El Alcohólico

Cristóbal Rodríguez Rosales

 

En mi linda aldea (Sico, Iriona, Colón), cuando yo estaba por cumplir mis 12 años (1952), muy alegre y sanamente nos encontrábamos bailando, sin perder una tan sola pieza al ritmo de una muy bien entonada marimba; tuve la invitación de un amigo (mayor de edad) y me tomé mi primer octavo de guaro (aguardiente nacional); inmediatamente después que él dijo ¡salud!, nos empinamos cada uno su pacha hasta dejarla completamente vacía. De inmediato sentí tremendo fuego en todo el cuerpo, de niño callado pasé a ser un jocoso y sorprendente platicador. Por esta vez todo fue alegría.

Meses después hubo una boda, celebrada con un enorme baile. Un amigo, trabajador de mi padre, hacía pocos días que me había dicho: “¡Mire patroncito, si usted no huele a tabaco, ni a guaro, ni ha tenido mujer, no es hombre!”; así que, antes de llegar a la gran fiesta local, con dos buenos amigos (mayores de edad), pasamos por el estanco, cada uno invitó una tanda hasta que completé mis tres octavos. Al retumbo de la marimba, la alegría de todos y una gran asistencia de las muchachas, entré, al tope de mi entusiasmo, en aquel bien adornado salón. La luz me traicionó: vi que las paredes se movían de un lado a otro, el piso subía y bajaba, y la bella joven (acompañada de su madre) que yo buscaba se me duplicaba por momentos, pero con toda decisión tomé dirección hasta la banca donde ella estaba sentada, justo cuando tronaba un apasionado bolero. De inmediato empecé a soplarle el oído con todo el semejante royo de amor que hacía muchos días respiraba hasta por los poros; ella me estuvo contestando con un “¡Nju!” hasta que terminó la pieza; entonces me di cuenta que me había agarrado de ella ya que para salir del salón tuve que hacerlo sosteniéndome en la pared, y fui a fondear debajo de un escenario. Dice la gente que yo gritaba, a mí me parecía que hablaba suavemente, me salía espuma por la boca y la nariz, y me llevaron a mi casa. Se había cumplido uno de los tres consejos del trabajador.

La cocinera se levantaba a la cuatro de la mañana, pero primero me visitó en mi cama y se cumplió el segundo consejo. En otra ocasión contaré el del tabaco.

Por vergüenza, a las seis de la mañana desaparecí de la casa y, regresé del monte, cuando anochecía, pero me fui a la calle donde estaban mis amigos. Me sentí muy mal, cuando todos se reían a carcajadas disonantes, pero luego, uno pudo decirme: “¡Ayayay que cuentiada le diste a la mamá de T…!” y con una voz tan fuerte que pudimos escucharte. ¡Quería que me tragara la tierra!

Desde entonces, las borracheras ocasionales continuaron y, al día siguiente, amanecía sin mayores malestares, por el contrario con mucho apetito. Además, podía decir no a los tragos que me ofrecían cuando yo no había pensado en tomarlos y parar de beberlos cuando creía que era suficiente o no quería más.

A los 4 años (por cumplir 16 de edad) de esta primera fase de mi alcoholismo, me di cuenta de un cambio muy significativo: cada vez que me tomaba un primer trago, de inmediato sentía el deseo vehemente de tomarme otro y así, consecutivamente, hasta que me ponía completamente borracho. Es decir, había perdido el control en mi forma y manera de beber.

Durante todo el período (5 años) de estudiante normalista (1956-60), estuve tamaleándome en una gradería ascendente de alcoholismo, tal que me gradué borracho y, para poder regresar a casa, mis padres me mandaron por dos veces los gastos del viaje, pero apenas me fueron suficientes para llegar a La Ceiba; con tanta suerte que allí me encontré un muy buen amigo y compañero de escuela, quien había progresado tanto que era un respetable ganadero; y, desde luego, celebramos el encuentro y me pagó todo hasta que llegamos a mi pueblo.

Mis padres organizaron una fiesta para celebrar mi graduación, correspondiendo a mi papá hacer el brindis y, por primera vez tomamos varios tragos con él y sus amigos. Me sentí liberado para actuar como cualquier ciudadano con un resultado que rebasó todos los límites de tolerancia alcohólica: a mi novia de hacía 4 años, el gobierno la becó para que estudiara en una escuela normal, pero ella alegaba que después de tanto tiempo de esperarme, no me abandonaría. El padre de ella fue a platicar conmigo para que la convenciera de no perder la oportunidad que se le presentaba; pero yo conociéndola, me estuve unas 24 horas solo pensando en una solución: al atardecer decidí escribirle una carta (un párrafo cortito) en la cual le afirmé “¡no te amo y nunca te he amado!”; desde luego, no me contestó, no amaneció al día siguiente y una amiga de ambos me informó “se fue”.

En las primeras horas de ese día, me sentí satisfecho, pero cuando llegó la noche y la hora en que siempre nos mirábamos, me sentí ruin, basura, angustiado, sin ganas de vivir, acongojado, decepcionado y sin saber qué hacer. Un amigo me entendió y me invitó a tomar unos tragos, una doña me dio cantina libre (un tarro de 3 canutos de chicha), otro me regaló un litro de cususa y, finalmente, terminé en la sala de mi casa, custodiado por mi padre y un amigo. Hice varios lanzamientos, me rompí la cara y no tuvieron más alternativa que atarme de manos y pies. Seguí tomando por aproximadamente 15 días; entonces viajé a Plaplaya, Gracias a Dios (La Moskitia), donde encontré a varios colegas, con quienes estuve bebiendo por cerca de una semana, hasta que una mañana, llegó apuradamente el Supervisor Auxiliar de Educación, antes que pudiera ingerir el primer trago de ese día, y me dio la orden de presentarme a la escuela para ocupar la plaza de un maestro que no pudo llegar. Tenía una goma (resaca) que me hacía sentir morir, pero yo necesitaba aquel trabajo y, con todas las limitaciones, atendí un quinto y sexto grados. Al mediodía salí de la escuela, no a buscar comida, sino un trago, pero todo se había agotado y me tuve que arriesgar tomándome un bote de aguaflorida. Desde entonces, no padezco de lombrices.

A los 4 años (1961-64) de trabajar en La Moskitia, viviendo una gran variedad de experiencias alcohólicas (me dispararon un rifle 7 y no me pegaron, me martillaron otro y no dio fuego, un hombre celoso me puso una pistola en el pecho y una señora lo desarmó, me agarró una tormenta en la laguna de Caratasca y logré llegar a tierra firme, etc.); sentí que ese lugar no era para mí por deprimente, con una cultura muy baja y que por esa razón bebía tanto, así una noche arreglé me maleta y al día siguiente me vine (fuga alcohólica) para Tegucigalpa.

En la capital (1965-74), bebía casi todos los fines de semana, en las fiestas (yo iba por beber, no por celebrar), en vacaciones eran de dos a tres semanas y, en París, fueron 18 meses (dos botellas diarias de vino).

Algo especial que sucedió en mi carrera alcohólica (1952-74), es que al principio era comedido en beber, luego aumentó mi tolerancia (un litro de guaro o cususa, una botella de wiski o unas 42 cervezas, solo para estar picado y, luego, seguir la parranda por lo menos unas 24 horas) y, finalmente, un octavo me bastaba para estar borracho, generalmente con mucha violencia contra todo mundo.

El 5 de enero de 1975, después de una pata de 17 días, alrededor de las 4 AM, me desperté con la tremenda goma, pero había dejado una botella de Flor de Caña casi a la mitad de su contenido; sin embargo, a diferencia de otras veces, no tenía valor de tomarme un trago: me lo servía y las contracciones en el estómago me lo impedían, le puse agua y tampoco, ensayé con coca-cola y nada, intenté bañarme y, como buen bolo, no soporté el agua, peor que estaba fría. Así me la pasé en cama hasta cerca de las cinco de la tarde, sin quitarme la goma (estoy en deuda porque aún no me la quito y no pienso hacerlo).

A partir de ese día, sobre todo del siguiente (Día de los Santos Reyes Magos), he tenido un constante despertar y renacer, gracias a un poder superior que en mi caso personal es Dios, cultivando una declaración que con el tiempo he venido mejorando: “La virtud entra por el conocimiento que, unido al dominio propio, nos proporciona paciencia, piedad, afecto y fraternidad, pero que no tendrían ningún sentido ni aplicación si no hubiera conocido y puesto en práctica lo bello que es el amor”. Agrego, “La esperanza es algo que puede suceder; la fe es la certeza de que sucederá; pero para que se cumpla la fe, es necesario que yo tome una decisión y la ejecute”.

Sencillamente, acepté que mi vida es ingobernable con alcohol y que puedo evitar la ingestión de la primera copa por plazos cortos de solo 24 horas. Entonces, este resultado positivo lo obtengo con el agradecimiento a Dios y la siguiente promesa diaria: “Prometo no tomarme una primera copa de alcohol en el transcurso de las siguientes 24 horas, cueste lo que cueste. Dios, concédeme la suficiente fortaleza para cumplirla”. Es así de sencillo como he logrado no tomar una tan sola copa de alcohol durante 42 años. Aunque no lo crean, hoy no soy rico pero sí inmensamente feliz.

 

Enviado a SURCOS por el autor.

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