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Etiqueta: autoexplotación

Carta abierta a la institucionalidad universitaria: Hablemos de salud mental, la precarización laboral y la violencia simbólica

MSc. Luis Rojas Herra*

Me dirijo a la institucionalidad universitaria no desde la comodidad del aula ni desde la neutralidad de los informes técnicos con el fin de llenar requisitos del POA, sino desde el cansancio acumulado de quienes sostienen con su cuerpo, su deseo y su precariedad los engranajes del sistema educativo. Desde quienes aman la docencia y la investigación, pero se encuentran ahogadxs en un océano de tareas mal remuneradas, evaluaciones continuas, burocracia interminable y una cultura institucional que glorifica la autoexplotación como si fuera sinónimo de compromiso académico.

La salud mental en la universidad se ha convertido en una bomba de tiempo silenciada. El discurso del bienestar circula como política de imagen, pero no como práctica estructural. Se organizan semanas de salud mental, talleres de mindfulness (así en lenguaje liberal) y charlas de autocuidado, mientras en la práctica los ritmos de trabajo y los niveles de exigencia se intensifican.

Largas jornadas frente a la pantalla, la multitarea permanente y la competencia entre colegas por fondos o reconocimientos institucionales han instalado el cansancio crónico como norma. La universidad, que debería ser espacio de pensamiento crítico y emancipador, se ha transformado en una máquina de productividad emocional que devora la subjetividad de quienes la habitan.

La autoexplotación se ha naturalizado. Se aplaude al docente o investigador que trabaja fines de semana, que responde correos a medianoche, que asume más carga académica “por compromiso con el estudiantado” o “la persona que se pone la camisa de la institución”.

Pero detrás de esa mística del sacrificio del ¨buen empleado¨ hay un sistema que se sostiene en la vulnerabilidad emocional y económica del personal. Los salarios fraccionados (1/4 y 1/2 tiempos), especialmente en los rangos más bajos, son insuficientes para cubrir el costo real de vida. En contextos donde el alquiler, los alimentos y los servicios básicos aumentan cada mes, la perdia de garantias laborales como las anualidades congeladas, la imposibilidad de aumentar la jorda laboral por meio de un 16 bis1, la fata de trnasparencia institusional en estos procesos y el desinteres de las autoridades equivalen a una forma de violencia institucional: una que erosiona lentamente la salud física, la estabilidad emocional y la dignidad profesional.

La precarización no es solo económica, es también simbólica. Se espera que la academia sea un espacio meritocrático donde el conocimiento y el esfuerzo bastan para abrir caminos, pero la realidad es otra: los cuerpos y las identidades disidentes siguen enfrentando barreras invisibles. Las personas LGBTIQ+, especialmente quienes habitamos corporalidades cuir, seguimos cargando con la sospecha institucional. Nuestras existencias son toleradas en tanto no incomoden el orden normativo; nuestras investigaciones son aceptadas mientras se mantengan en el margen del “tema especial” y no cuestionen de raíz las estructuras cisheteronormativas de la producción del saber.

Esta violencia simbólica tiene efectos concretos en la salud mental. Vivir permanentemente en un entorno que exige disimular, traducir o justificar la propia existencia produce un desgaste profundo.

La universidad debería ser un refugio frente a estas violencias, pero muchas veces las reproduce con una sutileza institucionalizada. Se promueve la diversidad como valor, pero sin transformar los mecanismos estructurales de exclusión. Se firman políticas de igualdad, mientras los protocolos de atención siguen sin reconocer la complejidad interseccional de las diversas condiciones de vida de sus empleadxs. Se habla de inclusión, pero los espacios de decisión continúan ocupados por persons previlegiadas que no muestran empatia por las condiciones laborales precarias y violentas.

En ese contexto, la salud mental no puede abordarse como un asunto individual. No se trata de aprender a respirar mejor ni de asistir a talleres de resiliencia. Se trata de reconocer que la precarización material y simbólica mata lentamente. Que la ansiedad y la depresión no son solo diagnósticos clínicos, sino síntomas de un sistema que prioriza los indicadores de desempeño sobre el bienestar humano. Que la autoexplotación no es un acto de amor al trabajo, sino una estrategia de supervivencia frente a la inseguridad laboral.

El bajo salario, la sobrecarga de tareas y la exigencia constante de resultados no solo afectan el cuerpo, sino también el deseo de crear, investigar y acompañar procesos educativos transformadores. Nos encontramos en un punto donde la vocación se convierte en trampa: se nos pide pasión, pero se nos niegan las condiciones para vivirla dignamente. La pasión sin justicia social se transforma en explotación emocional.

Frente a esto, exigimos una transformación estructural, no paliativos simbólicos. Queremos universidades que no midan su excelencia por la cantidad de publicaciones, sino por la calidad de los vínculos que promueven. Queremos que la salud mental sea reconocida como una cuestión política y colectiva. Que se hable de bienestar junto con redistribución, de inclusión junto con justicia económica, de diversidad junto con descolonización del saber.

Las universidades deben dejar de ser espacios de sufrimiento normalizado. No queremos más docentes agotadxs, estudiantes medicadxs por ansiedad o funcionaries que sobreviven a punta de café y precariedad. Queremos espacios donde el pensamiento crítico no se quede en el discurso, sino que atraviese las prácticas institucionales, los presupuestos, las jerarquías y las políticas laborales.

Exigimos respeto, redistribución y reconocimiento. Queremos seguir produciendo conocimiento, pero sin que ello implique enfermarnos. Queremos enseñar, pero también vivir. Queremos que el amor por el trabajo académico no sea el disfraz de la explotación.

La universidad tiene la oportunidad —y la obligación— de repensarse como espacio de cuidado mutuo, de dignidad y de justicia. Pero eso solo será posible si escucha las voces que históricamente ha silenciado: las de quienes hemos sostenido el sistema desde la marginalidad, desde el deseo, desde la precariedad y desde el agotamiento.

La salud mental universitaria no se cura con pausas activas ni con campañas motivacionales. Se cura con justicia laboral, con sueldos dignos, con políticas reales de inclusión y con una pedagogía del cuidado que no tema incomodar la norma. Hasta que eso ocurra, seguiremos insistiendo: nuestra existencia, nuestro cuerpo y nuestra salud no son negociables.

*Artista seropositivo e investigador académico.

Imagen: Cartel del Frente Gremial UNED, colocado en las gradas de acceso frente a la Vicerrectoría en el edificio C, Sabanilla Montes de Oca.

1 Desde mediados de los 2025 recursos humanos de la UNED, no acepta solicitudes de 16 Bis para aumento de jornadas laborales por la crisis financiera para la educación superior.

De la Resiliencia a la Acción: la Encrucijada Costarricense

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

La noción de resiliencia emergió en los años 70 como un concepto clave en la ecología y la física, describiendo la capacidad de los sistemas naturales para resistir y recuperarse de perturbaciones naturales o provocadas por la industrialización. Proviene del latín resilio, que significa volver atrás. Con el tiempo, esta idea trascendió su origen científico para infiltrarse en el ámbito de la psicología, donde fue abordada como la capacidad de las personas para superar y reponerse ante las adversidades de la vida.

La transformación económica e ideológica que ha caracterizado al mundo posterior a la Guerra Fría se ha centrado en la búsqueda constante de rendimiento y eficiencia. En este contexto, las personas tienden a someterse a una autoexplotación en busca de una supuesta realización personal. Cuando enfrentan dificultades o fracasos, la culpa suele recaer exclusivamente sobre ellas mismas, desvinculando cualquier responsabilidad estructural de su entorno, ya sean factores políticos, sociales o económicos, y minimizando así la influencia de sus circunstancias. Este enfoque ideológico ha facilitado la integración de la resiliencia en la psicología contemporánea, volviéndola un concepto-tendencia global que se ha aplicado también en diversos campos del conocimiento, convirtiéndose en un concepto omnipresente y, en ocasiones, trivializado.

La expresión de moda ha evolucionado de «usted debe» a «usted puede», todo en un tono positivo. Se dice que somos capaces de adaptarnos y superar obstáculos una y otra vez. Y aunque esto es cierto en muchos aspectos, existe una trampa importante. Adaptarse y recuperarse de los desafíos de la vida es una cosa, pero persistir en una lucha constante y autoexplotadora para alimentar un modelo que no solo agota los recursos naturales, sino también a las personas y sus emociones, es algo completamente distinto.

Este estilo de vida ha desencadenado un preocupante aumento de enfermedades mentales como la depresión y el síndrome del burnout, especialmente entre la juventud, la clase media y los trabajadores, lo que ha legitimado aún más el uso de la resiliencia por parte de terapeutas y expertos en coaching. Esto parece crear un ciclo vicioso. En este contexto, la percepción constante de fracaso personal se erige como un obstáculo a vencer, mientras que algunos lo interpretan como una faceta positiva del camino hacia la realización individual. Esto traslada las contradicciones sociales y económicas objetivas a un nuevo terreno de batalla: la psique de cada persona, ejerciendo así un impacto negativo en la salud mental y el bienestar de la población.

Es por esto por lo que el filósofo surcoreano Byung Chul Han sostiene que en la actualidad resulta imposible la revolución, ya que las personas no saben contra qué o quién rebelarse; en lugar de resistencia, lo que se observa en todas partes es cansancio y depresión. Han argumenta que hoy en día se prefiere descansar en lugar de luchar. Es crucial reconocer en este punto que la resiliencia, despojada de su concepción original, ha pasado a convertirse en una herramienta poderosa para amortiguar de cierta manera la dinámica irracional de vida que impera en nuestra sociedad, desviando la atención del problema hacia la persona y enseñándole a adaptarse constantemente y superar los desafíos, en lugar de cuestionar la estructura misma de vida y consumo que genera esas adversidades y crisis existenciales recurrentes.

Sin embargo, su evolución no se detuvo allí. La resiliencia, transformada en un instrumento ideológico del neoliberalismo y aceptada acríticamente como un concepto apolítico por amplios sectores tanto de izquierda como de derecha, ha sido fácilmente utilizada para justificar la inmutabilidad del statu quo, presentando a quienes realmente desafían este sistema como amenazas al orden, la democracia o los derechos humanos, lo cual ha alimentado fenómenos como la dictadura de lo políticamente correcto por un lado, y al surgimiento de su opuesto: el hartazgo, la polarización y el populismo por otro, creando una especie de espada de Damocles sobre la sociedad contemporánea.

No es sorprendente observar el grave aumento en el consumo de sustancias ilegales, cuyo principal propósito es permitir a las personas escapar de la realidad. Los datos revelan claramente que este estilo de vida conduce inevitablemente a sociedades más violentas, intolerantes y divididas. Todo esto resulta de una saturación de positividad artificial. Bajo esta perspectiva, se ha promovido la ilusión de que cualquier sistema, ya sea natural o humano, posee una capacidad infinita de adaptación, ocultando así las consecuencias destructivas de un modelo económico insostenible como el actual. Incluso se ha ido un paso más allá al considerar la resiliencia como un indicador de progreso civilizatorio, cuando en realidad es más bien una forma extrema de supervivencia frente al inminente colapso del planeta, causado por la interferencia y explotación desmedida del ser humano en los ecosistemas y sus recursos.

Costa Rica, como ejemplo paradigmático, ha experimentado en carne propia los límites de esta supuesta resiliencia. Aunque su modelo ha demostrado una notable capacidad para resistir y adaptarse a diversos desafíos, se enfrenta ahora a una encrucijada donde la continuidad del statu quo ya no es una opción viable para el bienvivir de toda la nación.

El último informe del Estado de la Nación, publicado en 2023, arroja una luz cruda sobre el desgaste del desarrollo humano en el país. Amplios sectores de la sociedad se encuentran ahora con menos acceso a oportunidades laborales de calidad, al bienestar social y a un entorno seguro en comparación con una década atrás. Aunque los indicadores económicos promedio señalan un leve aumento en el dinamismo de la economía y el empleo, debido al fin de la pandemia y no tanto por las acciones del gobierno, estos avances son insuficientes para reparar los daños causados por ésta, que ha golpeado con mayor fuerza a los sectores más vulnerables.

Además, el informe resalta los desafíos inherentes a un sistema político marcado por la debilidad de los actores políticos, el antagonismo y el entrabamiento, lo que dificulta la construcción de acuerdos y la consecución de mejores resultados para el desarrollo humano. La crisis educativa y la falta de una dirección estratégica por parte del gobierno para transformar la realidad profundizan aún más esta situación y debilitan la cohesión social.

Ante este panorama desafiante, surge la necesidad imperativa de romper con la inercia y la inacción. El camino hacia el cambio implica la creación de un movimiento político robusto, verdaderamente popular y participativo. Este movimiento debe surgir de la mano del pueblo y abarcar a todos sus sectores, desde sindicatos y cooperativas, hasta emprendedores y empresarios. Todos tendrán algo que aportar y que ceder, pero no se podrá echar por la borda a nadie más, de igual manera, habrá quienes vayan por el camino contrario naturalmente. Es momento de refundar la política costarricense, dejando atrás lo viejo y decadente, y construyendo un movimiento de nuevo tipo: amplio, democrático y soberano.

Entonces, ¿cómo podemos trascender este ya viejo paradigma? Es hora de recurrir a las herramientas democráticas con las que contamos y a la verdadera formación política para la acción, en aras de abordar los desafíos que enfrentamos y transformar la esfera pública. Es momento de replantear nuestro enfoque hacia un desarrollo sostenible y equitativo, donde la resiliencia no sea una excusa para la inacción y la perpetuación del status quo so pretexto que no se puede hacer nada al respecto más que adaptarse. No se pueden seguir aceptando cambios cosméticos para que todo siga igual o peor. Es tiempo de pensar en algo diferente y actuar en consecuencia.

El pueblo es el motor del cambio, y todos merecemos vivir bien y disfrutar de los resultados del trabajo conjunto. Es hora de revitalizar la política, enraizándola en las necesidades y aspiraciones de la gente, y así abrir paso a una Costa Rica próspera y solidaria, que sabe vivir en armonía con el ambiente.