El libro que no leyó Irene Vallejo
Magda Zavala
En el año 2000, luego de más de tres años de trabajo académico arduo, partiendo del principio que siempre he defendido, según el cual los estudiosos centroamericanos somos especialmente llamados a conocer lo nuestro, con ideas propias, desde este aquí, Seidy Araya y yo, ambas filólogas con especialidad en literatura, concluimos nuestra investigación sobre la literatura indígena precolombina del pasado y del presente de América Central. El producto fue un libro de titulado Literaturas indígenas de Centroamérica, editado por la Universidad Nacional ese año, en primera edición, y el año 2002, en segunda edición. Se agotaron rápidamente.
Al leer El infinito en un junco, en una primera lectura, me gustó mucho, dicho con la sinceridad que acostumbro. Estaba entendiendo que se trataba de un texto de divulgación, con una narrativa elegida para llamar lectores que necesitan empatía personal con el autor y, por tanto, sin pretensión especializada. No obstante, tuve el mal sabor del olvido que ese libro hace de la producción letrada de las altas civilizaciones que habitaron entre nosotros, en la Mesoamérica que tenía, en 1492, un centro urbano suntuoso de cerca de 600.000 mil habitantes, Tenochtitlan, en México, mientras Madrid era solo una ciudad de escasas 10.000 personas. Por supuesto, no podía yo aspirar a que su autora conociera el libro que tantos desvelos nos había traído a Seidy y a mí, también entonces madres con niños todavía de cuido, investigando como decimos aquí, con las uñas, porque de nuestro salario salía el pago de los recursos bibliográficos que no encontrábamos en las bibliotecas, así como el de las fotocopias y desplazamientos para localizar la información. Hicimos el trabajo con modestos recursos, lo que no desmotivó nuestra gran dedicación y entrega. El libro fue muy bien recibido, aunque su órbita de alcance limitado, como sucede todavía hoy con los libros que se producen en esta región. Así que era esperable que una intelectual española del siglo XXI nunca hubiera sabido de la existencia de nuestro libro. Sin embargo, sí me sorprendió, y mucho, que no mencionara la gran producción bibliográfica sobre la escritura y los libros del México antiguo, así como sobre la civilización maya, que abarcó parte de México y el norte de Centroamérica. No parecía haber leído, por ejemplo, a los autores coloniales, Bartolomé de las Casas, Bernal Díaz del Castillo, Diego de Landa, Bernardino de Sahagún, Gonzalo Fernández de Oviedo y Francisco Antonio Fuentes y Guzmán; ni a los especialistas del siglo pasado, ineludibles: Ángel María Garibay, Miguel León Portilla, Celso Lara Figueroa y Miguel Ángel Asturias, entre otros muchos, así como la numerosa bibliografía en torno al Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas.
Ante este escenario, recomendé el libro de Vallejo, pero con advertencias y explicaciones, de modo que las mentes lectoras no fueran a extrañarse y luego me hicieran reclamos, que yo encontraría muy justificados. Me queda la inquietud, que seguramente no podré satisfacer, sobre la razón de ese inmenso vacío, siendo nosotros iberoamericanos y habiendo aportado al devenir de España un grandioso acervo cultural. Tendría que ir a buscar a la famosa autora y preguntarle, con el riesgo de la foto. Así que me conformaré con algunas hipótesis, que puedo compartir en otro momento, si hubiera alguien interesado, con inmunidad frente a los deslumbramientos, pero también capaz de reconocer el logro ajeno.


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