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Etiqueta: liberalismo

El duelo como espejo del honor: resabios coloniales en la Costa Rica decimonónica

Dr. Fernando Villalobos Chacón*

Introducción

El país enfrentó momentos en que el honor valía más que la vida, y la palabra empeñada tenía la dignidad de un juramento. En la Costa Rica republicana del siglo XIX, los duelos de honor formaron parte de una sensibilidad heredada de la Europa ilustrada, pero también de los resabios de barbarie de la sociedad colonial, donde la honra personal se confundía con la virtud moral. En aquellos años, los hombres públicos; políticos, escritores, militares y abogados, defendían su reputación con las armas, bajo la idea de que la verdad moral debía sostenerse no solo con argumentos, sino con valor.

El duelo de Eusebio Figueroa Oreamuno y León Fernández Bonilla

El duelo a muerte entre Eusebio Figueroa Oreamuno y León Fernández Bonilla, ocurrido en 1889, es quizá el más célebre de nuestra historia republicana. Ambos eran miembros prominentes de la élite intelectual costarricense. Figueroa, periodista combativo y de verbo incendiario, había criticado duramente a Fernández, médico, humanista y académico, en una serie de artículos que cruzaron los límites de la polémica ideológica. La disputa, alimentada por la vanidad y la pasión, se convirtió en cuestión de honor. Ninguno quiso ceder.

El encuentro se celebró en las afueras de San José, con pistolas reglamentarias y padrinos de respeto. Tras los disparos, Eusebio Figueroa cayó mortalmente herido, mientras León Fernández, consternado, arrojó su arma al suelo y se retiró de la vida pública durante años. La noticia estremeció al país. El arzobispo Bernardo Augusto Thiel condenó el hecho como “una afrenta a Dios y a la civilización”, mientras la prensa liberal lo presentó como una tragedia inevitable de su tiempo. Como escribí en el artículo: Honor y modernidad en la Costa Rica decimonónica: “el duelo entre Figueroa y Fernández no fue un acto de barbarie individual, sino la expresión ritual de una sociedad que aún no sabía conciliar la razón ilustrada con el orgullo caballeresco” (Villalobos Chacón, 2018, p. 59).

El duelo entre Eusebio Figueroa Oreamuno y León Fernández Bonilla, ocurrido el 4 de mayo de 1889, no solo marcó un hito trágico en la historia de los duelos costarricenses, sino también un punto de inflexión en las relaciones entre el Estado liberal y la Iglesia Católica. Tras el mortal desenlace, el cuerpo de Figueroa, periodista incisivo, polemista brillante y figura cercana al pensamiento anticlerical, fue objeto de controversia. El entonces arzobispo Bernardo Augusto Thiel, fiel a la doctrina que prohibía otorgar sepultura eclesiástica a quienes murieran en duelo, denegó los honores religiosos y la inhumación en campo santo. Para la Iglesia, Figueroa había cometido pecado mortal, tanto por desafiar el precepto “no matarás” como por haber participado voluntariamente en un acto condenado por el derecho canónico desde el Concilio de Trento.

La negativa episcopal escandalizó a los liberales, quienes vieron en esa decisión no un acto de piedad doctrinal, sino una intromisión intolerable en los derechos ciudadanos. En el contexto de una Costa Rica en proceso de secularización, el entierro de Figueroa se convirtió en un símbolo político: la lucha por la autonomía del Estado frente al poder eclesiástico. El presidente Próspero Fernández Oreamuno, suegro del fallecido, intervino de inmediato, profundamente indignado por lo que consideraba una humillación pública a la memoria de su yerno y a su propia autoridad como jefe del gobierno.

La respuesta fue fulminante. En un gesto de afirmación republicana, Fernández ordenó la apertura de los cementerios a la administración civil, decretando que todos los camposantos del país quedarían bajo jurisdicción del Estado y no de la Iglesia. El decreto de secularización, emitido el 19 de mayo de 1889, transformó de raíz la relación entre ambos poderes. Desde entonces, los cementerios costarricenses dejaron de ser lugares de exclusión moral y pasaron a ser espacios de igualdad ciudadana ante la muerte, donde la pertenencia religiosa no podía determinar el derecho a ser sepultado.

Este episodio fue más que una disputa ritual: representó la culminación de la ideología liberal que buscaba emancipar las instituciones públicas de la tutela clerical. Como señala Iván Molina Jiménez, “la secularización de los cementerios fue el gesto más visible del proceso de modernización liberal, pues simbolizaba el control del cuerpo aún en la muerte, por parte del Estado y no de la Iglesia” (Anticlericalismo y construcción del Estado liberal en Costa Rica, 2002, p. 97). En esa confrontación, el duelo dejó de ser solo un asunto de honor personal para convertirse en una batalla por la soberanía moral del país.

El propio Bernardo Augusto Thiel, figura culta y moderada, sufrió las consecuencias del conflicto. En 1889 fue expulsado temporalmente del país por decisión del gobierno, acusado de obstaculizar las reformas seculares. Su exilio simbolizó el choque entre dos concepciones del mundo: la de la fe que todo lo subordina a la ley divina y la del Estado moderno que reivindica la libertad de conciencia. En palabras de Eduardo Oconitrillo García, “la muerte de Figueroa cerró un ciclo: con su entierro civil comenzó la verdadera República laica de Costa Rica” (Historia política de la secularización, 1996, p. 143).

Con el paso del tiempo, la figura de Figueroa fue reinterpretada no solo como víctima del duelo, sino como mártir involuntario de la secularidad republicana. Su tumba, erigida en el nuevo cementerio civil, simbolizó el tránsito de la nación costarricense hacia una modernidad moral en la que el Estado, y no el púlpito, dictaba las normas de convivencia. La sangre del periodista y la indignación del presidente, unidas en la historia, sellaron la separación definitiva entre el “crucifijo y el poder civil”.

La doble tragedia del honor: venganza y redención

El duelo entre León Fernández Bonilla y Eusebio Figueroa Oreamuno, marcó una de las páginas más oscuras de la historia republicana costarricense a finales del siglo XIX. Lo que comenzó como una polémica entre intelectuales, una disputa entre la razón ilustrada y la pasión periodística, concluyó en una tragedia doble, moral y humana. Figueroa cayó mortalmente herido en el campo del honor; pero años después, su hijo, incapaz de soportar la afrenta que la muerte del padre simbolizaba, asesinó a León Fernández, consumando un acto de venganza que sobrecogió a la nación entera.

Aquel crimen, sucedido durante los últimos meses del gobierno del general Próspero Fernández Oreamuno, se convirtió en una parábola nacional sobre el ciclo del odio. La Costa Rica liberal, que se debatía entre el racionalismo emergente y las herencias caballerescas del pasado, vio en este hecho un espejo trágico de sí misma. La sangre derramada ya no respondía al honor, sino al desequilibrio moral que produce el orgullo cuando se disfraza de justicia. Como señala Norbert Elías, “toda sociedad que se emancipa de la violencia ritual lo hace pagando el precio del dolor que la violencia dejó en la memoria” (El proceso de la civilización, 1987, p. 156). El duelo, elevado antaño a símbolo de virilidad y civismo, mostraba así su rostro más bárbaro: la herencia de una cultura que confundía el valor con la venganza.

El asesinato de Fernández a manos del hijo de Eusebio Figueroa, tuvo una resonancia ética que trascendió la anécdota. Los periódicos de la época hablaron de “la maldición del honor”, y los intelectuales liberales comprendieron que la violencia simbólica debía ser sustituida por la palabra pública. El jurista costarricense Manuel María de Peralta escribió en una carta de 1890 que “la justicia del duelo pertenece a los pueblos sin ley, y su resurgimiento es un signo de que la civilización aún no ha completado su obra” (Cartas políticas y diplomáticas, 1892, p. 47). La sociedad aprendía, con espanto, que los ritos del orgullo no generan héroes, sino víctimas.

La muerte de León Fernández, además, tuvo un profundo efecto simbólico sobre el imaginario nacional. Aquel hombre que había fundado el Archivo Nacional, depositario de la memoria de Costa Rica, terminaba siendo él mismo víctima de una memoria distorsionada por el rencor. La ironía histórica no pasó desapercibida: quien había preservado el pasado, perecía por la incapacidad de otro de perdonarlo. Como ha expresado Tzvetan Todorov, “el verdadero uso de la memoria no es repetir el daño, sino aprender a no reproducirlo” (Los abusos de la memoria, 2000, p. 21). En esa enseñanza dolorosa se encierra la lección más profunda del episodio: la civilización comienza cuando el recuerdo del agravio se transforma en conciencia moral.

A partir de entonces, el duelo perdió legitimidad ética y social. El país comprendió que el honor no podía seguir siendo un pretexto para la violencia, y que el perdón, sublimación cristiana de la justicia, debía ocupar el lugar del odio. En el drama Figueroa–Fernández, la historia costarricense halló su más amarga pedagogía: la libertad no se defiende con balas, sino con la serenidad del espíritu y la grandeza del perdón.

León Fernández Bonilla: del duelo a la memoria nacional

Más allá del duelo, León Fernández Bonilla ocupa un lugar eminente en la cultura costarricense. Fue el fundador del Archivo Nacional de Costa Rica, concebido como el santuario de la memoria pública, el “granero del historiador”, según la hermosa metáfora de Lucien Febvre. En una época en que los documentos se dispersaban en archivos eclesiásticos o casas particulares, Fernández comprendió que la nación solo podría reconocerse a sí misma si ordenaba su pasado.

El gesto tiene algo de redentor: quien había conocido el peso trágico del duelo dedicó su vida a preservar la memoria escrita. En palabras propias: “Fernández comprendió que los pueblos sin archivos son pueblos sin destino, pues el olvido es la peor forma de muerte” (Villalobos Chacón, 2022, p. 91). Su obra fundacional estableció la tradición documental de la historiografía costarricense.

Fue además padre del notable historiador Ricardo Fernández Guardia, autor de Crónicas coloniales y El Erial, quien heredó la sensibilidad humanista y el amor por el pasado. En ambos, padre e hijo; se funde la conciencia de que la pluma debía reemplazar a la espada, y que la historia es el lugar donde el honor se purifica en la palabra.

Duelos y pasiones republicanas

El duelo no fue patrimonio exclusivo de los intelectuales. También los caudillos y hombres públicos del siglo XIX participaron en estos lances, donde el coraje personal servía como medida del liderazgo.

El propio Juan Rafael Mora Porras, héroe de la Campaña Nacional de 1856, protagonizó un duelo simbólico con un ciudadano de apellido Molina, tras un agrio intercambio de palabras. Ambos se presentaron al campo de honor, pero Mora disparó al aire y ofreció disculpas solemnes. Según relatan los cronistas, declaró: “No se mata a un compatriota por una palabra”. Aquel gesto de moderación lo engrandeció más que cualquier victoria. Como escribí en Ensayos sobre la República Liberal, “Mora comprendió que el valor más alto no era la puntería, sino el dominio de sí mismo, y que el honor podía defenderse también con prudencia” (Villalobos Chacón, 2021, p. 112).

Otro episodio recordado es el duelo frustrado entre Tomás Guardia Gutiérrez y el expresidente Jesús Jiménez Zamora, en 1872. Ambos, símbolos de visiones opuestas del poder, el militar autoritario y el civil ilustrado, estuvieron a punto de enfrentarse por agravios personales. La mediación de amigos comunes y del obispo Llorente evitó el derramamiento de sangre. Sin embargo, la anécdota reveló que, bajo la república liberal, el honor individual aún competía con la ley escrita.

La condena de la Iglesia y la prohibición legal

La Iglesia Católica condenó con firmeza los duelos desde mediados del siglo XIX. El arzobispo Thiel y sus predecesores advirtieron que quienes participaran en ellos incurrían en pecado mortal y serían excomulgados. La moral cristiana consideraba el duelo una herencia pagana, incompatible con la doctrina de la reconciliación. El papel de la iglesia en la erradicación moral del duelo como práctica para dirimir disputas, fue decisivo. Desde los primeros años de la república, los prelados observaron con inquietud la persistencia de este ritual violento entre los sectores ilustrados.

En una sociedad mayoritariamente católica, el duelo constituía no solo una ofensa al mandamiento “no matarás”, sino también una negación del principio cristiano del perdón. Los obispos costarricenses, especialmente Anselmo Llorente y La Fuente y Bernardo Augusto Thiel, denunciaron el fenómeno en sus pastorales, recordando que “ningún agravio justifica la muerte voluntaria de un hermano”.

La condena eclesiástica fue constante y severa. En 1884, el Boletín Eclesiástico de Costa Rica calificaba los duelos como “resabios de barbarie incompatible con la moral evangélica”, reflejo de una época en que la razón civil todavía no había reemplazado la emoción caballeresca. La excomunión era automática para quienes participaran como duelistas o padrinos, y los funerales cristianos podían ser negados a los caídos en tales enfrentamientos. De esa manera, la Iglesia actuó no solo desde la fe, sino también como poder pedagógico, intentando formar una ciudadanía capaz de resolver sus conflictos mediante la palabra y el juicio moral, y no por el acero o la pólvora. Como señala el historiador Jean Delumeau, “toda civilización cristiana se mide por su capacidad para transformar la violencia en penitencia y el orgullo en humildad” (El miedo en Occidente, 1989, p. 211).

La doctrina católica veía en el duelo un síntoma del orgullo desmedido y de la confusión entre honor y soberbia, virtudes terrenales que debían sublimarse en la humildad cristiana. Su lucha no fue sencilla: muchos de los protagonistas de estos encuentros eran hombres influyentes, miembros del gobierno, de la prensa o del foro judicial, lo que convirtió la batalla espiritual en un pulso contra las costumbres sociales más arraigadas. Como advierte José Manuel Núñez Espinoza, “la Iglesia costarricense del siglo XIX fue el principal agente de moralización pública, capaz de convertir el perdón en un acto de ciudadanía” (La Iglesia y la formación moral del Estado costarricense, 2010, p. 84). Con el paso del tiempo, la prédica pastoral, unida al avance del Estado de derecho y la educación laica, logró desacralizar la violencia como medio de reparación del honor. La palabra sustituyó al disparo, y la conciencia reemplazó a la espada.

El Estado costarricense, sin embargo, tardó en asumir una postura definitiva. Durante décadas, las autoridades civiles contemplaron los duelos como “asuntos privados entre caballeros”. No fue sino hasta 1906, bajo la presidencia de Cleto González Víquez, que el Código Penal incorporó disposiciones explícitas que prohibían y sancionaban el duelo, equiparándolo al homicidio o a las lesiones graves según el caso. Como he señalado en La cultura política costarricense y sus metamorfosis, “la penalización del duelo simbolizó el triunfo de la razón jurídica sobre la pasión aristocrática, y marcó la consolidación del Estado como único depositario legítimo de la violencia” (Villalobos Chacón, 2022, p. 88).

El duelo en América Latina: del rito de honor a la norma republicana

La práctica del duelo tuvo un recorrido paralelo en toda Hispanoamérica. En palabras de la historiadora Franziska E. Schmid, “durante las décadas finales del siglo XIX los duelos en Hispanoamérica formaban un sistema paralelo de justicia de caballeros, que nunca llegó a integrarse al derecho penal, pero sí operó como mecanismo de control social entre élites” (Law, Honor and Impunity in Spanish America: The Debate over Dueling, 1870-1920, 2015, p. 12). Fue un ritual de clase, pero también un mecanismo de legitimación social entre quienes creían que la ley era aún demasiado débil para proteger la honra.

En el ámbito latinoamericano, Argentina y Uruguay fueron los países donde la práctica alcanzó mayor intensidad. El historiador David S. Parker sostiene que “el duelo, y los códigos de honor que lo regían, funcionaron durante décadas como un sistema sombra de la ley, regulando en la práctica lo que la ley formal no quería o no podía decir” (The Pen, the Sword and the Law: Dueling and Democracy in Uruguay, 2022, p. 4). En esas repúblicas rioplatenses, el duelo fue parte del discurso liberal y del periodismo militante, donde la palabra escrita y la bala se confundían en un mismo concepto de virilidad cívica.

El país latinoamericano que más tardó en prohibirlo legalmente fue Uruguay, donde, paradójicamente, llegó a ser legalizado parcialmente en 1920 y mantuvo vigencia jurídica hasta su derogación en 1992. En palabras de Armando Braun Menéndez, “la persistencia del duelo en el Río de la Plata revela que la transición hacia un gobierno de normas fue más lenta de lo que se suele imaginar: incluso cuando el homicidio ya era delito, la ofensa al honor continuaba dirimiéndose al aire libre” (Mapocho, 1980, p. 31). Ello convierte a Uruguay en el último reducto del duelo codificado, un anacronismo elegante que sobrevivió hasta el umbral de la posmodernidad.

Conclusiones: el fin del duelo y el afianzamiento de una cultura de respeto a las leyes

Con el siglo XX, los duelos se extinguieron lentamente. El honor, antes ligado al coraje físico, comenzó a redefinirse como virtud cívica, vinculada a la verdad, la ética pública y el servicio al bien común. Las armas cedieron su lugar a la palabra, y la valentía se transformó en integridad moral. Como afirmé en El espíritu cívico y la metamorfosis del honor, “la Costa Rica republicana cambió el duelo por el debate, y en esa transición moral se jugó su madurez democrática” (Villalobos Chacón, 2020, p. 137).

No obstante, la memoria de aquellos lances nos recuerda que toda civilización nace también del conflicto entre la pasión y la ley, entre la emoción y la razón. La desaparición del duelo no fue una derrota del honor, sino su elevación a un plano moral superior. Hoy, el verdadero coraje no consiste en disparar por orgullo, sino en defender la verdad sin violencia, el respeto sin humillación y la justicia sin rencor.

En última instancia, como he sostenido en Ensayos sobre la virtud republicana, “una nación que pierde el sentido del honor, aunque sea pacífica, corre el riesgo de ser una nación sin alma” (Villalobos Chacón, 2019, p. 76). Costa Rica no perdió el honor: lo civilizó. En esa civilización moral, hecha de leyes, de educación y de respeto, reside la más alta victoria del espíritu.

Referencias

  • Braun Menéndez, A. (1980). Un duelo histórico: Mackenna–Carrera. Mapocho, 31.

  • Delumeau, J. (1989). El miedo en Occidente (siglos XIV–XVIII): Una ciudad sitiada. Madrid: Taurus.

  • Elias, N. (1987). El proceso de la civilización. Madrid: Fondo de Cultura Económica.

  • Molina Jiménez, I. (2002). Anticlericalismo y construcción del Estado liberal en Costa Rica (1870–1900). San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica.

  • Núñez Espinoza, J. M. (2010). La Iglesia y la formación moral del Estado costarricense (1821–1914). San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica.

  • Oconitrillo García, E. (1996). Historia política de la secularización. San José: EUNED.

  • Parker, D. S. (2022). The Pen, the Sword and the Law: Dueling and Democracy in Uruguay. Montevideo: Ediciones Universitarias.

  • Peralta, M. M. de. (1892). Cartas políticas y diplomáticas. París: Tipografía A. Lahure.

  • Schmid, F. E. (2015). Law, Honor and Impunity in Spanish America: The Debate over Dueling, 1870-1920. Cambridge University Press.

  • Todorov, T. (2000). Los abusos de la memoria. Barcelona: Paidós.

  • Villalobos Chacón, F. (2018). Honor y modernidad en la Costa Rica decimonónica. San José: Ediciones Humanidades.

  • Villalobos Chacón, F. (2019). Ensayos sobre la virtud republicana. Puntarenas: Editorial Pacífico.

  • Villalobos Chacón, F. (2020). El espíritu cívico y la metamorfosis del honor. San José: Editorial UTN.

  • Villalobos Chacón, F. (2021). Ensayos sobre la República Liberal. San José: EUNED.

  • Villalobos Chacón, F. (2022). La cultura política costarricense y sus metamorfosis. San José: Universidad Técnica Nacional.

*Historiador y Analista Político

El liberalismo y la disolución de la naturaleza humana

Mauricio Ramírez

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Tras el fin de la Guerra Fría, el liberalismo logró consolidar su hegemonía política y económica en Occidente. Con su victoria sobre las ideologías colectivistas del siglo XX, creyó haber alcanzado la culminación de la historia: la instauración definitiva del individuo soberano y absoluto, libre de todo condicionamiento. Pero una vez conquistada la esfera pública —el Estado, el mercado y las instituciones—, el liberalismo emprendió su última cruzada: liberar al ser humano de sí mismo, de su identidad biológica, sexual y espiritual.

En su empeño por emancipar al individuo de toda atadura identitaria, histórica, colectiva y existencial, el liberalismo ha extendido su lógica disolvente hasta la biología misma. El cuerpo ha dejado de ser una realidad esencial e irreductible o una síntesis entre materia y espíritu para convertirse en un límite, en una condicionante más que debe ser superada. En esta perspectiva, el cuerpo mismo, la identidad sexual y la diferencia corporal se interpretan como imposiciones que restringen la autodeterminación absoluta del yo.

Conviene aclarar, que la reivindicación del valor ontológico y natural de la biología no implica en modo alguno una defensa de los viejos determinismos biológicos o de los mitos pseudocientíficos del siglo XX que pretendieron justificar jerarquías raciales, supremacismos étnicos o teorías totalitarias. Precisamente lo contrario: reconocer la dimensión biológica del ser humano significa afirmar su pertenencia a una naturaleza viva, cósmica y espiritual trascendente, no reducirlo a un mecanismo genético, a simple materia, ni a un instrumento de dominación. Los sectores progresistas suelen descalificar toda apelación a la biología bajo la acusación de “biologicismo reaccionario”, cuando en realidad cometen un error simétrico: niegan la naturaleza humana por un sesgo ideológico que los lleva a confundir toda referencia a lo natural con autoritarismo. Esa negación es, en el fondo, un acto de ignorancia revestido de moral.

Negar la biología que es, en sí misma, una expresión de la naturaleza cósmica y de la energía vital del universo, constituye una de las más profundas contradicciones del pensamiento contemporáneo. En nombre de que “todo es una construcción social” y, por tanto, debe ser deconstruido y cuestionado porque sí, se erige el escepticismo racional y reduccionista como nuevo dogma incuestionable. Pero ese mismo pensamiento, tras disolver toda referencia a lo natural, lo espiritual y lo trascendente, pretende luego reconciliarse con el cosmos mediante un discurso new age sobre la “energía universal” y la Pachamama. Se trata, en realidad, de una contradicción irreparable: negar la biología, que es precisamente la manifestación viva de esa energía cósmica, equivale a negar el fundamento natural del ser humano. Esta regresión disfrazada de progreso racional reproduce, bajo nuevas formas, el viejo mito moderno del progreso ilimitado, que promete emancipación mientras conduce al hombre a una desconexión cada vez más radical de sí mismo y del mundo.

A esta lógica se ha sumado, paradójicamente, buena parte de la izquierda occidental y del pensamiento posmoderno y deconstructivista. Tras la caída del bloque socialista, sin un horizonte revolucionario claro ni una resistencia geopolítica o ideológica real frente al capitalismo global, muchos movimientos de izquierda adoptaron estos principios liberales en su dimensión cultural. Asumieron la agenda identitaria y la defensa de minorías como nuevo terreno de lucha, creyendo que en ello residía la continuidad de la revolución y la vía para subvertir el sistema.

Pero en esa confluencia entre liberalismo y progresismo, ambos coinciden en una visión materialista y racionalista de la realidad que niega el componente espiritual del ser humano. Al final, la llamada “agenda de las minorías” se transformó en una poderosa industria cultural y económica, capaz de generar millones, pero incapaz de modificar las condiciones estructurales que perpetúan la desigualdad. Las grandes mayorías —los pobres, los trabajadores, los marginados del sistema— permanecen al margen de este discurso emancipador que ya no los representa.

Mientras tanto, la revolución tecnológica y la expansión de la inteligencia artificial amenazan con desplazar a esos mismos sectores, y el progresismo, lejos de ofrecer una resistencia crítica o una alternativa humanista, aplaude entusiasta cada avance técnico como si el desarrollo tecnológico fuera sinónimo de justicia o libertad.

De este modo, tanto el liberalismo como su heredero posmoderno convergen en un mismo destino: la disolución del ser humano en un universo material sin sentido. La emancipación, entendida como negación de toda naturaleza y de todo límite, termina revelándose como una forma de servidumbre al vacío. El transhumanismo, presentado como la próxima etapa del progreso, es quizá el ejemplo más claro de ese final compartido: la pretensión de trascender el cuerpo, la biología y la propia condición humana.

Paradójicamente, no es hoy la izquierda, absorbida por el mito tecnocrático y la utopía de la deconstrucción total, la que ofrece resistencia, sino solo algunos sectores arraigados en tradiciones espirituales que aún defienden la dignidad del límite y el sentido trascendente de la existencia.
En nombre de la libertad, el hombre se ha negado a sí mismo; en nombre del progreso, ha olvidado la vida.

Bonapartista en Centroamérica

Por René Mauricio Valdez1

A la experiencia y conocimientos militares de este Jefe (el más instruido que ha venido a Centro-América), de lo que siempre he hecho mío en lo que ha estado a mi alcance, debo en gran parte nunca haber sido sorprendido ni sufrido jamás una derrota, en trece años de guerra casi continua, provocada por los desafectos a la República.
Francisco Morazán

1 Politólogo, académico, promotor cultural salvadoreño residente en Estados Unidos.

1.

Nicolás Luis Raoul fue un mayor de la Guardia Imperial francesa, un cuerpo de élite de Napoleón Bonaparte que era un ejército dentro del ejército, con sus propias divisiones de infantería y caballería. Nacido el 24 de marzo de 1788 en una comunidad del este de Francia, Raoul gozó de la confianza personal del Emperador, participó en forma destacada en varias de sus campañas y fue ayo o tutor de los hijos de su distanciado hermano Luis. Acompañó a Napoleón en su primer exilio en la isla de Elba, cercana a su Córcega natal, donde se instaló una corte imperial en miniatura con Raoul ocupando altas dignidades. Lo acompañó en su retorno triunfal al continente y en su rápida recuperación del gobierno francés, suceso que provocó la violenta reacción de las monarquías europeas que dio al traste con sus aspiraciones en cien breves días.

Después que Napoleón fue derrotado en 1815 y desterrado a un lugar mucho más distante e inaccesible (la isla de Santa Helena, una posesión inglesa ubicada a medio camino entre Brasil y Angola), el nombre de Raoul apareció en una carta incautada por la policía francesa (fechada en Filadelfia, Estados Unidos, donde residía José Bonaparte) en la que se le confiaba el mando de una operación que saliendo de la isla de Fernando Noroña en Brasil intentaría liberar a Bonaparte. La autenticidad de la carta fue puesta en duda, aunque se capturó a varios supuestos conspiradores, no a Raoul.

Aprovechando un cambio en el ministerio de guerra que favorecía a los antiguos militares bonapartistas, intentó reinsertarse en la fuerza como soldado profesional que era, poseedor de las más altas calificaciones obtenidas en la Escuela Politécnica y en el terreno. No obtuvo lo que buscaba y concluyó que no le tenían confianza. Tomó entonces una decisión drástica. Decidió retirarse y alejarse de la Francia y de la Europa post Bonaparte. Trató de sumarse a una colonia de bonapartistas en Tejas, la que supuestamente iba a independizarse de la Nueva España, pero fue clausurada poco antes de su arribo. Se trasladó a otra colonia bonapartista, en Alabama, que había obtenido tierras para producir vid y oliva. Raoul recibió 320 acres y poco después adquirió 159 más.

La vida en Alabama no le sentó. Inquieto e idealista, se entusiasmó con las noticias que llegaban de la América Latina y sus luchas independentistas lideradas por personajes que leían a Voltaire y admiraban a Napoleón. Intentó unirse a las tropas de Simón Bolívar, pero cuando arribó a tierras suramericanas fue informado que la victoria en Ayacucho en diciembre de 1824 había salvaguardado la independencia del Perú y que los ejércitos del Libertador no estaban particularmente necesitados de oficiales. Le propusieron, en cambio, ofrecer sus servicios a los centroamericanos.

Desde los tiempos del Plan de Iguala y la frustrada anexión a México, mexicanos y neogranadinos reclamaban a Centroamérica el abandono en que tenía su costa atlántica –despoblada y sin protección militar– lo que abría un flanco muy peligroso para la seguridad continental pues facilitaba los intentos de recolonización de España y las monarquías europeas (que presumiblemente se emprenderían desde Cuba), así como las ocupaciones territoriales de los ingleses, las que eran administradas desde su enclave jamaiquino y el territorio de Belice.

El abandono era más grave aun considerando que el istmo centroamericano era el único lugar por donde se podía pasar rápidamente del Atlántico al Pacífico, donde eventualmente se podría construir un canal interoceánico, lo que lo convertía en un activo muy apetecido por las grandes potencias y otros poderosos actores internacionales. Lejos de ser una región remota y desconocida, Centroamérica era “la puerta de entrada a la América hispana”, “el centro geográfico del mundo.” (Ver mapa).

Los colombianos canalizaron las referencias de Raoul a los centroamericanos quienes acogieron la propuesta no solamente por la escasez de oficiales de sus ejércitos, sino también y sobre todo por las excepcionales competencias que se atribuían al francés, por la aureola que lo envolvía como antiguo miembro de la Guardia Imperial y colaborador de Napoleón y su familia, por el ideario liberal que profesaba y por su decidido apoyo a la independencia en las Américas.

Cuando en 1825 el ministro centroamericano en Bogotá, Pedro Molina, ofreció a Raoul un contrato con la Federación como coronel inspector de artillería, con un salario de 3,000 pesos, Raoul contestó desde Mompós, el histórico centro de operaciones de Bolívar, aceptando con notable entusiasmo: “¿Qué no haré cuando se trate de la salvación e independencia de la patria que he elegido, cuando mis opiniones y principios coincidirán con mis deberes?”.

La situación de Centroamérica en el mundo

2.

Raoul llegó a la ciudad de Guatemala, la capital de Centroamérica, en junio de 1825. En poco tiempo se insertó en cuestiones de la primera importancia militar y política. Hizo muchos amigos y enemigos especialmente en Guatemala y El Salvador, estados con los dos tercios de la población y la economía de Centroamérica en donde se concentraban las actividades del gobierno federal. Su relación con el presidente de Centroamérica, José Manuel de Arce, fue complicada desde un inicio ya que Arce tuvo fuertes recelos contra el antiguo colaborador de Napoleón quien conquistaba espacios y acólitos rápidamente.

A petición de Arce, Raoul efectuó un reconocimiento en la “mortífera” región atlántica de Guatemala y Honduras y produjo un plan para proteger lo que llamó la “puerta de entrada al país”. La misión fue duramente objetada por el congreso federal que la consideró un intento de Arce de deshacerse de Raoul enviándolo por meses a una región remota e inhóspita de la que podía no salir con vida.

Raoul fue un actor prominente, a la vez que fue utilizado por parte y parte en varias facetas del formidable conflicto entre Arce, el congreso federal y los estados, el cual llevó a que Arce disolviera ilegalmente el congreso federal y ordenara el arresto de diputados y senadores, y al inicio de la primera etapa de la guerra civil. Fue en este momento que Raoul decidió, una vez más en su vida, retirarse de las armas y de la política y dedicarse a otras cosas. Se instaló en Amatitlán en Guatemala donde incursionó en la agricultura y en la fabricación de aguardiente. Promovió activamente, pero sin éxito el establecimiento de una escuela militar basándose en el modelo integral de la Escuela Politécnica de París.

Su repliegue duró poco. Un personaje poco conocido hasta el momento lideraba el “Ejercito Protector de la Ley” que intentaba desplazar a Arce, el dictador de Centroamérica, y restablecer la institucionalidad. El nuevo caudillo se llamaba Francisco Morazán, un hondureño de ascendencia italiana o corsa, quien lo convocó insistentemente para que prestara de nuevo sus servicios militares. Raoul decidió reintegrarse a las huestes de los liberales o “fiebres” y su hábil conducción de las tropas fue decisiva en la toma de Guatemala y la deposición de Arce por Morazán en 1828, como lo reconocieron unos y otros. En el campo de batalla Raoul “era más temido que el diablo”, “valía un ejército”. En compensación por sus servicios el gobierno de Morazán cedió a Raoul un tercio de la finca “Los Anís”, expropiada a la temida y odiada Orden de Santo Domingo, “con todos sus semovientes y útiles”, para que la hiciera producir.

El comportamiento revanchista de los liberales triunfantes, ansiosos de vengarse de los aristócratas chapines mediante masivos arrestos y saqueos, indignó a Raoul. Tenía amistades entre dichos “aristócratas” muchos de los cuales acudieron a su auxilio. (Raoul incluso llegaría a tener relaciones familiares con la “aristocracia” guatemalteca. Después de terminar su relación con una dama de honor de Carolina Bonaparte –la Marquesa Teresa Albini de Sinibaldi, quien abandonó a su marido, escapó con Raoul y procreó con él una hija en el sur de Estados Unidos– el francés contrajo nupcias en 1832 con una viuda guatemalteca de la alta sociedad, María Dolores Vidaurre).

Cuando los liberales anularon arbitrariamente los términos de la capitulación que había firmado Guatemala, Raoul presentó su baja a Morazán en lo que pareció ser una ruptura definitiva entre ambos. Sin embargo, se reconciliaron y durante años continuaron elogiándose mutuamente, al punto que Raoul habría declarado en París, mucho tiempo después, que “consideraba a Morazán superior a Napoleón”.

Por pedido de Morazán, Raoul dirigió a las tropas una vez más en dos importantes episodios en los que de nuevo puso de manifiesto sus formidables condiciones militares: la derrota de un levantamiento que con auxilio del gobierno mexicano Arce preparaba desde Quetzaltenango y desde el territorio supuestamente neutral de Soconusco, y el sometimiento de un levantamiento en Omoa en la costa atlántica de Honduras, liderado por un coronel mexicano previamente derrotado por Morazán que ahora promovía anexar Honduras a España.

Cuando aceptó encabezar las tropas, Raoul puso en claro que lo hacía en estricto cumplimiento de su deber y que no deseaba involucrarse en nuevas guerras civiles. El entusiasmo y compromiso con que llegó a Centroamérica no existían más:

Creo llenar un deber de ciudadano yendo a observar la conducta de una cuadrilla de bandidos que intentan trastornar la paz y la perfecta tranquilidad que goza el Estado; pero protesto con toda la energía de mi carácter, que, si las cosas vinieran a tomar el aspecto de guerra civil, el Gobierno no podría contar con mis servicios, porque no tengo las pasiones exaltadas que son indispensables para manejar los intereses de un partido: los intereses del deber serian entonces insuficientes.

Una vez cumplió con sus compromisos militares con su mítica eficacia, no dilató en presentar su baja y adelantar las gestiones para volver a Francia. Asuntos personales y eventos en Europa (la Revolución de Julio, el sitio de Amberes por los franceses) lo habían terminado de convencer de que el momento había llegado. Comenzó por ordenar sus bienes en Guatemala, los que dejó a su hijastro Alejandro Sinibaldi, hijo de la heroica Teresa. Luego, en marzo de 1833 se le registró vendiendo sus terrenos en Alabama mientras se encontraba en ruta hacia Francia a donde llegó en junio después de 13 años de ausencia.

Logró reinsertarse y progresar en la fuerza de su país, obteniendo importantes puestos de mando, el rango de coronel en 1836 y la Cruz de Comendador de la Legión de Honor en 1848. En el ínterin, intentó infructuosamente volver a Guatemala como cónsul de Francia. Finalmente sucumbió ante una erisipela gangrenosa el 20 de marzo de 1850, a los sesenta y dos años, días antes de que por ley le correspondiera jubilarse. Fue sepultado en Montparnasse.

3.

Lo hasta aquí expuesto resume un libro que recién llega a mis manos titulado Nicolás Raoul y la República Federal de Centroamérica. Escrito por el húngaro Adam Szaszdi, fue publicado en 1958 por el Seminario de Estudios Americanistas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, como resultado de una investigación en múltiples fuentes primarias y secundarias que permitieron al autor documentar su narrativa abundantemente. (Consideré necesario agregar una pincelada de mi cosecha en lo relativo a la cuestión del paso interoceánico por Centroamérica, un asunto del cual Szaszdi, al igual que muchos historiadores, no se da por enterado. El mapa de Centroamérica en el mundo y la referencia a la confederación suiza tampoco aparecen en su obra).

Escrito originalmente en húngaro, el libro exhibe una prosa clara y económica y se beneficia de una buena traducción. Contiene una plétora de datos que pudiera resultar abrumadora particularmente cuando navega las agitadas aguas de Centroamérica. Aquellos golpes y contragolpes, levantamientos varios e interminables guerras civiles han llevado a sociólogos como Edelberto Torres Rivas a caracterizar este periodo de la historia centroamericana como “anárquico”, y a otros como yo a recordar los versos del cubano Bouffartique interpretados magistralmente por Celia Cruz:

Songo le dio a Borondongo
Borondongo le dio a Bernabé
Bernabé le pegó a Muchilanga
Le echó burundanga
Le hinchan los pies.

Szaszdi, empero, no es simplemente un detallado cronista o un frívolo anticuario. A lo largo de su obra reflexiona sobre los problemas de fondo que en su criterio entorpecieron fatalmente el funcionamiento de la Federación y dejaron un legado muy duradero. En este respecto llama la atención la importancia que otorga a la agencia humana, a la que asigna mucho mayor peso que a factores de tipo estructural o institucional favorecidos en otros estudios. Influido tal vez por los trabajos del escocés Thomas Carlyle, Szaszdi propone lo que podría denominarse una teoría del gran hombre en la historia en clave negativa.

4.

Nuestro autor discute los problemas que se originaron por las ambigüedades que dejó la constitución federal de 1824 en lo relativo a las atribuciones del ejecutivo federal, el congreso federal y los estados. Nota que el gobierno federal duplicaba las atribuciones de los estados mientras que éstos reclamaban ser “libres y soberanos” y concedían a aquél solamente un papel semejante al de una alianza internacional. Paralelamente, el ejecutivo y el congreso federales se consumían en disputas sobre los alcances de sus respectivos poderes y mandatos.

En medio de niveles extremos de exaltación y parálisis, el congreso federal solicitó a Raoul que presentara un proyecto de reforma constitucional que ayudara a resolver el grave problema político de Centroamérica. Raoul acogió la solicitud con dedicación para aportar a la paz y no sólo a la guerra, como él mismo lo puso, pero muchos no lo vieron así. El asunto le costó fuertes contrariedades con Arce y sus seguidores.

En esencia, Raoul propuso dar forma jurídica a lo que veía como una realidad inescapable: reducir el protagonismo y las atribuciones del gobierno federal y limitarlo “a las funciones de mediar entre los Estados, asegurar su defensa y representantes en el extranjero”. Con esto procuraba minimizar las fricciones con el congreso federal y con los estados, salvar el lazo federal, aunque éste fuera muy tenue, y mantener la paz.

Al mismo tiempo, basándose en ideas del liberalismo burgués de la época, propuso constreñir los ámbitos de la política. Había que contener las libertades individuales para salvar la república. Apoyó la idea de suprimir el sufragio universal (causa en su opinión de periódicas e innecesarias agitaciones) y conformar un Estado estratificado con asambleas compuestas por representantes de “la clase media” (los comerciantes e industriales) y los terratenientes, quienes debían acreditar un mínimo de haberes para poder ser electos y electores.

Los tres poderes del gobierno federal serían reunidos en un solo cuerpo compuesto por cinco miembros, uno por cada estado. En lugar de ser electos, el jefe y el vicejefe del gobierno federal serian representantes de los estados, nombrados de entre este cuerpo colegiado siguiendo un procedimiento rotativo. En otras palabras, funcionarían de modo parecido a como lo hace hoy en día el ejecutivo colegiado de la confederación suiza.

Arce consideró estas ideas como una afrenta personal. Literalmente acusó a Raoul de ser la causa de todos los males, un maquiavélico que “se divertía con el daño que causaba a los centroamericanos”. “¡Ciudadanos Senadores… –exclamó Arce vehementemente ante la máxima Cámara –, si hemos de hacernos pedazos, que sea por los intereses de Centroamérica, o por el ínfimo centroamericano; pero que no sea… por un extranjero que se vale de nosotros mismos para destrozarnos!”.

Szaszdi anota que “el ciudadano Presidente debía padecer extrema ingenuidad, si verdaderamente creía que todos los problemas del país se originaron con el francés. La importancia de Raoul consistía en su asociación con los liberales. El problema pues, era la rivalidad entre los dos partidos, agravada, naturalmente, por los caracteres de los principales personajes, y … una general indiferencia por las consecuencias de los actos descabellados que se inventaban”. El juicio de Szaszdi es contundente: la estrechez de miras de los actores y su permanente actitud confrontativa clausuraron las posibilidades de transacción o arreglo y operaron en contra de la institucionalidad y la paz.

El problema de Centroamérica después de la independencia”, dice Szaszdi, “no consistía tanto en la falta de hombres capacitados, en la carencia de recursos o en la disonancia entre el carácter general del país y el sistema constitucional adoptado, como en la combinación monstruosa de los caracteres de los hombres que se hallaron en el primer plano.” Resalta los rencores de José Cecilio del Valle y las ambiciones desmedidas de José Matías Delgado. Presenta a un Arce engreído y sospechoso en grado extremo, rodeado de colaboradores intrigantes “hasta la inmoralidad” como el británico Guillermo Perks quien tuvo fuertes choques con Raoul. Según George E. Squier, representante diplomático de Estados Unidos en Centroamérica en esos días, Arce “fue el primer presidente y el primer traidor de Centro-América… que por sus crímenes estaba reducido a la triste condición de aventurero”.

José Francisco Barrundia (primer vicepresidente y después presidente de la Federación) “era un hombre fácilmente irritable y de un carácter destemplado… una verdadera dinamita bípeda.” Raoul mismo era muy sensible ante cualquier provocación y hacía “alarde de una franqueza que a veces llegó hasta el ultraje”. Otros personajes también reciben un severo juicio de parte de nuestro autor, quien concluye que de tal combinación de caracteres “no podía salir nada bueno”.

Morazán podría ser visto como una excepción en el triste reparto de esta tragedia –un asunto que Szaszdi no discute. Así lo sugieren sus biógrafos y algunos extranjeros ilustrados que se relacionaron con él de quienes cabe esperar juicios balanceados. John Lloyd Stephens, por ejemplo, el célebre descubridor de las ruinas mayas y autor del primer informe detallado sobre el posible canal interoceánico por Nicaragua, lo consideraba “el mejor hombre de Centroamérica”, alguien que, incluso según sus enemigos, “era ejemplar en sus relaciones privadas… y no era sanguinario”. El embajador Squier destacaba que era “el ídolo de un ejército republicano y regularizado”.

El carácter y el estilo del liderazgo de Morazán habrían sido una rara excepción y posiblemente también una vulnerabilidad considerando el ambiente en que se desenvolvía el líder centroamericano. Es posible que haya sido una de las causas de su primera gran derrota y de su salida al exilio, como tal vez también lo fue el hecho que Morazán, apenas cuatro meses después de la partida de Raoul, tuvo que enfrentar a las huestes de Rafael Carrera sin el concurso de su maestro invencible.

Milei, Laje y el wokismo: dos caras, una moneda

Mauricio Ramírez

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

El liberalismo radical y el antiprogresismo de Javier Milei y Agustín Laje, presentados como supuestas trincheras contra la izquierda posmoderna y el llamado “marxismo cultural”, no son en realidad una alternativa a ese fenómeno, sino su reflejo invertido. Ambos insisten en que el wokismo es socialismo, colectivismo o incluso marxismo en estado puro, pero nada más lejos de la verdad; lo woke no es marxismo, es liberalismo llevado hasta su extremo. Por eso, más que enemigos ideológicos, Milei, Laje y el wokismo son variantes de una misma raíz moderna: la disolución de todo lazo comunitario y la glorificación del individuo aislado (solitario). La aparente guerra entre ellos no es una confrontación de sistemas como lo venden, sino una disputa entre herederos de la misma matriz liberal.

La llamada cultura woke, donde se inscribe la ideología de género que muchos insisten en negar, no es un desprendimiento del marxismo, como suelen repetir sus críticos, sino la culminación más coherente del liberalismo. Rousseau ya lo había formulado en su célebre premisa: “el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”. Con ella no anticipaba lo woke, desde luego, sino una lógica contraria a todo colectivismo: la sospecha hacia los vínculos comunitarios y la desconfianza frente a las instituciones clásicas —Estado, Iglesia, familia, nación— vistas como estructuras opresivas contra la supuesta bondad natural del individuo. Esta bandera, retomada por el liberalismo, se convirtió en doctrina: liberar al individuo de cualquier identidad o pertenencia común. Incluso el marxismo, consciente o no, terminó asumiendo sin crítica buena parte de estos supuestos liberales.

Ahora bien, surge la aparente paradoja: si lo woke es profundamente individualista, ¿cómo explicar que sus activistas se organicen como colectivos y luchen unidos? La respuesta es sencilla: no se trata de construir una verdadera comunidad, sino de disolver pertenencias más amplias —como la nación, la tradición o la familia— para fragmentar al individuo en microcolectivos cada vez más pequeños, cuya única cohesión es la identidad subjetiva. En vez de fortalecer lo común, esta lógica lo divide en pedazos, sustituyendo comunidades amplias y orgánicas por tribus identitarias tan débiles como volátiles. 

El contraste ideológico con la premisa ilustrada de Rousseau se evidencia claramente al compararlo con la tradición católica. Para esta, el hombre se realiza en comunidad; es en el bien común donde se supera el pecado original, mediante la abnegación, el sacrificio y la ayuda mutua. Incluso desde más antes, Aristóteles, y posteriormente Santo Tomás, habían comprendido que la justicia social y la vida compartida son el orden natural del ser humano. El liberalismo, en cambio, niega ese principio y coloca al individuo en el centro, reduciendo la existencia a un cálculo de intereses privados, sin finalidad trascendental ni espiritual. Así, lo colectivo, lo común y lo trascendente son descartados como obstáculos frente a la razón individual, subordinando la vida compartida a la lógica del beneficio personal.

El protestantismo preparó este terreno al desligar la fe de las obras y convertir la riqueza material y su acumulación en signo de predestinación divina. De ahí se desprende el burgués liberal moderno: un ser definido por su interés individual y no por su capacidad de entrega al bien común.

El wokismo es visto como una fuerza de izquierda, sin embargo, su base doctrinal no es colectivista ni socialista: es liberal de cabo a rabo. Este parte de la supremacía del individuo sobre lo colectivo, de la desconfianza hacia el Estado y de la necesidad de deconstruir toda forma de identidad compartida tradicional. En nombre de los derechos individuales, relativiza cualquier noción de comunidad, tradición o verdad trascendente.

Esto no es herencia del socialismo, sino de la Ilustración liberal. Kant lo expresó con claridad en 1784 cuando definió la Ilustración como la “salida del hombre de su minoría de edad”, es decir, la emancipación de todo principio de autoridad externo —ya sea religioso, político o social— para que el individuo piense por sí mismo. Esa proclamación de autonomía absoluta no es una idea socialista ni comunitaria: coloca al individuo como juez supremo, por encima de cualquier jerarquía mayor, sea Estado, Iglesia o familia.

El mito de que antes del siglo XVIII no había derechos, ni libertad, ni civilidad —sino solo oscuridad y barbarie— fue invento de Rousseau, Locke, Voltaire y compañía. El marxismo adoptó ese relato en lugar de cuestionarlo. Pero lo que incorpora es un ADN ajeno: el ADN liberal. Por eso, cuando Laje denuncia que el wokismo es marxismo cultural, confunde los términos. No es marxismo real lo que late en el corazón de lo woke, sino la más pura exaltación (neo)liberal del individuo posmoderno desarraigado.

Aquí se revela la paradoja. Milei y Laje defienden el liberalismo económico extremo y combaten al wokismo como si fuera su enemigo. Pero en realidad tanto liberalismo como wokismo son dos expresiones de la misma raíz. Milei predica la disolución del Estado, la primacía absoluta del individuo y el mercado como árbitro supremo. El wokismo promueve la disolución de identidades colectivas, la primacía de la autoidentificación individual y el deseo personal como medida de la realidad. ¿Qué diferencia esencial hay entre ambos proyectos? Ninguna. Son dos caras de una misma moneda.

El error de Laje es creer que combate un enemigo externo cuando en realidad combate al hijo legítimo de la ideología que él mismo defiende. Y el error de Milei es pensar que el liberalismo puede sobrevivir sin producir exactamente esas derivas culturales que él repudia.

Ese es el verdadero debate que Milei y Laje evaden: el liberalismo no es el remedio contra el wokismo, es su condición de posibilidad. Mientras sigamos atrapados en ese falso dilema, las alternativas comunitarias, trascendentes y sociales seguirán siendo sofocadas en nombre de un individuo abstracto que, paradójicamente, termina más desprovisto de sentido y manipulado que nunca. Al final, la diferencia entre la izquierda cultural y la llamada nueva derecha no es de esencia sino de matiz, la primera es liberal progresista, la segunda liberal conservadora. Dos estilos, un mismo tronco; el del nuevo totalitarismo de nuestra época, que, bajo la máscara de libertad absoluta, impone sus normas y redefine lo que se puede pensar, decir o sentir.

¿Marxismo cultural o neoliberalismo disfrazado?

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Mauricio Ramírez Núñez

En las últimas décadas, los movimientos por los derechos sexuales y de género han logrado avances significativos dentro de las sociedades occidentales. La visibilidad de las comunidades LGBTQ+, la reivindicación de los derechos de las personas trans y el debate sobre la diversidad de identidades han ocupado un lugar central en la esfera pública, impulsando cambios legales y sociales en algunos países. Sin embargo, más allá de estos hechos, surge una pregunta incómoda: ¿en qué medida estas luchas han sido absorbidas o parte del sistema dominante, convirtiéndose en herramientas funcionales para su perpetuación? Más aún, ¿cómo se relacionan con una estrategia geopolítica e ideológica (imperial) de largo alcance contra el mundo no occidental diseñada desde los centros de poder occidentales?

La llamada revolución sexual y de género no surgió de manera espontánea ni fuera del marco de las dinámicas de poder globales de su época. Por el contrario, su desarrollo ha sido impulsado y vendido como un paso más hacia el progreso, la libertad individual y la igualdad real. Eso sí, una “revolución” centrada exclusivamente en el individuo y su identidad, que no altera la estructura real del poder y deja de lado los aspectos colectivos que podrían haber desafiado al sistema capitalista.

Este enfoque individualista, entiéndase, de raíz estrictamente liberal, responde a una lógica promovida por los aparatos de inteligencia de los centros de poder occidentales, particularmente durante la Guerra Fría, como parte de una estrategia geopolítica más amplia. Al ensalzar la libertad individual —entendida como la capacidad de expresión personal, identidad y consumo—, se construyó un discurso que contrastaba directamente con los ideales colectivos y materialistas del comunismo soviético.

La lucha por los derechos individuales, especialmente en temas de género y sexualidad, se convirtió así en una herramienta ideológica para demostrar la supuesta superioridad moral de las libertades del “mundo libre” frente a los modelos comunistas. El mensaje era claro: en las democracias capitalistas, las personas tienen libertad para ser quienes quieran ser, mientras que en los regímenes socialistas esta diversidad estaría reprimida. Esto permitió desviar el foco de atención de las jóvenes generaciones sobre las desigualdades económicas y sociales que también existían (y existen) en las democracias liberales para evitar que se convirtieran en fervientes militantes socialistas y guerrilleros. En aquel momento el ejemplo de Fidel Castro y el Che Guevara era algo que no podían permitir que se propagara en las juventudes disidentes, especialmente en los Estados Unidos y algunos países de Europa.

El capitalismo, con su extraordinaria capacidad de absorción, transformó estas luchas en oportunidades económicas y narrativas funcionales al sistema. Posteriormente las demandas de las comunidades LGBTQ+ por reconocimiento y derechos fueron rápidamente integradas en el mercado global. Desde las campañas publicitarias en el Mes del Orgullo hasta la creación de productos y servicios para estas comunidades. La diversidad se convirtió en un nicho rentable que genera millones al patriarcado, así como a muchos hombres heterosexuales blancos, que, desde los ojos de estas comunidades, son algo así como el mismo diablo.

Sin embargo, esta “integración” no cuestionó ni alteró las bases del sistema, ya que de marxista tiene poco. Como resultado, las conquistas en materia de derechos sexuales y de género no han afectado las desigualdades estructurales. Un pobre que es trans sigue siendo pobre; su identidad puede ser reconocida, pero su posición económica permanece inalterada. En este sentido, la inclusión se convierte en una forma de control simbólico o lo que el filósofo Byung Chul Han llama psicopolítica (control mental): se otorgan derechos parciales que no alteran el statu quo, mientras las jerarquías económicas y sociales permanecen intactas.

La promoción de esta revolución individualista de corte neoliberal, frecuentemente catalogada como «de izquierdas» o incluso como «marxismo cultural» por parte de la extrema derecha, simplemente por no alinearse con valores conservadores o tradicionales, debe entenderse como una extensión posmoderna de la estrategia de Occidente para debilitar el comunismo durante el siglo XX. Esta narrativa, sin embargo, ignora un aspecto fundamental: tanto el liberalismo como el comunismo son ideologías nacidas de la modernidad, profundamente materialistas y con poca o ninguna conexión con lo espiritual.

Mientras el comunismo niega cualquier posibilidad de una realidad más allá de las relaciones de producción y el conflicto de clases, el liberalismo eleva al individuo y a su razón autónoma (voluntad) al nivel de un dogma casi sagrado. Es precisamente esta exaltación del individuo en el liberalismo lo que, paradójicamente, genera confusión en los críticos que asocian las luchas por derechos individuales o la diversidad con un supuesto «marxismo cultural». En realidad, estas luchas son, más bien, una evolución lógica del liberalismo posmoderno que, en su afán de hegemonía, se apropió de ciertas demandas para acomodarlas al marco del capitalismo.

Por lo tanto, la extrema derecha no solo malinterpreta el origen de estas luchas al identificarlas erróneamente con el marxismo, sino que también pierde de vista que el individualismo que critica como «progresista» es, en esencia, un producto de la misma tradición liberal que dice defender. Esto pone en evidencia una contradicción profunda: su rechazo no es contra el individualismo per se, sino contra ciertas expresiones de este que desafían su visión conservadora del mundo, sin comprender que estas formas de individualismo también forman parte de la lógica del sistema que buscan preservar.

En los países del bloque socialista, donde la agenda colectiva y las metas del Estado se imponían sobre los derechos individuales, la diversidad sexual y de género fue históricamente tratada de forma represiva. Este enfoque, basado en la homogeneización de las identidades como parte del proyecto revolucionario, se convirtió en un punto débil que Occidente no tardó en explotar. Esta narrativa no solo reforzó al capitalismo como modelo económico, vinculándolo con conceptos de libertad personal, sino que también sirvió como una estrategia geopolítica para debilitar la influencia del comunismo en los movimientos sociales y culturales, especialmente en el hemisferio occidental. Una vez caída la Cortina de Hierro en el este, la bandera de la diversidad se convirtió en una herramienta ideológica para terminar de minar la cohesión del socialismo, asociándolo con represión en contraposición a la «libertad» ofrecida por el sistema capitalista tras el “fin de la historia”.

El resultado de esta estrategia es evidente en el presente. Hoy, muchos partidos de izquierda en Occidente, que históricamente enarbolaban la hoz y el martillo como símbolo de lucha por los derechos de los trabajadores y la transformación estructural, han desplazado esa agenda en favor de las luchas por la diversidad sexual y de género. Esto plantea una pregunta fundamental: ¿se han hecho neoliberales estos partidos sin darse cuenta?

La realidad es más compleja. En muchos casos, las luchas por la diversidad se han integrado de forma acrítica al sistema capitalista, promoviendo una agenda identitaria que no cuestiona las bases estructurales del modelo económico. En lugar de representar una amenaza al statu quo, estas luchas han sido neutralizadas, convirtiéndose en herramientas funcionales a un sistema que utiliza el discurso de la inclusión como una forma de legitimarse, mientras perpetúa las dinámicas de explotación y desigualdad.

Así, la izquierda y la social democracia occidental enfrentan un dilema: ¿pueden volver a conectar las grandes mayorías excluidas con una agenda revolucionaria integral que cuestione al capitalismo y promueva transformaciones colectivas profundas? ¿O se limitarán a enarbolar banderas simbólicas que no desafían las estructuras económicas y políticas que perpetúan las desigualdades? La respuesta a estas preguntas definirá su relevancia y su capacidad para liderar un verdadero cambio sistémico, al menos en esta parte del mundo.

Es fundamental reconocer que una revolución centrada únicamente en el individuo y promovida desde los centros de poder occidentales (financiero y tecnológico), no puede transformar las estructuras que perpetúan la desigualdad. Que las izquierdas hoy reduzcan sus luchas prácticamente a esto, no quiere decir que sean realmente izquierdas, defensoras del progresismo o garantes únicos de la justicia social.

Una verdadera agenda revolucionaria y social democrática hoy debe empezar por no negar el Estado nación o menospreciar la soberanía, la tradición propia de cada pueblo y sus valores tradicionales. Debe reforzar las luchas colectivas en favor de una educación y salud públicas de calidad, empleos y salarios competitivos y dignos para todas las personas, así como garantizar oportunidades para que cada ciudadano pueda salir adelante. También es esencial priorizar la seguridad, la protección del ambiente, la seguridad alimentaria y la construcción de un mercado con rostro humano, entender el justo equilibrio que se requiere entre estado y mercado, uno que no sea dejado en manos de especuladores ni de manipuladores de la verdad que financian campañas e imponen agendas ajenas a nuestras costumbres, dirigidas exclusivamente al beneficio de unas minorías.

En una verdadera democracia, las minorías se reconocen, se respetan y se protegen, pero nunca se puede perder de vista que el objetivo supremo no puede ser jamás el beneficio exclusivo de minorías económicas o de otro tipo. El objetivo tiene que ser el país en su conjunto, trabajando un proyecto de nación que priorice el bienestar colectivo y las necesidades de las grandes mayorías, sin sacrificar nuestra identidad, tradiciones ni los derechos fundamentales de todas las personas.

Se presentan como libertarios pero son todo lo contrario

COLUMNA LIBERTARIOS Y LIBERTICIDAS (12)
Tercera época

Rogelio Cedeño Castro
Sociólogo y escritor costarricense

A semejanza de lo que acontece en el mundo ficticio de la llamada MATRIX, una serie fílmica de tres películas, exhibida recientemente de nuevo por Netflix, la que había causado furor en el período que corre durante los años de 1999 y 2003, entre un público compuesto por los más jóvenes de aquel entonces (Pourquoi les 13-25 ans en font leur filme culte LA GÉNÉRATION MATRIX Le nouvel observateur n° 2015 Du 19 au 25 juin 2003) en la que los seres humanos reducidos a la condición de esclavos de las máquinas, o una parte de ellos y las máquinas (dotadas de voluntad y actuando por sí mismas, formando parte de un programa informático que domina el universo) libran una larga guerra llena de innumerables trampas, y amenazas insospechadas para los seres humanos que aparecen en cada tramo del despliegue del incesante conflicto, a mi parecer nunca resuelto del todo, ni siquiera al final de la tercera película dados los vacíos que deja entre los espectadores más críticos.

El mundo de Matrix o la matriz informática resulta ser, en cierto sentido, uno tan parecido al del universo de nuestra cotidianidad en las sociedades contemporáneas, siempre en guerra con la naturaleza en general, en la que se promueven la deforestación y la contaminación, la crueldad hacia las otras especies animales y entre los mismos seres humanos, debida la enorme destructividad de estos últimos, donde nada de lo que parece ser, lo es en efecto aunque presente rasgos de realidad, pues todo aquello que se presenta ante nuestros ojos no pasa de ser una ficción o la sumo, un acercamiento a lo que de verdad acontece: en ella, aunque por todos lados aparecen una serie de individuos o movimientos sociopolíticos que dicen ser libertarios o liberales, sus conexiones e intencionalidades ocultas nos demuestran que son precisamente lo contrario, el problema reside en que debemos dotarnos de una especie de hermenéutica, o llave maestra para poder evidenciarlo y salir del engaño, dentro de lo que es una tarea que apenas estamos empezando.

Los presuntos liberales de la segunda década del siglo XXI se visten con ropaje ajeno, o sólo hacen uso del término “liberal” como un mero adjetivo, y mucho menos lo emplean como sustantivo, dotado de algún valor explicativo, lo que podría resultarles comprometedor. Parece que, más bien estas gentes se toman la audaz liberalidad de apantallarnos, o de hacer un intento de oscurecer nuestro raciocinio diciéndonos que ellos son liberales libertarios, una cierta alquimia política que cobró sentido a finales del siglo XIX, cuando los hermanos Ricardo y Enrique Flores Magón, verdaderos precursores de la revolución mexicana, de 1910 en adelante, le dieron a la rama del liberalismo de México en la que militaban, un fuerte contenido anarquista y reivindicativo de las clases populares, más acorde con el sentido primigenio de la palabra “libertario”, entonces asociada con el anarquismo o los anarquistas, mientras que nuestros contemporáneos de la ultraderecha local no pasan de ser meros “libertarians”, lo que en el lenguaje y la tradición anglosajonas quiere decir más bien conservadores (Tories) e individualistas extremos, inspirados en el pensamiento del sociólogo y filósofo inglés Herbert Spencer (1828-1903), quien preconizaba que ayudar a los más desfavorecidos por la fortuna, es decir a lo más pobres no hacía otra cosa que debilitarlos, los que sobrevivan serían siempre los más fuertes.

Las llamadas “elecciones libres” no pasan de ser otro mito, uno que resulta ser el más peligroso, dado que opera como un gigantesco mecanismo controlado por los banqueros y los propietarios de los medios de comunicación social más importantes. Es por ello que el mero enunciado elecciones libres no aclara nada al no explicarnos ¿de qué o de quien serían libres esas elecciones?, tan inherentes al quehacer político existente en las democracias formales o democracias de baja intensidad de nuestros países: los que financian a los “partidos” y a los “candidatos” son quienes tienen la última palabra e incluso dirán a los medios de comunicación ¿cuáles son los candidatos a entrevistar en los momentos de más rating o sintonía de la radio, la TV o en los espacios preferenciales de la prensa escrita diaria, en un país donde sólo existen dos diarios?, los demás quedarán dentro de la igualitaria invisibilidad. Esto es algo que ya ocurrió en Costa Rica durante las elecciones generales del año 2014, y lo más probable es que ocurra de nuevo, en las de febrero de 2022, en el océano inmanejable de candidaturas presidenciales y diputadiles inscritas, dentro de lo que parece ser una invitación al caos, o la renuncia al intento de cualquier explicación racional del universo político en que nos movemos.

De la Marcha sobre Roma a la Marcha sobre Washington

Vladimir de la Cruz

Los sucesos del 6 de enero en Washington me hicieron recordar la Marcha sobre Roma que organizó Mussolini en Italia, en 1922, momento de su ascenso al poder, comparable con la intención de Trump de hacerse por la fuerza del Gobierno y la Presidencia que perdió en elecciones.

El fascismo italiano se había desarrollado al finalizar la I Guerra Mundial, en 1919, con la complacencia del Rey Víctor Manuel III, y se mantuvo como régimen o sistema político hasta 1945, al finalizar la II Guerra Mundial. Benito Mussolini se había destacado como el principal líder dentro del Partido Nacional Fascista.

En 1922 Mussolini organizó una Marcha sobre Roma, la que se llevó a cabo, en su movilización, entre el 22 y 29 de octubre de 1922.

El resultado político de la Marcha fue que Mussolini se hizo con el poder, acabó con el sistema parlamentario imperante en Italia y más tarde acabó con los partidos de la oposición política prohibiéndolos, imponiéndose como un dictador, un gobernante autoritario.

El discurso de Mussolini era contra los socialistas y comunistas, exaltaba la violencia y las movilizaciones de sus simpatizantes, organizados como brigadas de choque social contra opositores, con grupos armados inclusive. Hacía un discurso violento desde cualquier espacio público que se le facilitara.

En 1921 Mussolini había sido electo diputado desde donde empezó a combatir a todo el sistema político imperante en Italia.

Mussolini atacó al liberalismo y a la democracia desde sus posiciones populistas, que eran muy atractivas para los grupos sociales desplazados por las consecuencias de la I Guerra Mundial, afectados por la crisis social generada por ellas y por la “amenaza” que sentían del surgimiento de la Revolución Rusa, y sus impactos en Italia como en el resto de Europa, especialmente durante los años 1919-1921, y de que pudieran llegar al poder.

En octubre de 1922 Mussolini impulsó convocatorias para que se realizaran concentraciones públicas en toda Italia. Así prepararon su Gran Marcha sobre Roma, llegando a Roma en tren, en autos, o a pie, para forzar o presionar la renuncia de las autoridades políticas, especialmente en las regiones donde había autoridades socialistas, que dominaban principalmente el norte de Italia. El objetivo de la Marcha era tomar el poder para Mussolini. Desde el 22 de octubre de 1922 empezaron a llegar a Roma, amenazando de hecho con la guerra civil si les impedían la llegada. Trump ha creado condiciones para un enfrentamiento civil en la sociedad norteamericana, desde las acciones policial represivas contra negros y afrodescendientes hasta la de enfrentamientos de sus seguidores con otros ciudadanos.

La situación llegó a ser tan tensa que el entonces Primer Ministro italiano, Luigi Facta, impuso un estado de sitio, para la ciudad de Roma, acto que el Rey, Víctor Manuel III, lo suspendió, facilitando que el 31 de octubre se realizará la gran concentración convocada, permitiendo que Mussolini al día siguiente se hiciera con el poder, impusiera su Gobierno e iniciara su dictadura, la que fue estructurando poco a poco, pero de manera acelerada.

Características del fascismo fue su nacionalismo, su totalitarismo, su antiliberalismo, su antimarxismo, su antisocialismo, su anticomunismo, el culto a la personalidad de Mussolini procurando, con ello, un control y la subordinación de todas las autoridades y líderes políticos, el control del Partido Nacional Fascista, convirtiéndose Mussolini en el líder de masas más importante de ese momento en Italia. El culto a la “personalidad” individualista de Trump es parte de su arraigo en una gran masa de ciudadanos y votantes.

Como gobernante Mussolini impulsó una serie de leyes y acciones administrativas de actos de gobierno contra personas y grupos sociales, con un profundo carácter racial, en ese momento contra judíos, exceptuando a los “judíos convertidos en arios”, o que prestaban ciertos servicios al Estado. Estableció leyes que impedían matrimonios con judíos, que emplearan judíos, que impedían el ingreso de judíos a Italia, de retiro de la ciudadanía italiana, que impedían inscribir niños judíos en escuelas públicas.

Estas leyes se impulsaron por la influencia de Hitler en Italia, y por el acercamiento político de Mussolini y de Hitler.

Mussolini exhortó a que los italianos se declararan racistas. Hasta llegaron a elaborar el “Manifiesto de la raza”, con apoyo de una gran cantidad de intelectuales y personajes de la cultura. Allí se hablaba de la existencia de razas humanas, razas grandes y pequeñas, de la raza como concepto biológico, de la pura “raza italiana”, de distinguir entre mediterráneos de Europa, de los orientales y los africanos, excluyendo categóricamente a los judíos de la raza italiana, entre otros conceptos.

En 1922 en Italia había una crisis del sistema político, un vacío de poder. La Marcha sobre Roma fue un movimiento político, una acción política para imponer un gobierno de derecha y autoritario. La base social de Mussolini era el sindicalismo con la Confederación Italiana de los Sindicatos Económicos y la Confederación Nacional de Corporaciones Sindicales, particularmente. La base social de Trump también es de sectores laborales y sindicales, de campesinos y de habitantes de zonas rurales.

El 27 de octubre de 1922 el gobierno italiano, del Primer Ministro Facta, dimitió mientras los fascistas iban controlando el escenario político. La izquierda italiana, incluido el Partido Comunista, nada pudo hacer contra la Marcha. Los otros líderes políticos trataban de llegar a un acuerdo político con Mussolini, que impuso el 30 de octubre un Gobierno de Coalición, controlado por Mussolini, de nacionalistas, de los grupos llamados populares, de los democrático sociales nittianos, giolittianos, salandrinos e independientes filofascistas, mientras la Marcha avanzaba sobre Roma.

La llegada de Donald Trump a la Presidencia de los Estados Unidos fue intempestuosa. Tradicionalmente no era un cuadro político, un líder político, ni siquiera de larga tradición y vínculo con el Partido Republicano, hasta había apoyado en el pasado a líderes y candidatos del Partido Demócrata. No era en sentido estricto un militante político. Nunca ejerció un cargo de elección popular. Era un intruso en ese Partido Republicano y en la política tradicional norteamericana, donde logró imponerse en las elecciones internas de ese partido, en las llamadas elecciones primarias.

Su campo principal de acción estaba en los negocios e inversiones. En el campo político desplazó líderes tradicionales e históricos dentro del Partido Republicano, haciendo uso social, especialmente, de las redes sociales digitales, que en las elecciones norteamericanas empezaron a desempeñar un gran papel desde las elecciones del 2008, en ese momento usándolas Barak Obama.

Las redes sociales sustituyeron espacios tradicionales de comunicación de líderes, candidatos y partidos políticos, sin que los desplazaren del todo, con la ventaja de que son mecanismos al instante, más baratos, directos a los públicos que están destinadas, fáciles de conexión, con cantidades masivas de participantes o de “seguidores”.

Donald Trump, quienes le han estudiado, afirman, que se vinculó a estas redes desde el 2009, con sus actividades profesionales y empresariales, logrando gran alcance de masas.

A la cuenta de Twitter, su medio favorito de comunicación, se vinculó desde ese mismo año, 2009. Así hizo su campaña del 2016 y así la repitió en el 2020. Pero no solo hizo campañas electorales de esa forma. Todo su gobierno, 2016-2020, lo manejó y comunicó principalmente en sus acciones constantes, al instante, mediante su Twitter, con más de 40.000 twitts, según lo han estudiado, durante todo este período. También utilizó hashtags, retuis, las plataformas digitales como Instagram, Facebook y otras.

La imagen proyectada de Trump es la del Héroe, la del superhéroe capaz de hacer grande a los Estados Unidos y de volverlo a hacer, como planteó para esta campaña electoral.

Para Trump los Estados Unidos estaba primero, había que recuperar su economía, sus espacios económicos, de manera que sus relaciones económicas no fueran deficitarias, de allí el ataque y la rediscusión de los tratados de libre comercio con Canadá, México y su disputa con China. El retorno de empresas a Estados Unidos para revitalizar su economía fue clave, la recuperación de empleos en sus primeros años de gobierno le dieron fuerza, la crítica a la infraestructura vial y de comunicaciones que hacía le depararon seguidores, su preocupación por el empleo fue determinante antes de la Pandemia.

Para Trump el papel de los Estados Unidos se había debilitado internacionalmente, de allí que cuestionara el proceso globalizador del que formaba parte, rompiendo alianzas estratégicas militares, económicas y políticas, saliéndose de algunos compromisos internacionales, impactando los escenarios geopolíticos y geoestratégicos.

En lo interior arremetió contra el Partido Demócrata al que constantemente atacaba de socialista y de querer introducir el comunismo en Estados Unidos, sabiendo que en Estados Unidos el Partido Comunista existe desde 1919. Esta lucha contra el socialismo la quiso llevar, sin éxito, y sin investigaciones del Congreso, casi hasta los niveles de la época macartista de la década del 50, a pura publicidad y ataques mediáticos.

Hizo del Partido Demócrata su principal enemigo político y le convirtió en su principal adversario a derrotar por el bien de los Estados Unidos y del pueblo norteamericano, porque los males internos de los Estados Unidos se los achacaba a este partido y a las estructuras políticas e institucionales dominantes en ese país.

Poca atención prestó a los problemas sociales de los negros, de los afroamericanos, de los latinos. Su discurso contra los mexicanos y puertorriqueños, desde el inicio de Gobierno, lo era contra todos los latinos, contra todos los migrantes, contra los mexicanos, con su lucha por el muro fronterizo, casi una obsesión, logró detener bastante los procesos migratorios terrestres hacia los Estados Unidos, estableciendo una alianza estratégica con el con Gobierno de México el que puso casi 30.000 efectivos militares a resguardar la frontera para contener a los migrantes.

Su principal atención eran los ciudadanos norteamericanos y no los que habían llegado, como migrantes, o ilegalmente, a Estados Unidos. Sus políticas antimigratorias dividió familias, separó niños de sus padres, se acentuaron cotidianamente.

Ley y Orden, consignas fundamentales, que autoritariamente blandía para recordar la mano dura de su gobierno.

Cuando Trump se enfrentó a Hillary Clinton, en el 2016, la presentó como la representante de las estructuras de poder, que él cuestionaba. Cuando se enfrentó a Joe Biden, en el 2020, lo presentó como el parásito de la política, que tenía 46 años de estar en política, que nunca había trabajado, decía.

A Hillary como a Biden los presentó como lo más negativo siendo Trump el factor positivo, el salvador de los Estados Unidos, presentándose, en muchas ocasiones como la víctima de los medios de comunicación, a pesar de que tenía los propios que lo defendían y exaltaban. Este campo para Trump era un campo minado contra la corrupción imperante.

El discurso de Trump fue vulgar, ofensivo, insultante, siempre negativo hacia sus contrincantes, siempre combatiendo todo lo que se le oponía o creía que se le enfrentaba. Atacó instituciones, medios de comunicación, personas, líderes de todo tipo.

En las elecciones que acaban de pasar, el 3 de noviembre, Trump enfrentó su peor crisis de gobierno, de sus políticas y acciones Ejecutivas, especialmente por el impacto del surgimiento de la Pandemia del Coronavirus Covid-19, y su imponente desarrollo en los Estados Unidos, que también paralizó el mundo en sus relaciones económicas internacionales, que bloqueó las redes de intercambios productivos, de comercio, de transportes internacionales y locales, de turismo, de millones de contagiados y de muertos.

En el caso del gobierno de Trump despreciando el papel de los científicos en esta lucha, contra el COVID-19, estimulando con su actitud la expansión de la pandemia en los Estados Unidos, como un elemento de limpieza “étnica”, entendiendo que los afectados con este virus son principalmente sectores y poblaciones pobres, de migrantes, de negros y afroamericanos, de latinos, poblaciones marginales. Quizá su desinterés estaba asociado a la eliminación de votantes, por la pandemia, más del Partido Demócrata que del Republicano.

Irresponsablemente convocando a manifestaciones en el período electoral, de carácter masivo o presencial, facilitando de esa manera los contagios.

Frente a las elecciones últimas, sabiendo de la situación de la pandemia, de las dificultades de las concentraciones humanas, del resultado preliminar de las encuestas desfavorables a él, empezó a cuestionar todo el proceso electoral, presentándose como una víctima del mismo y de los mecanismos de fraude que podían hacerse mediante los sistemas de emisión de votos que hay en Estados Unidos, debilitando la institución federal de correos en este campo, incitando a la población que le sigue fanaticamente a que se estaba fraguando un fraude en su contra, apoyándose en bases sociales incultas, de poca educación, de los grupos fascistas, nacionalistas, racistas, supremacistas, anti migracionistas, misóginos, conservadores en general, en los miembros de la Asociación del Rifle Norteamericana, en la población de tradición religiosa pentecostal, especialmente de la población de los Estados centrales y rurales de los Estados Unidos. Mientras Mussolini combatió y persiguió a los pentecostales, en una sociedad italiana muy católica, Trump los apoyó y los hizo sus aliados estratégicos, en una sociedad no tan católica.

Nadie como Trump había cuestionado el proceso y el sistema electoral de los Estados Unidos, que se tenía como un modelo democrático casi ideal, de larguísima tradición histórica, confiable en todos sus extremos, donde la posibilidad de hacer fraude electrónico es de 0.009 %. Con este cuestionamiento quebró la credibilidad de la misma población norteamericana en su propia estructura democrática. Siempre habló de que las elecciones y su triunfo se la habían robado. Este fue parte del argumento que utilizó para la Marcha sobre Washington, impedir el robo de su elección y triunfo.

Cuestionó el mismo sistema electoral de votos populares donde fue ampliamente derrotado, así como el de los electores del Colegio Electoral, que surgen de esos votos populares, donde también sufrió una amplia y contundente derrota, que son los que en definitiva definen el ganador.

De acuerdo al sistema electoral de los Estados Unidos, cada uno de los 50 Estados, más el Distrito Capital, tienen sus propios sistemas de votación y de conteo de votos. De hecho, son 50 procesos electorales, cuyos resultados tienen que tenerse el 14 de diciembre, habiendo sido las elecciones el 3 de noviembre. Certificados estos procesos electorales de los Estados su informe de resultados se pasa al Congreso el 6 de enero, lo que sucedió, para sobre las certificaciones de votación declarar el candidato ganador de las elecciones para que asuma, formalmente, el 20 de enero la Presidencia de los Estados Unidos.

No satisfecho Trump con los resultados empezó a cuestionar, bajo el pretexto de fraude hecho de distintas maneras, resultados electorales de aquellos Estados que más Electores dan al Colegio Electoral con la finalidad de cambiar el resultado final. Impugnó casi en 60 localidades, de los distintos Estados, la emisión de votos, sin resultado favorable a sus pretensiones, así fallados en su contra por Cortes Federales.

No satisfecho con esto desde el mismo día 14 de diciembre empezó a preparar el ambiente contra lo resuelto que tenía que conocerse el pasado 6 de enero en el Congreso.

Su objetivo, al estilo de la Marcha sobre Roma de Mussolini, una gran Marcha sobre Washington el 6 de enero cuando el Congreso debía conocer los resultados, para detener allí el robo electoral que se le había hecho, sitio en el que todavía se podían impugnar resultados conforme se fueran dando los informes de las certificaciones electorales de los resultados de las votaciones, y tratar de anularlos con el propósito de que, en situación extrema, el resultado pasara a la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, donde tiene una amplia y holgada mayoría de Jueces nombrados por el Partido Republicano, y por su propio Gobierno, todos de características conservadoras en su formación profesional.

La Marcha sobre Washington no solo para presionar con la multitud, sino para actuar, como lo hicieron, sobre los Congresistas reunidos, e impedir de esa manera la proclamación y reconocimiento de la Presidencia para Joe Biden. La Marcha sobre Washington, fue debidamente planeada, hasta en el asalto al Congreso, para cambiar los resultados electorales por la presión de los manifestantes. La Marcha sobre Washington no fue una movilización de desobediencia civil, fue una acción debidamente impulsado de desacato, de desconocimiento, de no aceptación del resultado de la elección del 3 de noviembre, ni fue un simple asalto al Congreso como inicialmente lo pintaron. Fue una acción contra los congresistas, su institucionalidad y contra la misma Constitución Política de los Estados Unidos.

Los movilizados iban con la intención de tomar el Congreso, de asaltarlo, de impedir que sesionara. Minutos antes los convocados a Washington, que llegaron de distintas partes de los Estados Unidos, se habían reunido en la Casa Blanca, donde fueron alentados por miembros de la Familia Trump a actuar violentamente contra los congresistas. De la Casa Blanca fueron invitados a marchar sobre el Congreso, al edificio del Capitolio, para tomarlo. Así se movilizaron las hordas trumpistas.

De hecho, Trump esperaba una imposición de la multitud sobre los congresistas, del “pueblo” sobre sus “representantes”. Estaba a las puertas de un Golpe de Estado, de una situación de sedición popular, que alentó constantemente desde que cuestionó el resultado electoral aún días antes de que se produjera la votación.

Llamaba a que se reconociera que él debía seguir gobernando, que debía mantenerse en la Presidencia, que desconociera a Joe Biden. De hecho, proponía un golpe de Estado institucionalmente ejecutado en su favor.

Las elecciones para Trump habían sido un éxito, aun en su derrota electoral. Había llegado casi a los 75 millones de votantes en su favor, lo que lo convertía en un líder popular, populista, como no tiene el Partido Republicano, como tampoco lo hay en Estados Unidos en el campo político. Trump como fenómeno político había irrumpido como el principal dirigente político de masas en los Estados Unidos. Había desplazado a todos los dirigentes de la estructura organizativa del Partido Republicano y no había casi ninguna duda de que sería el candidato de las elecciones del 2024, a las que ya había anunciado que volvería a participar.

Las elecciones para el Partido Republicano también fueron exitosas a nivel del Congreso, donde aumentó el número de diputados. Perdió el Senado, por la derrota del 5 de enero de los senadores de Georgia, que en parte ya había perdido desde el 3 de noviembre. La actitud de Trump contra el proceso electoral en general, de fraude en su contra, se ha señalado como una causa adicional para que el 5 de enero estos dos senadores republicanos perdieran, dándole un triunfo apretado al Partido Demócrata del Senado, y del Congreso, lo que obligará al Presidente Biden a un gran proceso de negociaciones políticas constantes, en lo que tiene gran experiencia.

La derrota de Trump no ha acabado con la derrota del fascismo en Estados Unidos. Con Trump se ha alimentado esta tendencia política, que en Estados Unidos tiene más de 1000 distintas organizaciones fascistas y filofascistas de diferentes tipos, que agrupan todo tipo de ciudadanos, lo que explica parcialmente también por qué Trump tiene seguidores latinos, afroamericanos, entre otros grupos. Trump puede convertirse en su líder más importante aun cuando lo llegaren a marginar de procesos político-electorales. Trump puede seguir siendo el emblema del fascismo actual en los Estados Unidos y el agitador político más importante de oposición al nuevo gobierno que inicia el 20 de enero. Podría llegar a convertirse en un mártir político si se le llega a apresar con motivo de los juicios y acusaciones que le seguirán.

Con esta tendencia populista de Trump quizás entramos a una nueva etapa de liderazgos políticos en los Estados Unidos, liderazgos de masas, de populismos políticos…

Los sucesos de asalto al Capitolio, que se señalan de terroristas, que le imputan a Trump su responsabilidad, lo que ha abierto es un juicio político contra él, ya aprobado en el Congreso, ahora en manos del Senado, juicio que puede concluir, ya no en su destitución, sino en una sanción político-jurídica que lo inhabilite para participar en futuros procesos electorales y a puestos de elección pública. Este es el resultado óptimo que esto puede tener.

Si de algo no va a escapar Trump es de la persecución judicial a la que será sometido por una serie de acusaciones que ya le tienen montadas, de las que difícilmente saldrá triunfante de todas ellas.

La Marcha sobre Washington sigue latente para el próximo 20 de enero, con posibilidades de altos grados de violencia, y hasta de actos terroristas contra su realización, y de posibles atentados contra Biden y las nuevas autoridades públicas norteamericanas. Lo que tradicionalmente ha sido una actividad de traspaso de poder festiva, popular, y tranquila, la del 20 de enero es un traspaso de poder que se realizará con un público altamente militarizado, con uniformes militares, con medidas extremas de seguridad y posiblemente sin caminata del Congreso a la Casa Blanca…con protestas republicanas y pro trumpistas en diferentes partes de los Estados Unidos. Será, por todo esto, más una ceremonia virtual que física presencial. Estos son los nuevos Estados ¿Unidos?