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LA CAJA Y YO. (Cronología de una confesión)

José Manuel Arroyo Gutiérrez
Ex Magistrado
Catedrático UCR

En la morgue del Hospital San Juan de Dios, delante del cuerpo inerte de papá, tuve el impulso de interrogarlo: ¿a dónde te has ido?, ¿a dónde fue a parar tu alma noble, tu amoroso espíritu de hombre bueno?, ¿a dónde quedan tus días de gloria y alegría, y los que te trajeron tragedias y derrotas? Sólo me respondió el frío matinal de aquél salón apenas alumbrado por la primera luz del día.

A pesar del dolor que me embargaba, encontré consuelo pensando que papá había partido de este mundo con toda dignidad. Atendido en condiciones inmejorables, por médicos competentes y enfermeras abnegadas que hicieron lo humanamente posible por rescatarlo, aunque al final perdieran aquella batalla. Una batalla entre cientos de todos los días; una pérdida entre miles de victorias.

Años después, en la Unidad de Cuidados Intensivos del mismo Hospital, rodeada de toda la tecnología imaginable, vi cómo mamá se extinguía minuto a minuto, imperceptiblemente. De nuevo afloró el dolor de mi agnosticismo impenitente: ¿Cómo podía apagarse, sin más, aquella poderosa llama, maga de la cocina que limpió, atendió y curó a chiquillos y animales hasta el agotamiento? Los misterios de la vida y de la muerte, me golpeaban de nuevo, hermanados, indivisibles e incapaces de generar respuestas convincentes o definitivas.

Y de nuevo el consuelo de la dignidad. El privilegio de ver a tus seres más queridos transitar por la vejez, la enfermedad y la última despedida albergados en las mejores manos, recibiendo medicinas, tratamientos, asistencias en condiciones apropiadas. Todo financiado por el aporte y la solidaridad de muchos, los nuestros incluidos.

No faltó la veta jurídica que también se manifestara. Aquellas experiencias de vida me llevaron a entender en la práctica lo que significa el derecho a la salud como uno de los fundamentos para construir la dignidad humana en una convivencia democrática. El alcance de este derecho que no sólo cubría los quebrantos de la vida sino también el final, la muerte digna. Bendije desde entonces a los líderes de este rincón del mundo que hicieron posible semejante prodigio. Una idea genial que puso a patronos, trabajadores y Estado, en un pacto social fundacional, a contribuir solidariamente para que todos los hijos e hijas de esta tierra pudieran incapacitarse sin tener que pasar hambre, ser atendidos por enfermedades y ser auxiliados en su invalidez y su muerte.

Desde entonces digo, cada vez que puedo, que a la Caja hay que defenderla; es la columna vertebral sobre la que descansan los afanes de justicia y paz de este país. Ha sido el antídoto eficaz contra las violencias y las guerras que han azotado a nuestra región y al mundo entero. Hay que defenderla en las calles y desde todas las trincheras. Y hay que defenderla de todas las maneras posibles frente a todos los enemigos de antes y de ahora. Sobre todo hay que defender la Caja de quienes ven en la salud sólo una mercancía más, un negocio para enriquecerse.

Otras experiencias de vida me han llevado después a afianzar estas convicciones. Hace algunos meses tuvimos que enfrentar, como familia, una emergencia médica. No hubo alternativa: o acudíamos a un hospital privado, o los riesgos eran enormes. Nos pudimos dar el lujo de enfrentar gastos extraordinarios para superar el momento crítico. Pero tuvimos claro que sólo una minoría, muy reducida, puede tomar esa opción.

Se trató de un itinerario estrictamente mercantil: ustedes nos atienden y nosotros ponemos dinero. Todo comienza con la presentación de una tarjeta de crédito abierta, y la advertencia de que los presupuestos iniciales pueden aumentar, como en efecto aumentan sin medida. Las facturas finales son una oda a la minucia y el exceso. No queda mota de algodón, miligramo de alcohol o vaso de agua que no se cobre. Con todo, llegó la ansiada hora de abandonar aquel lugar. Sólo faltaba, para que nos dejaran salir, el cobro de uno de los médicos. Me dirigí de inmediato a hacer la fila correspondiente. Tres mujeres esperaban por delante. Apareció una joven asistente y preguntó si alguno iba a cancelar honorarios profesionales de médico. Le indiqué que yo y, de seguido, me ordenó que pasara al primer lugar de la fila. Le respondí que yo no podía hacer eso, que había personas esperando antes. Me explicó, como la cosa más natural del mundo, que tenía instrucciones de dar prioridad a quienes cancelaran servicios de los médicos y procedió ella misma a atenderme en otra ventanilla. Estuve a punto de preguntarle, pero me contuve, si el doctor en cuestión no tenía para pagar el “casado” del mediodía.

Entrado en confesiones, como ciudadano siempre abominé de la deuda acumulada en perjuicio de la Caja, durante décadas, por parte del Estado, o mejor dicho, por parte de los gobiernos de turno. Nunca he comprendido el impulso, casi lascivo, que tienen los tecnócratas de la economía ortodoxa por burlar obligaciones, y caerle con saña a salarios y fondos de pensiones. Como juez abominé de los patronos que no aseguraban a sus trabajadores, o peor aún, patronos que deducían las cuotas a sus empleados y no las transferían a la seguridad social. Y por supuesto abominé de la peor de las traiciones cuando, usufructuando herencias políticas, se sacaron comisiones de empréstitos o licitaciones públicas.

Está claro que el sistema no ha sido perfecto. También es evidente el deterioro que ha sufrido la CCSS y las muchas experiencias fatídicas de gente que no encuentra una atención oportuna o satisfactoria. Es cierto asimismo que se han dado múltiples abusos, corruptelas y malas prácticas. Pero pensar que la solución está en tercerizar servicios o privatizarlos, es un engaño que se pagará muy caro. La ruta debe ser corregir lo que ha andado mal para salvar un servicio público que, aún y con todos sus defectos, sigue siendo ejemplar en el mundo.

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