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El laberinto político europeo: ¿Dónde está la salida? ¿A la derecha, a la extrema derecha, a la izquierda…?

Gilberto Lopes

San José, 22 de junio de 2024

I.

Empecemos por el principio: por el Tratado de Roma, que creó al Comunidad Económica Europea, en 1957, inspirado en las ideas de uno de sus arquitectos, Jean Monnet. Un personaje polémico, como veremos, novelesco, procedente del mundo financiero, dice el profesor José A. Estévez Araújo, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Barcelona, comentando el libro del historiador británico Perry Anderson, “El Nuevo Viejo Mundo”, un estudio histórico sobre el origen, evolución y perspectivas de la Unión Europea. Este atildado hombrecillo de Charente –Monnet– “fue un aventurero internacional de primer orden, que hizo malabarismos financieros y políticos a través de una serie de espectaculares apuestas”, dice Estévez.

Existía entonces –afirma– un consenso en torno a políticas keynesianas de pleno empleo, una mayor preocupación por lo social. Era la época de la Guerra Fría. Monnet debía su poder y su influencia al apoyo de Estados Unido, interesado, en esa época, en una Europa occidental fuerte, que pudiera hacer frente a la Unión Soviética.

Para Perry Anderson, sin embargo, el escenario era algo distinto. Para él, Monnet estaba “notablemente libre de las fijaciones de Guerra Fría”. “Deseaba una Europa unida que sirviese de equilibrio entre Estados Unidos y Rusia”.

II.

En todo caso, las políticas keynesianas de la época de la Guerra Fría dieron paso a otras, sobre todo a partir de la firma de la llamada “Acta Única”, en 1986. Un documento que implantó, a nivel europeo, las políticas de desregulación de los mercados, que años antes Margaret Thatcher había aplicado en Inglaterra.

En 1986 ya se derrumbaba el mundo socialista del este europeo, incapaz de hacer frente a sus deudas con la banca occidental. El flujo de petrodólares, que alimentaba la economía de los países de Europa del este, se había cortado, desatando una crisis que desembocaría, en pocos años, en el derrumbe de su sistema y en el fin de la Guerra Fría.

El colapso de los acuerdos de Bretton Woods, con la desvinculación del valor del dólar norteamericano del oro, en 1973, obligó a la Comunidad Europea a buscar mecanismos que aseguraran una cierta estabilidad para el valor de sus monedas. En 1979 había entrado en vigor el Sistema Monetario Europeo. En 1988, el Consejo Europeo decidió promover los estudios para la creación de una moneda única: el euro.

Se iba armando el labirinto en el que se encuentra atrapado el occidente europeo. La creación de la moneda única contemplaba la independencia de los bancos centrales de los gobiernos. Se pretendía evitar que pudieran financiar el déficit público, modificar los tipos de cambio o las tasas de interés.

El fin del flujo de capitales baratos, que les suministraba la banca del norte, puso las economías de los países endeudados del sur europeo en manos del mercado financiero. Pero, sobre todo, de los organismos financieros internacionales, que condicionaban los nuevos préstamos al ajuste estructural y a las políticas neoliberales privatizadoras. En vigor desde noviembre de 1993, el Tratado de Maastricht les impedía recuperar competitividad mediante la devaluación.

Grecia fue el ejemplo más dramático cuando, en 2009, después de una década de endeudamiento especulativo, quedó en evidencia que no podría hacer frente a sus compromisos financieros, sobre todo con los bancos alemanes y franceses.

Tal como habían hecho con los países de Europa del este, ahora correspondía imponer draconianos programas de austeridad en la periferia del sur y garantizar a los bancos la recuperación de los préstamos comprometidos. Con Wolfgang Schäuble –ministro de Finanzas del gobierno Merkel– a la cabeza, y un bloque de países más pequeños –entre ellos Holanda, cuyo primer ministro, Mark Rutte, ahora aspira a la Secretaría General de la OTAN–, impusieron a Grecia un programa que redujo el país a una condición de dependencia que recuerda la bancarrota austríaca en 1922, que dio alas al fascismo.

III.

La unificación alemana, en 1990, y el derrumbe del socialismo en el este europeo tuvieron grandes repercusiones en la economía europea. Como nos recuerda el profesor Estévez, la reunificación alemana creó una masa de trabajadores cualificados sin empleo, consecuencia del desmantelamiento de las industrias de Alemania del este. Entre 1998 y 2006, durante siete años consecutivos, los salarios reales disminuyeron en Alemania.

El euro empezó a circular en 2002, estableciendo criterios de convergencia impuestos por Alemania y algunos aliados del norte europeo a los países de la eurozona. Eran normas que limitaban la deuda pública, el déficit fiscal y la inflación, pero no regulaba la política fiscal, ni promovía una política de convergencia real entre los países, ni la creación de una deuda pública europea.

La ampliación hacia el Este (sería más exacto llamarla “colonización”, dice Estévez) hizo posible desplazar plantas productivas hacia esos países, que tenían una mano de obra cualificada y un nivel salarial mucho más bajo que el alemán.

La moneda única, la baja de los salarios y la contención de la inflación por debajo de la media europea hace que, para los países periféricos, resultara muy difícil ser competitivos frente a los productos alemanes.

De esta manera, la economía alemana, en lugar de actuar de “locomotora” de la economía europea, se transformó en su “vagón de carga”

Cuando la recuperación llegó, en 2006, Alemania era el principal exportador de la Unión Europea y pudo, a partir de ese momento, ejercer su dominio en el seno de Europa.

IV.

La OTAN empezaba a hacer agua. Sus objetivos, como los había definido, en 1949, su primer Secretario General, el general inglés (de origen hindú), Lord Hastings Ismay, eran mantener los rusos afuera, los Estados Unidos adentro y los alemanes abajo. Ismay no dice “soviéticos”, dice “rusos afuera”; ni “nazis abajo”, sino “alemanes abajo”.

No lo lograron. Evitar el surgimiento de una potencia europea que desafiara sus intereses era preocupación esencial de la política exterior británica a mediados del siglo pasado. Esa potencia era, naturalmente, Alemania. Si esa aspiración podría tener sentido después de la II Guerra Mundial, 75 años después ya no era realista.

Del proceso de integración europeo –del cual los ingleses acabaron retirándose– lo que emergió fue una Europa a la medida alemana (*). Sus vínculos con Rusia, particularmente gracias al suministro de energía barata, terminaba por descomponer los objetivos enunciados por Lord Ismay. De las tres propuestas, quedaba solo una vigente: la de “Estados Unidos adentro” (y aun esa, como sabemos, enfrenta nuevas amenazas en un eventual gobierno Trump).

No era eso, precisamente, lo que pretendía la OTAN. Para evitar que se creara una dependencia permanente de la economía alemana del estratégico suministro de energía rusa, fuerzas especiales, nunca debidamente identificadas, hicieron volar los gaseoductos Nord Stream I y II, en el mar Báltico. Todo parecía encarrilarse nuevamente… Todos seguían atrapados en el labirinto.

Anderson habla de “la ansiedad de la clase política francesa por no separarse de los diseños alemanes dentro de la Unión” que recuerda “la desesperada adhesión británica al papel de aide de camp de Estados Unidos”. Dos regímenes –el alemán y el francés– que intentaban “meter al resto de Europa en el redil de sus planes de estabilización”, pero que ya entonces (2012) no parecían muy duraderos, como, efectivamente, no lo fueron (especialmente el francés, cuando Sarkozy perdió las elecciones para el socialista François Hollande. Merkel duró un poco más, hasta 2021).

Pero –diría Anderson, con agudeza– otra cosa es si la vuelta de la socialdemocracia al poder en París y Berlín iba a afectar mucho el desarrollo de la crisis. O ayudarlos a salir del labirinto…

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Sobre el papel de Alemania en la crisis del euro y el desequilibrio en la eurozona abunda la bibliografía. Sugiero algunas lecturas:

Quinn Slobodian – We All Live in Germany’s World. Foreign Policy | March 26, 2021.

Juan Torres López – Europa no funciona y Alemania juega con fuego

Diario Público – 27 marzo, 2021

Adam Tooze – Germany’s Unsustainable Growth: Austerity Now, Stagnation Later – Foreign Affairs, Vol. 91, No. 5 (SEPTEMBER/OCTOBER 2012) , pp. 23-30

Wolfgang Streeck – “El imperio europeo se hunde”. Entrevista hecha por Miguel Mora, director de CTXT. Publicada por CTXT el 13 marzo 2019

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V.

La idea de la OTAN era mantener a “los rusos afuera”. Pero, en noviembre de 1990, apenas unificada Alemania, Europa firmaba con Rusia la “Carta de París”, cuyas primeras palabras aseguraban que Europa estaba “liberándose de la herencia del pasado”. “La era de la confrontación y de la división de Europa ha terminado”. 34 años después, es evidente que nada de esto era cierto.

Pero no fue Rusia quien llevó sus tropas a las fronteras polacas, ni alemanas, ni finlandesas ni a las de los países bálticos.

Fue Estados Unidos quien llevó sus armas y soldados a 15 mil km de distancia, hasta las fronteras rusas. Fueron los países europeos quienes corrieron hacia el este, más de 1.500 Km, una cortina de hierro que pretendían extender desde el mar de Barents, en la frontera con Noruega, hasta el mar Negro, en la frontera con Ucrania.

¿No era una provocación el avance de la OTAN hacia las fronteras rusas? ¿Tienen razón quienes niegan que la invasión de Ucrania por las tropas rusas fue respuesta a esa provocación? ¿Qué hizo Estados Unidos cuando la Unión Soviética pretendió instalar armas nucleares en Cuba? ¿No fue eso respuesta a una provocación?

En 2007 Putin se refirió al escenario mundial, en un importante discurso en la Conferencia de Seguridad de Múnich (el discurso puede ser visto aquí: http://en.kremlin.ru/events/president/transcripts/copy/24034). Habló de los riesgos de un mundo unipolar, de su preocupación por el desmantelamiento de la red de tratados con los que se pretendía evitar la proliferación de armas nucleares, por la intención de Estados Unidos de desplegar un sistema de defensa antimisiles en Europa. Criticó la decisión de Europa de no ratificar el tratado de fuerzas armadas convencionales y advirtió que la decisión de la OTAN de expandir sus fuerzas hacia el este no tenía nada que ver con su modernización, o con garantizar la seguridad de Europa. Por el contrario –afirmó– “representa una seria provocación que reduce el nivel de confianza mutua”. Occidente no respondió a ninguna de esas inquietudes.

No hace falta ser partidario de Moscú para entender lo que estaba en juego y que, 15 años después, estalló en la frontera ucraniana y nos ha llevado a la crisis actual.

Los rusos veían acercarse de nuevo las tropas a sus fronteras… (en los años 40, la invasión alemana les había costado millones de muertos). ¿Con qué objetivos se acercaban esas nuevas tropas? La única explicación posible es la defensa de sus intereses políticos y económicos, del cuidadoso labirinto construido en los últimos 75 años.

Como se puede leer en la página del Royal United Services Institute (RUSI), “el más antiguo think tank sobre seguridad y defensa del Reino Unido” (como ellos mismos se presentan), la confrontación entre Rusia y Occidente no es solamente sobre la seguridad de Ucrania; es sobre todo el entramado estratégico construido después de la Guerra Fría, sobre los intentos de Rusia de dividir el continente en nuevas esferas de influencia, “algo que los europeos han pasado tres décadas tratando de evitar”.

Una arquitectura sobre la base de los mismos intereses que dieron origen a la guerra, en 1939. ¿O representaba el ministro Schäuble algún otro interés, cuando aplastó a los griegos, con el apoyo de sus colegas europeos, en defensa, principalmente, de los bancos alemanes (y franceses)?

VI.

Quisiera sugerir que no hay más derecha en Europa (ni extrema, ni de centro) que esa derecha liberal, “extrema” cuando hace falta (recordemos Pinochet), “democrática”, cuando les es suficiente, hoy organizada para la guerra contra Rusia, como nos recuerda el Royal United Services Institute (RUSI).

Quisiera sugerir que hoy la definición más precisa de esa derecha es la que empuja la cortina de hierro hacia las fronteras rusas, la que trata de evitar que nadie escape del labirinto, proceso que ha conducido a una inevitable confrontación, de carácter mundial.

Si es así, no hay nada a la derecha de la presidente de la Comisión Europea, la alemana Ursula von der Leyen (socialcristiana como Schäuble); ni del polaco Donald Tusk; ni de la ministra de Relaciones Exteriores alemana, la “verde” Annalena Baerbock; ni de Biden, ni de Sunak. Ni de los “Populares”, la mayor formación política del parlamento europeo. Son –todos– representación de una derecha siempre dispuesta a lo extremo.

Me parece que posiciones islamófobas, anti inmigrantes, contrarias a los proyectos LGBTI, antiabortos, etc, no definen ni derecha ni izquierda. En esos grupos los hay de ambos bandos, aunque que sean más de uno que de otro.

Como ya lo dije una vez, si el mundo civilizado no amarra las manos a esos salvajes (que ya condujeron el mundo a dos grandes guerras), nos llevarán a una tercera, de la que hablan como si desde entonces esa guerra pudiera ser cualquier otra cosa que una guerra nuclear.

En cuanto a la izquierda, perdido el rumbo, atrapada en el labirinto, no ha encontrado una salida. Ha perdido la capacidad “de representar el descontento con el capitalismo”, decía el sociólogo Wolfgang Streeck, autor del libro “Como terminará el capitalismo”.

Como una parte de esa “izquierda” ha renunciado a esta tarea ha perdido la confianza de la gente y ha terminado reducida a cuotas marginales del electorado. Eso deja un gran espacio a la derecha. Así que votan a Le Pen, o a Macron, que recorta el gasto social porque hace lo que le pide Alemania”.

En Francia, convocada a elecciones anticipadas, celebra un programa de unidad para enfrentar a la “extrema derecha”. Bajo el título de “Promover la diplomacia francesa al servicio de la paz”, nos propone una guerra contra Rusia en términos aún más feroces que los logrados por la misma Ucrania en su reciente reunión en Suiza. Se propone “hacer fracasar la guerra de agresión de Vladimir Putin y velar por que rinda cuentas de sus crímenes ante la justicia internacional».

Ni una palabra sobre una solución política, sobre atender la reiterada preocupación rusa sobre su seguridad, amenazada por el avance de la OTAN; a la que hacen referencia, por ejemplo, los gobiernos de Brasil y de China. “Lo que más desestabilizó Europa fue la expansión de la OTAN”, dijo el asesor del presidente Lula, Celso Amorim, en agosto del año pasado. Más recientemente, en mayo, presentó, junto al responsable de la política exterior china, Wang Yi, una propuesta de seis puntos para la negociación de un acuerdo de paz entre Rusia y Ucrania.

Nada de eso le interesa al nuevo “Frente Popular” francés, que se propone “defender sin fisuras la soberanía y la libertad del pueblo ucraniano y la integridad de sus fronteras, entregando las armas necesarias…”

¡La guerra! Tema que, como hemos sugerido, hace hoy la diferencia entre una derecha que recuerda a la misma que nos ha llevado ya a dos guerras mundiales, y el mundo civilizado, que trata de encontrar la manera de amarrar las manos a estos salvajes.

FIN

Europa, Gilberto Lopes, política