Dimensionar lo que implica para una población estar sumergida en una guerra que busca su exterminio, no solo es necesario, sino ético y moral.
Por eso cualquier discurso que busque descalificar ese hecho significa que es antiético, pero ante todo inmoral.
El querido amigo guatemalteco gestor cultural, director del hermoso Festival de Poesía de Quetzaltenango en Guatemala, ha contado varias veces lo que significó para él estar en el Festival Internacional de Poesía de Medellín y salir ante una multitud a hacer su presentación solicitando disculpas por Guatemala, porque ese mismo día había sido asesinado en aquel país el cantautor argentino Facundo Cabral.
Lo he recordado estos días. Mucho. He iniciado mis lecturas en este hermoso festival en Medellín, sintiendo rabia y disculpándome por el presidente de mi país, del cual he dicho que no me representa ni me siento reflejado en sus acciones.
Cuando una investidura es usada para burlarse de la forma vulgar y altanera mediante la cual este sujeto llamado presidente lo hizo del pueblo palestino y sus niños, no puede uno más que llenarse de rabia y de indignación.
En la apertura de este hermoso y entrañable festival al que fui invitado, el poeta palestino Murad Sudani, presidente de la Unión de Poetas Palestinos se refirió al horror y la muerte de más de 660 días contra su pueblo, pero particularmente contra sus niños.
Esto es sin lugar a dudas algo que este personaje presidencial nunca logrará dimensionar porque su odiosa narrativa y corta percepción y empatía por los otros, no se lo permite.
Mientras pueda señalarlo en este lugar donde estoy, la indignación me llevará a sentir rabia y pedir perdón y denunciar estas odiosas palabras de parte de un presidente que, vuelvo a señalarlo, no me representa.
En entregas anteriores hemos compartido nuestras preocupaciones acerca de la tendencia hacia el intelectualismo y el conocimiento científico, que se ha instalado en nuestras sociedades, con especial atención a las acciones del presidente Donald Trump ante las instituciones universitarias de prestigio.
No hay duda.
Nos encontramos en un momento especialmente delicado al que también las ciencias sociales se enfrentan. Por ello, quienes nos dedicamos a alguna disciplina de su vasto campo de pensamiento, debemos accionar hoy para construir su futuro, que está a la vuelta de la esquina.
Particularmente valoro la necesidad de recuperar para sí, conceptos que han sido disputados por otros campos de saberes. El de la inteligencia, por ejemplo.
Sin demeritar los aportes de una herramienta que puede aportar grandes contribuciones si es ética y pertinentemente utilizada, pienso que la Inteligencia Artificial debe ser complementada con lo que yo llamaría la Inteligencia Humana. Pareciera paradójico, pero no lo es. En tiempos que, al decir de Bertold Brecht, se debe salir a defender lo obvio, el campo de las humanidades requiere ser recolocado en su justa dimensión.
Pensar entonces ese sujeto contemporáneo como fin y objetivo de cualquier racionalidad científica y académica, pasa por fortalecer los vasos comunicantes que propongan más igualdad, más justicia y más equilibrio. Es que esto es hoy más urgente que nunca.
Entonces me concentro en unas ciencias sociales humanas, cuyas inteligencias sigan propiciando la criticidad y el compromiso con el bienestar de amplios grupos de población. Una sociedad como la costarricense, que se apresta a cerrar su histórico contrato social para entrar en una nueva etapa, requiere de disciplinas que la lean, la entiendan y la transformen desde la actualidad para pensar en el futuro que ya nos alcanzó. Por eso las Ciencias Sociales de esta hora para el futuro que ya está aquí.
Hace décadas, Inmanuel Wallerstein invitaba a abrir las ciencias sociales ante los inminentes cambios de paradigmas. Hoy de nuevo nos encontramos en un punto de inflexión, donde la dignidad humana debe ser el centro de toda acción de conocimiento. A esas Ciencias Sociales le apuesto. Con esas ciencias sociales voy. Lo siento y entiendo así.
Junio casi termina y empieza el tramo final de una empinada carrera de obstáculos hacia la presidencia de la república en esta Costa Rica compleja del Siglo XXI. Es otra la sociedad que tenemos, son otros los parámetros de medición de la integración social y la convivencia. A nivel político es tal la fragmentación y la ausencia de propuestas sólidas, que nos debatiremos en un amplio espectro de propuestas amparadas en franquicias más que en estructuras partidarias fortalecidas.
En medio de ese escenario, discursos, narrativas y prácticas alrededor de ciertos temas centrales, orientarán los vectores de las opiniones públicas y las inclinarán hacia ciertos núcleos duros. El tema de la seguridad, sin lugar a dudas, será uno de ellos, pero también ese tema tan traído y llevado como la corrupción y el narcotráfico.
Uno de los temas discursivos que sin lugar a duda será instrumentalizado, atendiendo los escenarios internacionales y específicamente los provenientes de la sociedad estadounidense, es el del impacto de las migraciones en la sociedad costarricense. Justamente en días pasado, una de las posibles figuras candidateables hacía eco de aquellas imágenes que relacionan deterioro de la seguridad social con presencia de población migrante, particularmente de origen nicaragüense, en el país.
A la vuelta de la esquina, empezaremos a escuchar cada vez con mayor fuerza el uso de estas y otras nociones vinculadas con la población migrante, para fines absolutamente electorales. En medio de una sociedad polarizada, cuyos ejes ideológicos se han movilizado hacia espectros conservadores, abrazados por amplios sectores de población, es posible que este tema sea objeto de un manejo fácil, desinformado y utilitario en los próximos meses.
Por eso no dejan de preocupar algunas manifestaciones a las que creo debemos prestarles atención.
La primera, cercana a lo que en los actuales escenarios antiinmigrantes en Estados Unidos han sido denominadas acciones de perfilamiento racial y que consisten en la detención de personas solo por el simple hecho de ser sospechosas de ser personas indocumentadas, migrantes, latinas….sucedió en Alajuelita hace unos días y el hecho fue documentado por la gestora cultural Tania Álvarez, que indicó haber presenciado como autoridades migratorias se subían a un bus de la localidad a solicitar cédulas de identidad sin ningún tipo de explicación de por medio. Se sabe que, en algunos contextos urbanos, el perfilamiento racial es aún mayor y la mayoría de las veces produce otro tipo de narrativas, como la criminalización y la producción de estereotipos.
La segunda acción fue documentada por la académica e investigadora costarricense Priscilla Carballo al relatar haberse encontrado en una tienda ubicada en Curridabat, en el este de la capital, con signos externos utilizados en la campaña “Make America Great Again”, misma que fue la base narrativa que llevó a Donald Trump a su segundo mandato.
Ambas prácticas avizoran a todas luces un escenario complejo en el que los aspectos problemáticos de la migración serán relevados en detrimento de los aportes que las poblaciones migrantes realizan en el país. A documentar esas posibles utilizaciones deberemos dedicarnos en los próximos meses y contrastarlas con información oportuna y sustentada. Sera esa tarea de quienes creemos que otro mundo, inclusivo y abarcador, es posible.
No ha sido un junio bueno para la humanidad. El recrudecimiento de las acciones bélicas contra el pueblo palestino, la tensión a gran escala entre Israel e Irán, son tan solo algunas de las muestras que este junio oscuro nos trae y nos devela. Nos desvela también.
En el contexto más cercano el escenario no es para nada optimista. En Estados Unidos, la política migratoria se ensaña un día sí y otro también contra las personas migrantes en condición migratoria irregular. Escuelas, fábricas, iglesias, barrios enteros han sido desolados por la acción despiada de un organismo policial dispuesto a las más atroces de las barbaridades.
Llevamos ya varios días de enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad del gobierno de Trump y cientos, miles de migrantes, ciudadanos estadounidenses de origen latinoamericano y miembros de organizaciones civiles, que decidieron decir basta a las acciones intimidatorias contenidas en redadas masivas.
La caza de seres humanos en Estados Unidos es una realidad. El perfilamiento racial, el terror, la incertidumbre son consignas de una administración que debe congraciarse con un electorado que la llevó al poder bajo la promesa de “limpiar al país de indeseables”.
Mientras esto ocurre y muestra la tensión entre el poder gubernamental y la resistencia como acto de respuesta, en el plano más doméstico el tema ha empezado a ser instrumentalizado de forma populista por algunos actores inmersos en la carrera hacia las elecciones en Costa Rica en 2026.
El peligro de la demagogia y el uso maniqueo de un tema sensible para despertar simpatías electorales está a la vuelta de la esquina.
Lo anticipo y deploro cualquier discurso o acto en esa dirección.
La deriva de una opción autoritaria en Costa Rica ya dejó de ser una imagen proyectada para otros países de la región. Nos alcanzó eso que alguien despectivamente y con cierto tinte de superioridad llamara “la centroamericanización” de Costa Rica.
A la vuelta de la esquina y con amplio apoyo popular, se cuece la construcción de una vergonzosa megacárcel para paliar, según sus impulsores, el aumento de la criminalidad en el país.
Lo que en otros momentos históricos era impensable, hoy está a punto de ser un hecho que contradice a todas luces la larga tradición democrática costarricense, que empieza lentamente a palidecer.
La excepcionalidad que hasta hace algunos años nos mostraba como punto y aparte en el escenario centroamericano, fue pulverizada en pocos lustros por un sistema económico desigual y aniquilador, un escenario político inquietante y algo turbio en sus alianzas con actores poco claros y altamente cuestionados y, como hemos dicho en varias ocasiones, el agotamiento de un contrato social que espera por una nueva edición para reconstruir el proyecto de eso que utópicamente llamamos “ la vía costarricense”.
Por lo pronto, en algunas países centroamericanos esa deriva autoritaria mantiene su dinámica.
Esta semana veíamos con estupor la forma artera en la que Ruth López, jefa de la Unidad de Anticorrupción y Justicia de la organización social salvadoreña Cristosal, dedicada a defender los derechos humanos de su país, era presentada ante la fiscalía.
La funcionaria había sido detenida el mes pasado luego de hacer serios cuestionamientos al gobierno de Nayib Bukele, como una muestra más de la escalada en la represión a las voces críticas y cuestionadoras a esta gestión. Algo que inquietantemente empieza a mezclarse en el entorno costarricense con la puesta de bozal a la prensa y otros hechos recientes.
Desde diferentes frentes de organismos sociales y civiles salvadoreños se han realizado pronunciamientos para exigir la liberación de López, sin un resultado positivo. Esto se suma a la reciente aprobación de la Ley de Agentes extranjeros, una herramienta que permite al gobierno salvadoreño discrecionalidad sobre qué organizaciones sociales pueden permanecer en su país y si permanecen, “contribuir” con un tributo de renta del 30%.
Una más: tres periodistas del medio de comunicación El Faro dejaron El Salvador en los últimos días ante una inminente amenaza de detención en su contra. Es de sobra conocido el rol cuestionador de este medio a las políticas represivas del gobierno de Bukele que, a fuerza de negociaciones con los líderes de las pandillas, ha bajado la criminalidad, pero han aumentado las detenciones y desapariciones de personas sin ningún nexo con esta actividad.
En Costa Rica la impronta autoritaria está tocando la puerta, asomándose por una rendija a ver si el escenario le es propicio.
Y sí que lo es.
Por ello, no deja de preocupar diagnósticos como el de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que, al escribir el capítulo para Costa Rica en relación con el estado de los derechos en los distintos países de la región, mencionaba:
“La CIDH observa con preocupación la situación de la seguridad ciudadana y los cuestionamientos a la respuesta estatal, así como los señalamientos de afectaciones a la independencia judicial. También preocupa las denuncias de violaciones a los derechos de los pueblos indígenas, especialmente en relación con la consulta previa y la delimitación territorial; así como las brechas significativas en la garantía de derechos económicos, sociales y culturales para grupos en situación de riesgo como personas en movilidad humana, mujeres y personas mayores”.
La respuesta estatal a la que se refiere la CIDH es en realidad una inacción, justificante para el siguiente paso: la constitución de un espacio represivo que alimente las necesidades de la población de vivir sin temor en un país cuyo pacifismo también fue pulverizado por los hechos fácticos del modelo.
Es claro. Hay cosas que se parecen y mucho en estos escenarios. Si la reserva moral e institucional nacional a la que le queda menos de un cuarto de tanque no es suficiente, habremos perdido el proyecto país para siempre.
A esta generación le tocó la hora. No es poca cosa. Es el momento del punto del no retorno. Asumamos cada cual los funciones que nos corresponden para intentar recuperarnos.
¡Fue Ortiz! Alguien grita mientras la sensación de ver detenido el tiempo en fragmentos de segundo, rodeaba su cuerpo, al igual que un dolor indescriptible. Ortiz, Pablo. Acaba de pisar por accidente una mina antipersona y ahí empieza la historia.
Fui invitado por la organización de la Fiesta Nacional de la Lectura (FNL) realizada recientemente en las instalaciones de la Antigua Aduana, en San José, a conversar con el autor colombiano Juan Diego Mejía sobre su reciente novela “Y si acaso yo muero en la guerra” (Tusquets, 2024). Este año la edición fue dedicada a la hermosa ciudad de Medellín.
Juan Diego es una persona afable con lo que no nos costó la comunicación desde el primer minuto que nos conocimos. Durante el almuerzo previo a nuestra conversación en la Fiesta, hablamos de literatura, de nuestra vidas, de los circuitos de circulación y distribución de libros en una región como Centroamérica: “es muy débil- les dije a él y a Estefanía, su compañera de trabajo con quien compartimos el almuerzo y la conversación- y entonces los festivales y las ferias de libros se nos vuelven esenciales para que los autores demos a conocer nuestro trabajo”. También hablamos de fútbol, de Lev Yashin, del famoso 4-4 de Colombia ante la selección rusa y, cómo no, del gol de mi padre a ese genio histórico de la portería.
Y entonces hablamos sobre su novela. Ubicada temporalmente en la Colombia del post conflicto, espacialmente en la región de Urabá (donde se desarrolla la acción detonadora de la historia) y Medellín, ciudad en la que Pablo vive con sus padres, la trama reconstruye literalmente la vida del soldado, su lucha interna al verse disminuido en sus capacidades físicas, la actitud valiente de su padre al querer incorporarse como corredor de atletismo, para hacerle un homenaje a su hijo.
Como una derivación del corrido Adelita, el título de la pieza refleja acaso el escenario al que se enfrentan personas jóvenes en países donde alistarse en el ejército representa una opción al estudio, a la violencia, a la exclusión social.
La esperanza, la solidaridad, el amor, la pregunta sobre quiénes seremos cuando estemos en las etapas finales de nuestras vidas. Todo eso confluye en un estilo narrativo simple y sin filtros, que es desarrollado por un personaje (el escritor) que termina siendo el mismo Juan Diego como único personaje real de la novela.
La obra está matizada con rituales, algunos de ellos apenas perceptibles para el ojo lector: la circularidad de la vida, proyectada en el colectivo “ los pájaros dormidos”, un grupo de personas adultas mayores que entrenan todas las mañanas en la pista del estadio de Envigado y que terminan asumiendo a Aníbal ( el padre de Pablo) como uno más del grupo; la voz de los sin voz que una vez más plantea los desafíos en sociedades tan injustas y desiguales como las nuestras; el baile ancestral Bullerengue, como una manera de fijar en la memoria ese ADN caribeño que baña las costas colombianas; el momento de buscar los cuerpos de las personas desaparecidas durante el conflicto.
Todo, absolutamente todo, hasta el momento de nuestra conversación en la Fiesta Nacional del Libro, fue un hermoso ritual que se prolonga a través de las páginas de este ejercicio narrativo.
De todos los temas abordados, el amor aparece reflejado en la esencia de las mujeres protagonistas: la madre de Pablo, que lucha constantemente por ver a su hijo conectado con la realidad y Estefanía, una mujer de la se enamoró en el campo de acción en Urabá, pero a la que paradójicamente nunca le pudo decir media palabra. Esas cosas raras del corazón que la razón no entiende.
No pude evitar los paralelismos que se me aparecieron entre el tema trazado por Juan Diego Mejía en su narración y las historias que se repiten en las movilidades humanas centroamericanas: el desplazamiento, las desapariciones, las personas migrantes que adquieren alguna discapacidad como producto de accidentes con el tren “La Bestia” y sus encuentros con los actores del crimen organizado.
En síntesis, esta novela me colocó en un escenario donde la subjetividad que se reconstruye está presente. Se me abre así mismo una ventana de lectura sobre las propias realidades centroamericanas que luego de los acuerdos de paz, han entrado en otros ejes donde violencias, autoritarismos y desigualdades continúan ensañándose contra las poblaciones más vulnerabilizadas.
También es una oportunidad de abordar desde la narrativa, los procesos que experimentan sociedades como las nuestras al tratar de reconstruirse subjetiva y colectivamente.
No leyó mal este título. Le parecerá que el autor de esta columna entró irremediablemente en el escenario de la frugalidad, la distopía, la pos verdad. No. Nunca.Espero nunca caer en ese atolondramiento del sentido que coloca, una vez lo repito, la forma por el fondo.
Cuando escuché esto que les voy a contar por primera vez, creí haber entendido otra cosa:por ejemplo, que era una acción humanitaria para recaudar fondos en favor de las personas que se movilizan a nivel global.
No. No escuché eso.
Por el contrario, la persona que comentaba a un grupo que asistimos a un interesante curso sobre migración y literatura remarcó sus palabras: se trata de un “desfile de alta costura que convierte la migración en espectáculo”.
Llamada paradójicamente“Nuda vida” (ese concepto acuñado por Giorgio Agamben para hacer referencia a la vida en su estado más primitivo, más simple) la muestra trabaja recreando prendas que son utilizadas por migrantes que cruzan de forma riesgosa esa región fronteriza ubicada en la frontera entre Colombia y Panamá denominada Tapón del Darién.
Si. No leyó mal.
Es una actividad organizada por el diseñador colombiano Ricardo Pava para estrenarse hace unos días en el Bogotá Fashion Week.En ella se presentarían diseños “inspirados” (no encontré otra palabra menos elegante para referirme a esto) en el dolor de los que caminan.
Nos compartieron un artículo que puede ser revisado en el sitio “La liga contra el silencio” escrito con rabia por su director Alejandro Gómez Dugand.En ese escrito denominado “Fashion Victims: migrantes convertidos en moda de Ricardo Pava”, el autor comparte algunos ejemplos de ciertas prendas incluidas en la muestra.
Leerlas produce una cierta sensación de asco por eso en que nos hemos convertido como especie. Por eso, sigo insistiendo, la forma nos está convirtiendo en esa generación que acabará con todos los sentidos de inteligencia que nos quedaban como especie humana.
Por allí aparece “el terra” (una mujer y un niño embarrados) el “azul necoclí y tantas otras irracionalidades incluidas en esta “muestra de prendas únicas” al decir de su creador.
En una época en la que coexistimos con el imperio del odio, la xenofobia y el racismo, esta irracionalidad vestida de moda nos deja atónitos.
Y sí.
No dejo de pensar que es un acto de barbarie del pensamiento.Por ello coincido con el autor del artículo cuando dice:
“Porque en medio del delirio en el que creemos que la pop-política es política, nos metemos en la locura de pensar que un evento organizado en el MET para las élites y desde las élites tiene algún tipo de relevancia social para quienes realmente están jodidxs. Y creemos que apoyar por medio de imágenes creadas con inteligencia artificial a una cadena que vende pollos fritos y comida chatarra es activismo”.
Es cierto. Ese mundo de la ficción que temimos alguna vez, está aquí. Y pareciera que para algunos, para muchos, la vida ciertamente no tiene sentido, no vale nada.
Estamos en una batalla sociocultural, ya lo hemos dicho en varias ocasiones. Costa Rica se ha descarrilado en su contrato social, en su proyecto, en su “vía” costarricense. Así lo comentamos en una reciente intervención en el IX Coloquio de Educación y Derechos Humanos celebrado en la Universidad Nacional, en la que actualizamos una reflexión sobre la clausura de la sociedad costarricense, que habíamos desarrollado durante la pandemia.
Al percatarnos, por ejemplo, que empezamos a ser una sociedad de “solos” por qué cada vez más se consolida el hogar unipersonal; al declararnos secuestrados por las presas donde se nos va la vida en ello; al percatarnos que el problema de seguridad es ya un asunto de derechos humanos indicado por la Comisión Interamericana de Derechos Humana en su último informe, al que el país entero, contando las universidades públicas, le hemos hecho oídos sordos… al constatar que preferimos un proyecto de sociedad comprometido con la estética de lo efímero, la superficialidad de la imagen, el imperio de lo dicho y no su sentido, empezamos a ver que algo anda mal.
Si.
El privilegio de la imagen y el mal gusto ha instalado una estética ruborizante y aniquiladora del pensamiento. Una sociedad cuya institucionalidad en materia cultural hace aguas (Ministerio de Educación, Ministerio de Cultura) deviene en esa ausencia de sentido para casi todo.
Una sociedad y ciertos proyectos de liderazgo, que desdeña las humanidades, las Ciencias Sociales y suprime la A de las artes en cualquier conjunto acrónimo, es una sociedad que se encamina a su aniquilamiento.
Al priorizar la forma (el color, la postura, el lenguaje no verbal) por el fondo, nos estamos clausurando como proyecto. Y no hablo solo de la gestión gubernamental que nos tiene a un paso del abismo. Me refiero a todas esas porosidades encartonadas que hoy refrenan y distancian al ser que piensa del ser que solamente asiente.
No se cuánto de saldo nos queda a nuestro haber. Siento que muy poco. Usémoslo para reconstruirnos, volver a sentirnos comunidad, profundizar el fondo y relegar la forma. Recontratarnos. Nos merecemos ser imaginados e incluidos con inteligencia.
El evento pasó inadvertido, quizá por que el primero de mayo fue más mediático lo ocurrido en la Asamblea Legislativa costarricense, con la elección del nuevo directorio encabezado de nueva cuenta por el diputado Rodrigo Arias.
Pasó desapercibido como suele pasar el arte y la cultura en tiempos neoliberales. Entre 2019 y 2022 el sector sufrió una reducción al presupuesto de cerca de un 13%. El último recorte fue brutal de cerca de 6.000 millones y fue legitimado como parte de las políticas de salvamento a las finanzas públicas costarricenses en el marco del impacto de la pandemia sanitaria global desarrollada por aquellos años.
Entre 2020 y 2022 el sector artístico paralizó sus encuentros presenciales: conciertos, presentaciones, museos, eventos fueron clausurados, obligando a las personas artistas a reinventarse desde las plataformas virtuales que por entonces empezaron a predominar como medio.
Fue un recurso, pero no suficiente.
Esta situación afectó a cerca de 45.000 personas que viven directamente de la actividad, cerca de un 2% de las personas ocupadas del país. Lo que no se dice a viva voz es que le generan un nada despreciable 2% del PIB al país, incluso por encima del 1% que generado a nivel mundial.
Lo que pasó desapercibido, casi anecdótico, fue la propuesta de la regidora liberacionista Marcela Quesada Zamora por el cantón de Escazú, de solicitar a las personas artistas de esa localidad que donaran su trabajo a las juntas educativas. Incluso apelando al “buen corazón” de muchos de ellos que estarían, según su visión, felices de trabajar sin paga.
Esta noción de la regidora es eco de una idea popular. Es común la creencia que la persona artista no vive. Por alguna extraña razón no se alimenta, no paga recibos ni alquileres. No es, digámoslo así, una subjetividad con derechos.
Quizá esta idea está arraigada bajo la la básica suposición que quien se dedica al arte lo hace como pasatiempo, como hobby. Y entonces surge la pregunta: ¿estas 45.000 personas que dependen directamente de su arte lo harán por puro divertimento?
En una época regresiva para el arte y la cultura, propuestas como la indicada poco contribuyen a fortalecer el sector. Bien harían autoridades nacionales e institucionales en volcar de nuevo su interés en considerar estas actividades como factores intrínsecos al cambio y el desarrollo.
Empezar por ahí: devolverle al sector artístico y cultural su dignidad como punto de partida.
En el número marzo-abril de este año de la Revista Nueva Sociedad (#236), el historiador francés Roman Huret, director de Estudios de la Escuela de Altos Estudios de las Ciencias Sociales (EHESS) reflexiona a propósito del creciente antiintelectualismo en la sociedad estadounidense, con ecos en algunas sociedades europeas como la francesa.
Argumenta que posiblemente para el caso estadounidense, la retórica “trumpiana” en contra de las universidades y sus académicos sea una dimensión a considerar, pero no la única.
Ubica el escenario en una batalla cultural mucho más amplia en la que la reconfiguración del espacio público, la producción de sentido y conocimiento en manos de la democracia digital y la destrucción del debate de las ideas a partir de la descalificación y la cancelación, han propiciado un agudo sentimiento contra las personas académicas, en términos generales.
Aunque es cierto. Plantea su reflexión a pensar las ciencias sociales en esa coyuntura. Pero la consideración bien valdría la pena extrapolarla al ámbito universitario público en los tiempos que nos tocó vivir, al menos en el caso costarricense.
Personalmente tengo clara la conducta anti-universidad de ciertos actores externos, porque su intención es clara. Pero sospecho más del enemigo interior que se mueve en sus raíces.
Ese que, por ejemplo, piensa que las ciencias sociales y el arte son conocimientos periféricos. Su razón instrumental es ciertamente compleja, llena de preguntas y matices.
No creo se trate solamente de un recurso ideológico, de una deriva cuya racionalidad se ubique solamente en las “ciencias duras”. Este “incómodo interno” se ha quedado sin referentes para debatir y eso tiene una razón.
Coincido con Jurgen Habermas, citado por Huret, cuando menciona el giro en la dimensión del espacio público a la cual ha dedicado tanta de su labor reflexiva. Lamenta Habermas que las discusiones y reflexiones de calidad hayan quedado relegadas al ámbito de las opiniones personales inmediatas. Ahora el trabajo intelectual ha sido subsumido por una producción de conocimiento digital, en el que “cualquiera o casi todos” pueden considerarse autores.
El desplazamiento del debate por el like y la pose en la imagen ha corroído los cimientos de la contribución académica. Específicamente hacia las ciencias sociales y las artes hay cierto descrédito que no solo proviene de los circuitos externos.
Eso es preocupante.
Desde hace 4 años acompaño a la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional en Costa Rica, en el ejercicio como vicedecano. Eso me ha permitido conocer su impacto y labor en la sociedad costarricense y más allá.
Son más de 300 personas académicas (hombres y mujeres) que desarrollan un permanente trabajo de confrontación y transformación de la realidad a partir de sus acciones en el campo de la docencia, la extensión y la investigación.
Nuestros compañeros y compañeras son referentes para la opinión pública. Constantemente predominan en medios como interlocutores emitiendo criterio argumentado y coherente.
Pensando en ese músculo vivo y latente, considero que es posible recuperar el original espacio público habermassiano que la pandemia, la atomización cultural y la fatiga crónica nos arrebataron. Eso sin contar nuestra propia batalla cultural que como país nos está enseñando la finalización de un proyecto de sociedad, construido a partir de la segunda mitad del siglo veinte.
El día 5 de mayo tuve el gusto de participar en la reapertura de la Cátedra de Pensamiento Critico Franz Hinkelamert en nuestra facultad. La disertación inicial del académico español David Sánchez Rubio no podría haber sido más oportuna, al reflexionar sobre la teoría y práctica de los derechos humanos, desde nuestra posición de privilegio como académicos.
La reflexión interesante, el público escaso. A esto se refiere Habermas con el giro en el espacio público. Hay que recuperarlo desde la presencialidad y el encuentro. Abrir el debate, la pulsión coloquial.
Porque al debate, ese debate, le antecede el pensar nuestra subjetividad académica, nuestras necesidades y aportes desde adentro, para salir a recrear esas dimensiones en el mundo real, lejos de las redes sociales y los reflectores.