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Juegos inocentes o poderes de la moral ocultos

Adriano Corrales Arias*

¿Será verdad que todo niño, antes de los siete años, tiene poderes ocultos –o percepción extrasensorial– dado que su inocencia –benevolencia– es intrínseca? ¿Podemos proyectar mentalmente el mal hasta materializar el daño? Son cuestiones que se me plantearon al terminar de ver la película Juegos inocentes (“De uskyldige”, 2021), segunda del realizador noruego Eskyl Vogt (la primera se llama Blind, no la he visto), traducida al inglés como The Innocents, y al castellano como Poderes ocultos. El asunto ha sido tratado con exhaustividad, tanto en el cine como en la literatura, para no hablar de la filosofía y la psicología. Sin embargo, la perspectiva de este director (guionista de La maldición de Thelma y La peor persona del mundo de Joaquim Trier) es absolutamente inédita y enigmática. Las vidas privadas de los protagonistas, que entre ellos no se comunican ni se conocen, sirven, cual ácida metáfora, para la eterna pregunta sobre si se nace siendo malo o se hace debido al entorno familiar y social.

La familia de Ida (Rakel Lenora Fløttum), conformada por su hermana mayor Anna (Alva Brynsmo Ramstad) y sus padres, se ha mudado a un nuevo apartamento en un condominio fuera de la ciudad. Anna ha sido diagnosticada con autismo desde muy niña, Ida se siente ignorada y molesta por el cambio y su “responsabilidad” ante su hermana, pero lo único que desea es hacer amigos, jugar, explorar el bosque aledaño y disfrutar del verano. Comete actos “preocupantes”, para nosotros, público adulto, pero que, para un niño, son acciones debidas al nuevo ambiente y sus variados descubrimientos. Hasta que conoce a Ben (Sam Ashraf), un niño que de inmediato hace migas mostrándole su escondite en el bosque y su habilidad para mover objetos ligeros a voluntad. En paralelo, vemos a otra niña solitaria llamada Aisha (Mina Yasmin Bremseth Asheim) que establece una conexión profunda y psíquica con Anna, quien a su vez también posee (¿o adquiere?) poderes especiales. Ida es la única que carece de poder alguno, pero poco le importa pues ha dado con un amigo y posible grupo con quienes conectarse; pronto enfrentará el conflicto con sentimientos encontrados y dudas incomprensibles.

Estamos ante un drama de la soledad, la incomunicación y el crecimiento, pero se nos olvida que es una obra de terror. Ida y Ben pasan un tiempo juntos y ambos parecen compartir cierta moral disociada. En una de las escenas más impactantes y efectivas, Ben arroja un gato desde lo alto para probar que puede caer de pie. Eso y lo que sigue parece mostrar a la niña los límites que no debe traspasar, incluso si no está segura de por qué mata lombrices, gusanos u hormigas por diversión, o tortura en silencio a su hermana dado que esta “no siente”. Ida es un personaje muy complejo y es un gran logro de Eskil Vogt en su construcción más allá del cliché infantil (lo mismo puede decirse en cuanto a la dirección de actores: dirigir niños es difícil y arriesgado; por supuesto, los cuatro, son excelentes actores). Anna no puede comunicarse atrapada en un cuerpo que no le responde, Ida se auto percibe, entonces, en segundo plano ante sus padres y por ello es vulnerable a la influencia externa. Ben vive con una progenitora abusiva y Aisha no sabe cómo ayudar a su madre que llora cuando cree que nadie la está viendo.

La diferencia de la película, lo que a su vez aporta un hálito perturbador, es que nunca abandona la visión ni el mundo infantil –desconectado, por demás, del mundo social adulto y sus prioridades–hecho que la torna más realista (incluido lo “sobrenatural”) cuando vemos la reacción a problemas y miedos propios de esa edad –que nos recuerdan los nuestros– con poderes psíquicos ejercidos como insumo del horror cuando una acción relativamente inocente, como empujar a alguien que te molesta, se convierte en algo cruel y escalofriante. Todo ello se logra, entre otros recursos, por el uso de la cámara subjetiva; la misma se coloca junto a los niños para mostrar sus vivencias, dudas y conflictos. Aunque los padres y otros adolescentes aparecen, la perspectiva de los protagonistas es constante, lo que subraya esa desconexión con el mundo adulto donde las habilidades sobrenaturales suenan a broma o a trucos de magia. Vogt explora el desarrollo moral de la infancia, lo que sucede en un mundo infantil cerrado a los padres con sus propios códigos y reglas, así como el significado de la amistad y, además, lo que implica tener un poder sin responsabilidad ni discernimiento.

La infraestructura familiar –por demás (pos) moderna y funcional, esa fría arquitectura cual escenografía y hábitat de los acontecimientos– aparece también como desconectada de los protagonistas y, por tanto, ominosa como ambiente insano, agresivo y desequilibrado para nosotros, a pesar de su aparente normalidad. Llama la atención que los acontecimientos se suceden durante el verano nórdico y no en sus tenebrosos inviernos, lo que, de alguna manera, grafica la metáfora de la oscuridad en plena luz, o de un ambiente multifamiliar “normal” que esconde, no obstante, un drama maléfico y espeluznante. Así, el director no olvida lo más importante: que el público comprenda que se trata de “niños reales”, no de hijos de un demonio, de un encantamiento o una maldición, ni de héroes o semidioses con poderes mágicos para salvar al mundo. El conflicto alude a que la moral se forma en una etapa harto difícil donde contradecir o desobedecer a los padres –quienes, presuntamente, muestran el camino del bien– también es necesario, aunque en momentos de rebeldía ante el abandono, la indiferencia, el pasado supra genético (migraciones, guerras, racismo, segregaciones, enfermedades, etc.) o el mismo entorno social, puede derivar en acciones crueles que la mayoría oculta por el sentimiento (¿“natural”?) de culpa o se ignoran justificándolo como inmadurez o escasa memoria. 

La narración es lenta, cuasi silenciosa, sin ese soundtrack tremebundo que se acostumbra en el cine corporativo/usamericano. Ello se agradece porque la trama y el conflicto crecen de a poco sin sobresaltos ni trucos gratuitos para mantener la angustia y la atención del público. Siempre que hay protagonistas con poderes especiales la audiencia –entrenada por Hollywood y las plataformas cableras– espera la confrontación que pondría a prueba a los buenos cual fórmula para temer y rechazar lo que sucedería si los villanos “ganaran”. El film aprovecha ese espurio deseo del público para darle un giro novedoso al cliché. Y si el espectador se da la oportunidad de ingresar a un cine diferente con un análisis personal más a fondo, encontrará un desenlace que funciona a la perfección gracias al elenco infantil, la eficiencia del guion, la fotografía y la sutileza de los efectos visuales y sonoros.

El auténtico eje de la historia en  Juegos Inocentes es la salvación o la condena de la moral de Ida en un mundo adulto desconectado (atrofiado) y, por tanto, poco interesado en cuanto a los resultados de esa terrible e implacable lucha de formación psíquico/anímica/emocional ante un mundo confuso y agresivo –amenazante por donde quiera que se le mire: ¿es por allí que se cuela la maldad?– que todos los niños deben librar solos. Es la eterna lucha entre el bien y el mal, pero experimentada desde la supuesta inocencia de una niñez posmoderna con familias disfuncionales en sociedades con anomia.

Adriano Corrales Arias, cine, Juegos Inocentes, moral