Ética y estética de una sociedad decadente

Rogelio Cedeño Castro, sociólogo y escritor costarricense

La decadencia cultural de una nación, o incluso de un área continental entera, dentro de determinado período histórico, es un evento paulatino que se expresa en muchas dimensiones hasta alcanzar la totalidad de la vida social. A la decadencia ética, en la que el cinismo tanto como la mentira y la hipocresía no conocen límites, se une la que se pone de manifiesto en el plano estético que impide a la gran mayoría de la población apreciar, y valorar en su justa medida la belleza o singularidad del patrimonio cultural de una ciudad, por no decir de una nación entera.

La ciudad de San José, capital de la centroamericana (a pesar suyo) Costa Rica, una ciudad que en los años cincuenta del siglo pasado, apenas había superado los cien mil habitantes, fue perdiendo su patrimonio histórico cultural y la estética arquitectónica que la habían venido caracterizando, a partir de la segunda mitad del siglo XIX y durante la primera del siglo XX, un período de casi un siglo durante el que alcanzó su mayor esplendor, convirtiéndose después de manera gradual en una aglomeración urbana, cada vez más horrible, e incluso disfuncional para sus moradores originarios, que perdió esas cualidades que la hicieron destacable en estas latitudes, además de perder eso que alguna gente llama el “rostro humano” de la ciudad.

Con el derribo del Palacio Nacional, diseñado  por arquitectos y empresarios alemanes, entre 1855 y 1857, durante la gestión del presidente Juan Rafael Mora Porras, a mediados de los 1950 dio inicio esta involución que nos lleva dejar de ser el París en miniatura( María del Carmen Araya Jiménez SAN JOSÉ De “París en miniatura” al malestar en la ciudad EUNED  Costa Rica 2010) para convertirnos en un espacio urbano hostil al ser humano de carne y hueso, además de destructor del tejido social, y jamás un espacio para el “ocio creador” de otros tiempos. (Don´t forget the meaning of this ancient sentence: wasting time, wasting money).

Unido a todo este proceso de decadencia estética, encontramos que de manera paralela, y a escala planetaria existe un culto a la degradación ética que encuentra su correlato en una refinada estética. Puedo dar fe de ello, a lo largo del medio siglo transcurrido desde el golpe militar al presidente chileno Salvador Allende, ocurrido en el mes de septiembre de 1973, que me llevó a conocer la prisión e incluso la tortura en el Estado Nacional de Santiago, poco tiempo después, sin pretender por ello la condición de mártir, ni mucho menos la de héroe ni cosa que se le parezca, en cambio esa circunstancia adversa de entonces me permite ahora, hurgando en mis recuerdos, traer a cuento el inesperado y feliz encuentro que tuve con la impecable obra literaria del escritor neoyorkino, de origen italiano, Mario Puzzo, titulada EL PADRINO (GOODFATHER), una vez que me permitieron abandonar aquellas instalaciones deportivas convertidas en campo de concentración para miles de presos políticos, por parte de los militares chilenos, principales protagonistas de aquella dictadura que recién empezaba.

Estando en la Embajada de Costa Rica, en Santiago de Chile, me encontré con un ejemplar de mencionada novela de Mario Puzzo, de cuya lectura disfruté página a página, unos años antes de que Francis Coppola, el gran director cinematográfico estadounidense, lanzara al público la gran saga fílmica de Don Coleone, como una especie de gran fresco acerca de la conformación y hasta si se quiere fenomenología de esa particular institucionalidad de la dinástica familia de la maffia siciliana, a lo largo del siglo XX. Con actores como Marlon Brando y Al Pacino esa obra, llevada al cine durante los años setenta, se transformó en un clásico y en la expresión de una elaborada, además de refinada estética, vinculada a un particular universo y a unos personajes de muy dudoso comportamiento o filiación ética.

En la segunda película de la saga de Don Coleone, cuyo inicio se ubica alrededor de 1945, nos encontramos con un fascinante contraste entre las distintas formas que puede asumir la violencia organizada en las sociedades contemporáneas. El hijo del huérfano siciliano, que creó la dinastía en la ciudad de Nueva York, regresa de la recién concluida Segunda Guerra Mundial convertido en un héroe a los ojos de los suyos, e incluso de los allegados más cercanos que acuden a una fiesta familiar. Pronto el joven oficial estadounidense de apellido Coleone tendrá que dejar el elegante uniforme militar para ponerse al frente del ejercicio de la violencia, de una manera radicalmente distinta, a raíz de un atentado contra su padre proveniente de otras familias de la maffia interesadas en incursionar en el negocio de las drogas, el que el primer Don Coleone rechaza. Después de estar al frente de numerosos soldados en el campo de batalla, en el transcurso de una guerra regular, se ve sometido a la presión del clan, debiendo acatar instrucciones de gentes al parecer no tan calificadas como él, incluso acerca de qué tipo de armas emplear como ejecutor de un crimen o venganza, después del que deberá huir y refugiarse en su Sicilia natal.

Con el tiempo, más de un cuarto de siglo después, el segundo Don Coleone se verá enfrentado a la gran tragedia de su larga vida, cuando se ve obligado –una vez más- a volver a Sicilia, por razones que oscilan entre lo estético y lo familiar, un medio en que las diferencias y las venganzas o vendettas continúan, aún dentro de su propia familia. Es ya en la tercera película de Francis Coppola, cuando irrumpen en escena los compases musicales, las voces y la extraordinaria coreografía de la gran ópera de Pietro Mascagni (1863-1945) “Cavaleria Rusticana”, una tragedia típicamente siciliana expresada en una obra del género dramático que conoció el éxito, desde de su primera representación en 1890 y que ha continuado in crescendo, dándole una tonalidad estética impresionante, paradojal y conmovedora a la vez, a uno de los momentos más dramáticos de la saga familiar de los Coleone. Presente en Sicilia, para la representación de la ópera de Mascagni, donde su hijo actuará como una voz destacada, por presión de su segunda esposa estadounidense, y madre de sus dos hijos, será testigo de la violencia entre los distintos clanes en el propio Teatro (convertido en teatro de operaciones, por decirlo en la jerga militar), mientras de fondo aparecen las escenas más violentas de la propia opera y con el fondo de la música del increíble, además de lírico e incluso lánguido INTERMEZZO de la Cavaleria Rusticana. Al salir del Teatro, una bala dirigida hacia él alcanza a su hija, la que muere en sus brazos, mientras el eco de la música se va apagando, en tanto que en el epílogo que se muestra en las últimas escenas, al parecer muchos años después, el protagonista aparece en una silla de ruedas no sabemos si evocando un pasado lejano, durante el cual, y a lo largo de varias décadas décadas había procurado adecentar y legitimar el negocio que había heredado de su padre. De manera, simultánea un Papa había sido asesinado (quien poco antes de ser electo le había mostrado al mismo Coleone la imposibilidad de una Europa Cristiana, dada su impermeabilidad o rechazo implícito del mensaje esencial del Jesucristo histórico, a semejanza de lo que para él ocurre con una piedra en el agua) y un escándalo se había desatado en las finanzas del Vaticano, con cuyo banco Coleone habría tratado de hacer negocios. En fin, la estética y la ética aparecen entremezcladas en el estrecho marco de una dialéctica imparable, y reducidas ambas al principio de suma cero, dentro del despliegue de un mundo y una sociedad cada vez más complejos.