos “agentes económicos” nada en absoluto tienen que ver con las personas de carne y hueso, las cuales no son racionales de la forma como esta teoría postula (a menudo más bien tienen comportamientos irracionales) y, en especial, no poseen la información ni tienen la capacidad para anticipar el futuro que esta teoría les atribuye.
Ahí entra entonces la concepción del tiempo: esta economía –y en particular las absolutamente básicas teorías de la competencia perfecta y de las expectativas racionales- imaginan mercados que, guiados por ese comportamiento racional de los agentes individuales, son capaces no solo de lograr equilibrios virtuosos, sino de hacerlo en forma instantánea. Ello en una de sus posibles vertientes. Otra posibilidad es que, aún si no se diera un ajuste instantáneo, en todo caso los “agentes” poseen capacidad para anticipar el futuro con exactitud y precisión, lo que garantiza que el equilibrio virtuoso se restablezca de forma suave y armoniosa, cada vez que sufrió alguna perturbación. Es un tiempo lógico –no el tiempo real- donde pasado, presente y futuro se comprimen en un instante sin que el mundo jamás cambie.
Así son las cosas puestas en términos simplificados. Un universo imaginario que nada en absoluto tiene que ver ni con las personas realmente existentes, ni con ninguna realidad social e histórica conocida, en el que incluso se invalidan las leyes de la física al hacer posible lo imposible.
Quienes así razonan –y acontece que ese es el caso de la gran mayoría de economistas- no miran seres humanos ni sociedades reales, sino tan solo una alucinación teórica. Inevitablemente ello lastra su capacidad para la solidaridad y la empatía, lo cual se manifiesta en una manifiesta indiferencia frente a las situaciones de dolor humano, de pobreza, desigualdad y marginalización.
En conclusión: difícilmente esta economía logra dialogar con los derechos humanos o las nociones de justicia, equidad y democracia.
Tomado del Blog “Soñar con los pies en la tierra” de Luis Paulino Vargas
http://sonarconlospiesenlatierra.blogspot.com/2014/11/economia-y-derechos-humanos-un-dialogo.html
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