¿Es la especie humana la más destructiva del planeta?

Alberto Salom Echeverría

albertolsalom@gmail.com

Intentamos profundizar en este artículo un tema que no es sencillo. Para dilucidarlo se ha hecho un esfuerzo de desarrollar una metodología inter y multidisciplinaria, por la complejidad que el concepto entraña. Hemos debido consultar fuentes antropológicas, psicobiológicas y sociológicas, tanto en lo concerniente a la concepción misma de la especie, como en cuanto a sus diversos comportamientos sobre la faz de la tierra a lo largo de su existencia. Se parte, además, de una concepción evolucionista de la especie humana; que implica la convicción sustentada en la ciencia, de que nuestra especie proviene de una rama de primates simios ya extintos.

Desde el punto de vista que nos proporciona la antropología, en las investigaciones de los fósiles, el ser humano, por expresarlo de esta manera, anatómicamente moderno proviene del África. Según un artículo relativamente reciente de la revista “Nature” del 29 de octubre de 2019, los últimos vestigios fósiles de los seres humanos antes de migrar del continente africano, valga decir del “homo sapiens”, emergieron al sur del río Zambeze, en la parte más austral del continente. La investigación asegura que la región donde se hallaron los primeros fósiles del Sapiens, es la que hoy se conoce como Botsuana y algunas partes de Namibia y Zimbabue, en lugar de Etiopía como se había creído.

Para ubicarnos estamos hablando de una época que data de unos 200.000 años, de acuerdo con las investigaciones de la Doctora Vanessa Hayes y sus colegas, ella perteneciente al Instituto Garvan de investigación médica de Sídney, Australia; otros científicos del mismo equipo de investigadores fueron: Andy Moore, geólogo de la universidad de Rhodes en Sudáfrica y Axel Timmermann de la Universidad Nacional de Pusan en Corea del Sur. No obstante, los hallazgos mencionados, hay que advertir que las conclusiones de estos trabajos son controversiales aún entre la comunidad científica. De acuerdo con esta hipótesis reciente, la especie Homo Sapiens habría permanecido en estas tierras por un lapso de 70.000 años aproximadamente, antes de dispersarse y migrar primero hacia el noroeste de este inmenso continente, para luego partir al suroeste. Muchos de aquellos seres humanos primigenios trascendieron después por diversos puntos del continente africano primeramente hacia el continente asiático, antes de expandirse por todo el orbe.

Otras hipótesis anteriores, más conocidas habían fijado el asiento de los primeros Homo Sapiens en Etiopía hace alrededor de 150.000 años. Este hallazgo fue posible gracias al descubrimiento del científico Tim White de la Universidad de Berkeley, quien encontró un cráneo de un Homo Sapiens en Etiopía. Con sustento en sus investigaciones afirmó el profesor Whaite: “Nuestros antepasados de especie, primero emergieron de África para extenderse por Asia hace unos 100.000 años y a Australasia hace unos 60.000; más tarde, hace unos 45.000 años, alcanzaron Europa y, finalmente, hace unos 35.000 años, el continente americano.” (Cfr. elmundo.es/elmundo/2009/01/14/sapiensa/1231924539.html/). Esta hipótesis es contrastante con la anterior, como es obvio, principalmente en lo relativo al lugar exacto de la emergencia de la especie Homo Sapiens; en segundo término, se distancian las dos hipótesis, en cuanto a la cantidad de años que han transcurrido desde que aparecieron los primeros indicios de nuestros antepasados Sapiens, asimismo son divergentes las argumentaciones que subrayan el punto geográfico del cual comenzaron a migrar antes de iniciar la diáspora por todo el mundo.

Lo verdaderamente irrebatible (y es por lo consiguiente una tesis científica), es que el Planeta está habitado hoy por una sola especie Homo que evolucionó. Se sabe también que la especie del Homo Sapiens de la que provenimos convivió, no obstante, durante unos diez mil años en Europa con la otra especie más cercana, la del “Hombre de Neanderthal”. Inclusive se sabe que hubo cruces entre ellas, como en la Siberia rusa. Empero, estos cruces entre especies cercanas pero diversas, no fueron generalizados de acuerdo con la investigación paleontológica. Es interesante que esta última especie desapareció, a pesar de haber tenido un cerebro más grande que el del Homo Sapiens. La explicación es que esta última, es decir, nuestros antepasados poseían un cerebelo más grande que los neandertales.

El cerebelo es la zona occipital del cerebro, pegada a la nuca, que controla varias funciones relacionadas con el movimiento y la coordinación, el equilibrio para caminar o estar de pie. Recientemente se hipotetiza que el cerebelo tiene un papel en el pensamiento consciente, en la capacidad cognitiva (se cree que tiene incumbencia en el procesamiento del lenguaje y hasta en el estado de ánimo) y que interviene además en la capacidad de socialización con los demás miembros de su especie; todo esto mezclado habría sido, en gran medida, lo que le dio a los Sapiens mayor capacidad de adaptación para sobrevivir. No obstante, la investigación más reciente muestra que, la competencia entre ambas especies fue feroz por la apropiación de los recursos existentes, hasta que los neandertales sucumbieron.

La investigación antropológica y paleontológica muestra además que, ambas especies se alimentaban de los mismos mamuts y de las mismas plantas. Un reciente estudio, publicado en la revista especializada “Scientific Reports”, dejó en claro que el menú de nuestros ancestros Homo Sapiens era idéntico al de los neandertales. Por ello, la lucha fue sangrienta hasta la muerte de una de ellas, porque estaba de por medio la supervivencia de ambas; esta tesis tira por la borda la hipótesis de que nuestra especie sobrevivió merced a una dieta más diversa y flexible. En otras palabras, se ha llegado a creer que los parientes neandertales fueron exterminados primitivamente en gran parte merced a los enfrentamientos directos con nuestros antepasados, para desplazarlos de la competencia por los mismos recursos alimenticios. ¿Es posible -me pregunto- que este sea un vestigio de los instintos primitivos y destructivos que anidan en la especie humana desde sus orígenes dado que, la lucha por la supervivencia fue y ha sido normalmente violenta, no solo en la cacería de los mamuts y otros animales salvajes para proveerse de la alimentación básica que sustentó su desarrollo, sino inclusive como quedó expresado, en los enfrentamientos con una especie bastante similar a la nuestra como fue el Hombre de Neandertal?

La Historia recoge también ejemplos abundantes, en el sentido de que el “progreso científico técnico” se caracteriza por una lucha perenne y también normalmente cruenta entre las clases sociales desde la esclavitud hasta la contemporaneidad, donde impera el capitalismo más salvaje. En semejante tesitura, el hombre (escrito así en clave de género masculino, me niego a escribirlo por tanto con mayúscula en estos casos), es “el dueño de la naturaleza”, nos enseñaron a decir. Y, en verdad que se apropió violentamente de ella, y de todo lo que en ella anida; se adueñó de las mujeres y de los esclavos, de los mares, y de los ríos, de las tierras de otros, de todo.

La misma forma como nos hemos servido del medio y de la técnica para aprovisionarnos de las herramientas pone en evidencia la agresividad de nuestra especie. Ello queda patentizado, ora en las herramientas convertidas en armas primitivas y punitivas o castigadoras, como las hachas y las lanzas, ora en el uso del fuego, empleado desde tiempos ancestrales e inmemoriales para arrasar la maleza o los sembradíos que se van a desechar, hasta llegar a los tanques modernos de destrucción masivaa larga distancia, o a los más recientes cohetes atómicos. Con el uso del fuego empleado por el ser humano para la agricultura, se arrasa todo, se va la maleza, pero también se destruye lo bueno que pudo haber quedado y se erosiona el suelo. Los instrumentos de labranza, desde los antiguos arados y los insumos agrícolas como los químicos más sofisticados son empleados hoy para combatir las plagas al costo de erosionar los suelos. Por lo tanto, han servido para hender o agrietar la tierra, igual que los buques contaminadores hacen lo propio en el agua. Por otra parte, las bombas atómicas mortíferas han dejado una huella imperecedera en las ciudades donde cayeron merced a la estulticia o insensatez humanas quedando en muchas ocasiones, las grandes urbes casi desdibujadas como en Hiroshima lo mismo que en Nagasaki, en Saigón, como en Kabul o en la actual Bagdad capital del Irak “moderno”, o sea, nada menos que la antigua Mesopotamia y sus primeros moradores, los sumerios. En todos estos lugares, los millones de rostros humanos, fueran mujeres, hombres, niños o ancianos fueron alcanzados por esta vorágine de destrucción, fruto de la brutalidad de la misma sociedad industrial quedando una gran parte de la población inerte o pulverizada. Peor aún, los que no murieron y sobrevivieron aquellos holocaustos, quedaron mutilados, ciegos, paralíticos para el resto de sus pobres vidas y también los animales, sin saber éstos ni por qué; desde entonces el alma humana ha quedado profundamente lacerada. De esa manera este “hombre”, sobre todo el de la época industrial -debo insistir en ello- acaso inconscientemente, le ha ido abriendo paso a la modernidad y a la “civilización” de un modo inclemente, inhumano, despiadado y bárbaro. Todo mediante una combinación macabra de arte, magia, ciencia, tecnología y destructividad.

La peor señal del espíritu destructivo, el destino incierto nos lo deparó para los siglos XX y XXI. La industria de la mano de la innovación científica y de la tecnología emergió desde finales del siglo XIX, para irrumpir en la alborada del siglo XX hurgando en las profundidades marinas y terrestres, hasta descubrir la materia prima necesaria para producir combustión y mover así fábricas, vehículos terrestres, aéreos y marítimos. Sin embargo, después de todo esto el mundo ya nunca volvería a ser igual, ¿apacible, fragmentado, desconocido, “ancho y ajeno” como dijera Ciro Alegría en su novela? El progreso científico y tecnológico se convirtió en una constante a lo largo del siglo XX; cada día más intenso y devorador de todo a su paso. Las potencias que despuntaron en los siglos XVIII y XIX, se transmutaron en los imperios coloniales; después en el XX despuntaron los más bárbaros imperios neocoloniales; estos últimos llevaron al mundo en su disputa por repartirse el resto del vasto globo terráqueo, a dos guerras mundiales hiper destructivas, la primera (1914-1919) y la segunda guerra mundial (1939-1945).

La capacidad destructiva en las dos guerras, en especial la segunda, fue aumentada por la invención en armas super poderosas, propias del industrialismo. El desenlace derivó en una carrera armamentista entre las nuevas potencias reinantes de signo ideológico contrapuesto: Los Estados Unidos comandando el sistema capitalista, y la Unión Soviética al frente de lo que llegaría a ser el bloque de países del llamado “socialismo real”. Finalmente, hasta los países socialistas participaron de la vorágine crecientemente destructiva, ya que, aunque habían estatizado más que socializado los medios de producción, entraron de lleno en la era del industrialismo e igual que las potencias capitalistas basaron su producción sobre la base de los combustibles fósiles (Carbón, petróleo y gas natural). Desde los años setenta del siglo XX, se crearon los indicadores que detectaron el espeluznante incremento del calor en todo el planeta. Entramos sin remedio a la época del calentamiento global y el cambio climático que tiene en vilo a toda la humanidad. Pero, las empresas multinacionales exploradoras y productoras de carbón, petróleo y gas continúan explorando y explotando a mansalva los yacimientos, donde quiera que se encuentren. De ahí que la propuesta de estudiar las energías limpias para producir recursos renovables no alcanza los umbrales que debería, para detener la ola infernal de calor derivada de la evaporación de gases contaminantes que quedan atrapados en la atmósfera terrestre produciendo el efecto invernadero ya conocido.

Se saben y son harto conocidos ya los efectos, pero no se detienen las transnacionales; los gobiernos, por su parte, carecen de la voluntad política para ponerles tope. Los efectos son conocidos de sobra: sube el nivel de los mares a causa del derretimiento de los casquetes polares por la ola de calor; las aguas marinas invaden las costas y ciudades de los litorales por todas partes; arrecian las tormentas provenientes de los océanos por el calentamiento de las aguas; lluvias torrenciales provocan desbordamientos de ríos; aunado a todo ello se talan los bosques frenéticamente, acarreando con ello que aumente la escorrentía de las aguas, llevando consigo los contaminantes del suelo que se escurren hacia los manantiales de aguas limpias y nacientes, y un largo etcétera de eventos extremos.

Estoy lejos de coincidir con Thomas Hobbes. Este gran intelectual fue uno de los grandes pensadores iusnaturalistas que vivió entre los siglos XVI y XVII (Nace en abril de 1588 y muere en diciembre de 1679). Fue quien en sus trabajos llegó a la conocida conclusión de que el “Hombre es un lobo para el Hombre”, por lo que la sociedad debe llegar a un pacto social entre ellos y con el Estado (Leviatán). Es el Estado el que tiene que controlar la agresividad entre los hombres. (Cfr. Hobbes, T. “Leviatán”, 1651). Psicológicamente, la agresividad es un instinto humano, pero no tiene por qué traducirse necesariamente en una conducta violenta. La agresividad bien canalizada nos sirve para acometer grandes tareas e inclusive procrear. De ahí que la conducta agresiva de los individuos y de las colectividades puede ser mal canalizada deviniendo por ende en la actitud confrontativa, hostil contra los demás o contra la misma sociedad. Por tanto, la conducta agresiva es básicamente aprendida y se ha desarrollado sobre todo en la sociedad industrial. Coincido por ello en cambio con el pensamiento de Juan Jacobo Rousseau (Nace en junio de 1712 y muere en julio de 1778). Rousseau, por contraposición con Hobbes llega a la conclusión de que el “Hombre es bueno por naturaleza, es la sociedad la que lo corrompe”. Por ende, considera que se debe llegar a un nuevo “contrato social”, tesis básica del pensador. (Cfr. Abreu Suárez, Alirio. “Lo Político en Jean Jacques Rousseau”. http:/www.indteca.com. Véase también de la obra de Rousseau: “El Origen de las Desigualdades entre los hombres”, “El Contrato Social”, “El Emilio” “La nueva Eloisa”).

En suma, estamos en un punto de inflexión muy peligroso, en el que la capacidad destructiva demostrada por la especie humana ha llegado a atentar contra sí misma, así como contra todas las formas de vida conocida sobre la superficie terrestre. Ciertamente muchos líderes políticos han tomado la iniciativa de realizar grandes cónclaves mundiales, para llegar a acuerdos y detener la frenética ola destructiva desatada por el uso de los combustibles fósiles, incrementados en las guerras recientes entre naciones y agravados por las inconscientes empresas devastadoras y contaminadoras de bosques, selvas, ríos, mares y océanos. O ponemos punto final a esta insensatez humana que ha prevalecido, o llegaremos a un extremo de no retorno en cuanto al combate contra el calentamiento global. Todos tenemos responsabilidad. Mucho más los líderes de las naciones de la tierra, en especial los de las potencias vigentes.