El Observatorio de Bienes Comunes UCR realizó una producción para analiza el retroceso ambiental, en el que Costa Rica se encuentra sin voz en Ramsar, y cómo la vigilancia comunitaria se volvió la última frontera para su protección.
Mientras más de 180 países se reúnen en la COP15 para proteger los humedales del planeta, Costa Rica brilla por su ausencia. Entre 2022 y 2025, el gobierno de Rodrigo Chaves no actualizó ni un solo informe sobre los 12 sitios Ramsar del país.
Caribe Noreste, Térraba-Sierpe o Gandoca-Manzanillo están en riesgo, pero no hay reportes oficiales, pese a denuncias y evidencias. Esta omisión es parte de una política ambiental marcada por el silencio, la desregulación y el abandono institucional.
Este 2025 se conmemora el centenario del nacimiento de Frantz Fanon, psiquiatra, escritor y militante anticolonial nacido en Martinica. El Observatorio de Bienes Comunes de la Universidad de Costa Rica (UCR) ha publicado un artículo que recorre su legado, señalando cómo su pensamiento interpela las luchas actuales y exige coherencia entre palabra y acción.
A cien años de su llegada al mundo, su pensamiento no sólo conserva una vigencia inusitada, sino que sigue siendo una guía ética y política para los pueblos que resisten al racismo, el colonialismo y las múltiples formas de opresión que atraviesan el presente.
Fanon no solo fue un teórico radical del colonialismo y la subjetividad, fue un militante que vivió lo que escribió. En su obra “Piel negra, máscaras blancas” (1952), denunció cómo el racismo se incrusta en la subjetividad de las personas colonizadas, y cómo esa violencia simbólica las obliga a portar máscaras impuestas por la cultura blanca dominante.
En “Los condenados de la tierra” (1961), obra escrita poco antes de morir, afirmó que la violencia del colonizado no es gratuita ni irracional, sino una respuesta inevitable a la violencia estructural del colonialismo.
En la publicación el Observatorio destaca también su profundo compromiso político, ya que, renunció a su trabajo en el hospital psiquiátrico de Blida al no poder ser cómplice del régimen colonial francés, y se integró plenamente al movimiento de liberación argelino, asumió misiones diplomáticas y formó parte de una lucha que no era la “de su pueblo natal”, sino la de todos los pueblos colonizados del mundo. Fanon no defendía una causa local, sino una lucha humana y global contra la deshumanización.
Su pensamiento sigue interpelando las prácticas y discursos actuales: desde los movimientos indígenas hasta las juventudes precarizadas, desde las luchas contra el racismo ambiental hasta las búsquedas de salud comunitaria. La descolonización, advierte Fanon, no es solo una consigna académica o simbólica: es una ruptura concreta con las estructuras que jerarquizan vidas.
“El pensamiento de Fanon no se hereda; se activa en la práctica”, señala la nota.
Esta nota es una producción del Observatorio de Bienes Comunes de la UCR y del Colectivo Antonio Saldaña, quienes alzan la voz desde los territorios para denunciar cómo los sitios sagrados de los pueblos originarios se han convertido en escenarios de disputa, apropiación y mercantilización. Más que recuerdos estáticos del pasado, estas memorias son bienes comunes vivos que sostienen identidades, vínculos espirituales y formas comunitarias de habitar el mundo.
Según lo planteado en el artículo Sitios de memoria en disputa: cuando el recuerdo se convierte en “botín”, existe una creciente preocupación por la forma en que símbolos, territorios y saberes ancestrales son absorbidos por lógicas de consumo o por proyectos turísticos y estatales que ignoran —e incluso excluyen— a quienes los han custodiado históricamente. Las denuncias no solo se centran en la apropiación material de estos lugares, sino también en la manera en que sus sentidos originales son desplazados o trivializados.
Este testimonio colectivo constituye un llamado a reconocer las memorias indígenas como parte de un tejido vivo, que no puede ser reducido a adorno ni convertido en mercancía. La defensa de estos espacios no es solo una causa simbólica, sino una forma concreta de resistir al despojo, de afirmar la dignidad de los pueblos y de reclamar el derecho a nombrar, recordar y habitar el territorio desde sus propias cosmovisiones.
Desde el Observatorio de Bienes Comunes y el Colectivo Antonio Saldaña se invita a reflexionar y sumarse a la defensa de las memorias como parte de los bienes comunes culturales y espirituales de los pueblos.
Una producción del Observatorio de Bienes Comunes UCR expone una denuncia que exige la nulidad de la Ley 9223 por favorecer intereses inmobiliarios y amenazar el equilibrio ecológico del Refugio Nacional de Vida Silvestre Gandoca Manzanillo.
El pasado 11 de julio de 2025, la Asociación para el Desarrollo de la Ecología presentó una solicitud formal ante la Contraloría General de la República, la Procuraduría General y la Defensoría de los Habitantes para que se anule por completo la Ley 9223, conocida como “Ley de Reconocimiento de los Derechos de los Habitantes del Caribe Sur”. La organización argumenta que esta norma fue aprobada con vicios legales, sin sustento técnico, y que su verdadero efecto ha sido abrir paso a la urbanización de un sitio Ramsar de importancia internacional.
De acuerdo con Marco Levy Virgo, presidente de la Asociación, la ley permitió la desafectación de más de 400 hectáreas de bosque y humedal, así como la emisión de más de 200 permisos de uso sin controles ambientales adecuados. Esta situación ha generado impactos graves sobre el ecosistema y ha sido objeto de múltiples advertencias por parte de entidades técnicas y jurídicas.
Entre los documentos que respaldan la solicitud destacan un informe del Tribunal Ambiental Administrativo de 2011, que documenta tala, drenaje y fraccionamiento en 9.1 hectáreas de bosque húmedo tropical; un análisis jurídico del SINAC de 2019, que advierte la falta de expediente técnico para sustentar la ley; y el oficio TAA 0-361-2023, que confirma impactos persistentes en la finca Puket, uno de los casos más emblemáticos de irregularidades.
Aunque la Ley 9223 fue promovida como una forma de reconocer los derechos históricos de pobladores afrodescendientes en la zona, la denuncia sostiene que en la práctica ha facilitado una expansión inmobiliaria que amenaza la biodiversidad y viola principios internacionales de conservación.
La producción del Observatorio de Bienes Comunes subraya también la ausencia de acciones concretas por parte de las instituciones responsables y hace un llamado a fortalecer la vigilancia comunitaria como herramienta para la defensa del patrimonio natural.
Le invitamos a visitar la página del Observatorio y compartir esta información para seguir visibilizando las amenazas sobre los bienes comunes de Costa Rica.
Con el objetivo de desmontar narrativas dominantes, visibilizar resistencias socio territoriales y fortalecer las herramientas de análisis colectivo frente al proceso electoral que se avecina, se llevará a cabo el curso-taller “Elecciones 2026: herramientas para la lectura crítica de propuestas socioambientales”.
Este curso se realizará de forma presencial en la Universidad de Costa Rica, San Pedro, los días del 8 al 29 de agosto y el 5 de septiembre de 2025, en horario de 9:00 a.m. a 12:00 md. Está dirigido a personas integrantes de colectivos, organizaciones y público en general interesado en la defensa del territorio y los bienes comunes.
El cupo del curso es limitado. Las inscripciones estarán abiertas del 11 de julio al 4 de agosto, mediante el formulario disponible en:
Esta nota comparte una producción del Observatorio de Bienes Comunes de la Universidad de Costa Rica, a partir del trabajo del Colectivo Antonio Saldaña.
El pasado 5 de julio, en una jornada cargada de memoria y lucha, el Colectivo Antonio Saldaña conmemoró el legado de Pablo Presbere y Antonio Saldaña, figuras centrales de la resistencia indígena en Costa Rica. La actividad no fue solo un acto simbólico: fue un ejercicio político y comunitario de afirmación cultural y territorial. Desde la región Bribri-Cabécar de Talamanca, la memoria viva se convirtió en acción colectiva.
El artículo disponible en el sitio del Observatorio explora cómo estos referentes históricos continúan inspirando luchas por la autonomía de los pueblos originarios, el derecho a la tierra y la descolonización del pensamiento. A través de textos, imágenes y participación comunitaria, la conmemoración permitió revitalizar preguntas fundamentales: ¿Qué significa hoy defender el territorio? ¿Cómo se ejerce la soberanía cultural frente a las amenazas del olvido institucional?
Presbere, símbolo de la resistencia contra la colonización en el siglo XVIII, y Saldaña, defensor de los pueblos indígenas en las primeras décadas del siglo XX, encarnan un legado que continúa vigente. El texto hace un recorrido por sus vidas, sus luchas, y la forma en que sus nombres abren camino para nuevas generaciones que exigen justicia histórica, memoria digna y defensa de la vida colectiva.
Desde el presente, las comunidades reafirman que sin autonomía no hay justicia, sin memoria no hay futuro y sin territorio no hay vida.
Esta nota forma parte de una producción audiovisual realizada por el Observatorio de Bienes Comunes de la Universidad de Costa Rica (UCR), en colaboración con comunidades organizadas en los Estados Unidos. El trabajo documenta una experiencia inspiradora de lucha popular por el derecho a la vivienda en una de las ciudades más desiguales del mundo: Los Ángeles, California.
En medio de una profunda crisis habitacional global, donde millones enfrentan desalojos, rentas impagables y condiciones indignas, el Sindicato de Inquilinos de Los Ángeles se ha convertido en un referente de resistencia urbana, organización comunitaria y poder popular. Esta producción recoge los testimonios de personas migrantes, trabajadoras e inquilinas que, cansadas de los abusos de propietarios y el abandono de las autoridades, decidieron organizarse para defender sus hogares, sus derechos y sus comunidades.
Desde barrios como Boyle Heights, Koreatown y el Valle de Sacramento, las voces protagonistas relatan cómo la falta de regulación al mercado inmobiliario ha dejado a miles en riesgo constante de desalojo. “Vivimos en una ciudad donde más del 60 % de las personas alquilan, pero las decisiones se toman para beneficiar a los dueños”, denuncia Cristina Sánchez Juárez, cofundadora del sindicato. “Formamos este movimiento porque no había una voz que nos representara. No se trata solo de sobrevivir al desalojo, se trata de construir comunidad”.
El video retrata cómo el sindicalismo inquilino, basado en principios de educación popular, autonomía organizativa y solidaridad barrial, ha permitido a estas comunidades no solo resistir desalojos, sino organizar huelgas de renta, recuperar espacios comunes y transformar el miedo en poder colectivo. “Nos están expulsando de nuestras casas, de nuestras ciudades, de nuestra historia”, expresa Daniela Líez, vecina de Boyle Heights. “Pero al unirnos, aprendimos que no estamos solas. El sindicato no es solo para enfrentar emergencias, es un espacio de formación, de acompañamiento y de transformación social”.
Además de visibilizar los impactos de la crisis inmobiliaria en los sectores populares y migrantes, el documental establece un puente con las experiencias organizativas en Centroamérica, particularmente en Costa Rica. Durante su visita, miembros del sindicato participaron en espacios de intercambio con comunidades locales, reconociendo en la pedagogía popular un pilar fundamental para sostener procesos de largo plazo. “Venimos a aprender de las luchas que se han tejido en este territorio. Necesitamos construir redes que trasciendan fronteras”, comparten.
A diferencia de las ONG tradicionales que operan dentro de marcos institucionales, el sindicato apuesta por una organización independiente y radicalmente democrática, donde las decisiones surgen de las asambleas y donde la participación de las juventudes es clave para proyectar el movimiento hacia el futuro. “Queremos cambiar la mentalidad de ser inquilinos sin derechos. La vivienda no es una mercancía, es un derecho humano”, afirman. “Y este movimiento está creciendo, porque las personas ya no están dispuestas a aceptar la injusticia como normal”.
Este trabajo forma parte del compromiso del Observatorio de Bienes Comunes de la UCR, un espacio académico y comunitario que busca visibilizar las luchas sociales, territoriales y urbanas por la defensa de los derechos colectivos y la justicia socioambiental.
Este material fue producido por el Observatorio de Bienes Comunes de la Universidad de Costa Rica y este indica que un reciente análisis alerta sobre una modificación normativa que elimina los límites fijos de plaguicidas en el agua potable en Costa Rica. A través de un lenguaje técnico y regulatorio, el cambio introduce una nueva forma de gestión “caso por caso” que, según el Observatorio, reduce los estándares de protección de la salud pública y beneficia intereses agroindustriales.
El artículo señala que esta transformación regulatoria se enmarca en una lógica de regresión ambiental, donde se desmantelan conquistas históricas en materia de derecho al agua y protección del bien común. La flexibilización de los controles ocurre en un país donde ya existen casos documentados de contaminación de fuentes de agua por agroquímicos, lo que afecta de forma directa a comunidades rurales y periurbanas.
Además, se cuestiona la falta de participación pública y transparencia en el proceso de modificación del reglamento. El Observatorio advierte que la lógica técnica utilizada para justificar la medida encubre una decisión política que responde a sectores económicos con influencia institucional, debilitando la capacidad del Estado de garantizar el acceso seguro al agua como derecho humano.
En muchas regiones rurales de Costa Rica, el imaginario dominante ha instalado la agroindustria —piña, caña, ganadería extensiva— como la única forma viable de trabajo agrícola. Esta percepción no es casual: responde a décadas de políticas públicas que han privilegiado el agronegocio sobre los modelos campesinos, diversificados y sostenibles.
Sin embargo, esta visión presenta grietas profundas. La experiencia de las mujeres campesinas de Nueva Esperanza, en Caño Negro, Los Chiles, es un ejemplo claro de que otro modelo es posible. Organizadas en la Asociación de Mujeres Productoras Orgánicas de Nueva Esperanza, durante más de dos décadas cultivaron colectivamente una finca que transformaron en un espacio de vida, trabajo digno y organización comunitaria. Bajo principios de agricultura orgánica, este terreno se convirtió en un verdadero “pulmón de la esperanza” para la región.
Desde febrero de 2022, sin embargo, enfrentan un proceso de despojo progresivo. Personas y familias, supuestamente respaldadas por la Asociación de Desarrollo Local, comenzaron a ocupar la finca, revendiendo lotes e interviniendo con violencia simbólica y material el proyecto colectivo. Esto culminó en un desalojo de facto: las mujeres perdieron acceso a sus tierras, construcciones y documentos, mientras presenciaban la destrucción de cercas vivas y estructuras construidas con años de esfuerzo.
El caso de Nueva Esperanza revela no solo la fragilidad jurídica de las iniciativas campesinas, sino también la urgencia de replantear el rumbo del desarrollo rural en Costa Rica. Frente a un modelo hegemónico que concentra tierras y externaliza costos sociales y ambientales, experiencias como esta demuestran que sí existen alternativas que generan alimento, cuidado del territorio, salud ambiental y comunidad.
Nueva Esperanza: sembrar alternativas en medio del monocultivo
Durante más de 20 años, un grupo de mujeres campesinas organizadas desarrolló una experiencia agroecológica ejemplar en Caño Negro, Los Chiles. Transformaron una finca en un espacio productivo y formativo, donde se cultivaba sin agroquímicos, se protegían humedales y se promovía la soberanía alimentaria.
Esta iniciativa no solo mostró que es posible producir sin destruir: también demostró que el campo puede ofrecer empleos dignos, liderados por mujeres, con impactos positivos tanto en lo social como en lo ambiental.
Pero esta historia, lejos de ser celebrada y fortalecida, fue debilitada por el abandono estatal.
El Estado que no llega… o llega tarde
Desde 2022, la finca de Nueva Esperanza ha sido progresivamente despojada. Personas externas, supuestamente con respaldo de la Asociación de Desarrollo Local, ingresaron al terreno, revendiéndolo por lotes y destruyendo la infraestructura colectiva construida con esfuerzo comunitario y apoyo institucional.
A pesar de múltiples denuncias, gestiones y una orden judicial de desalojo, el Instituto de Desarrollo Rural (INDER) no ha actuado para restituir los derechos de las mujeres campesinas. La falta de titulación, de acompañamiento legal y de voluntad política ha dejado esta experiencia —como tantas otras— a la deriva.
Esta inacción no es una excepción: es parte de un patrón más amplio de desatención estructural. Diversos informes y estudios destacan las barreras que enfrentan las mujeres rurales en Costa Rica:
Acceso a la tierra: Solo el 15,6% de las fincas en el país están a nombre de mujeres, representando apenas el 8,1% de la superficie total de las fincas registradas por personas físicas (PNUD, 2022).
Acceso al crédito: En regiones como la zona sur del país, apenas entre un 7% y un 19% de los agricultores accedieron a crédito en el último año. En el caso de las mujeres, solo el 2% pudo hacerlo (Land Portal, 2023).
Asistencia técnica: Solo el 3,1% de los campos dirigidos por mujeres reciben asistencia técnica. Además, apenas el 38,4% de las organizaciones lideradas por mujeres tienen acceso al crédito, frente al 61% de aquellas dirigidas por hombres (FAO, 2023).
Estos datos reflejan que, más allá del discurso institucional, la desigualdad de género en el campo persiste en múltiples dimensiones: acceso a tierra, financiamiento, asistencia técnica y participación efectiva en los sistemas productivos.
Una contradicción estructural
Mientras se habla de «descarbonización» y de «paz con la naturaleza», el modelo que predomina en el campo es extractivista, contaminante y concentrador de tierras. El discurso oficial impulsa la agroecología como alternativa, pero no le otorga recursos, ni tierras, ni políticas públicas eficaces.
En la práctica, existe una tendencia estructural a priorizar la agroindustria en la asignación de recursos públicos, dejando a la agricultura familiar y campesina —donde las mujeres desempeñan un papel central— en una situación de marginalidad y vulnerabilidad.
Lo que se está consolidando es una visión falsa: que la agroindustria es la única actividad rentable, y que todo lo demás es nostalgia rural. En ese marco, experiencias transformadoras como la de Nueva Esperanza quedan invisibilizadas, desprotegidas o directamente atacadas.
¿Qué está en juego?
Defender modelos agrícolas alternativos no es un gesto romántico. Es una necesidad urgente frente a la crisis climática, la inseguridad alimentaria y el deterioro social en las zonas rurales.
La agroecología no es solo una técnica: es una apuesta política, social y ambiental por otro tipo de campo. Uno que cultiva vida, no monocultivos.
Costa Rica tiene en sus comunidades rurales el conocimiento, la experiencia y la voluntad para construir un modelo agrícola justo y sostenible. Lo que falta es voluntad institucional para reconocerlo, protegerlo y hacerlo crecer.
Como parte de los monitoreos realizados por Philippe Vangoidsenhoven, se documenta el caso de la tala “legal” de un humedal que terminó convertido en un parqueo, proceso que ha seguido desde 2020.
Frente al conocido bar de Puerto Viejo, en plena Zona Marítimo Terrestre (ZMT), se ha venido consolidando en los últimos años una transformación acelerada del territorio que pone en jaque los humedales costeros y los ecosistemas que sostienen la vida en esta región del Caribe sur.
Un conjunto de imágenes tomadas entre 2020 y 2025 dan cuenta de un proceso silencioso pero sistemático: primero la tala “legal” de árboles, luego el relleno progresivo del humedal, seguido del aplanamiento del terreno y finalmente, la consolidación de un parqueo para clientes de un local comercial ubicado directamente en la franja costera. Las imágenes muestran desde la presencia de maquinaria pesada (bajop y vagonetas), hasta árboles cortados en rebanadas y el suelo nivelado.
Aunque existía un permiso de tala, este estaba limitado al corte de seis árboles, autorizado mediante el oficio SINAC-ACLAC-SRLT-058-2020, emitido el 25 de febrero de 2020. El documento justifica la tala argumentando “eminente peligro para la infraestructura de viviendas vecinas” y señala que los árboles presentaban “estado senil” con “huecos en la base de sus fustes”.
Sin embargo, el permiso no autoriza relleno de humedal ni transformación del terreno para uso comercial o parqueo. Lo que ha ocurrido después muestra un uso desmedido de la legalidad para fines distintos a los justificados inicialmente. Lo que empezó como una medida preventiva se convirtió en una excusa para avanzar sobre un espacio que debería estar protegido.
El último acto visible de esta cadena de transformaciones ha sido la renovación total del bar, una estructura que no solo se encuentra en plena ZMT, sino que fue recientemente “clausurada”, aparentemente por autoridades competentes. A pesar del sello, testigos han reportado que el local continúa funcionando con normalidad, especialmente durante las noches y fines de semana.
En el frente del local, sacos con arena fueron colocados para contener el avance del mar, lo cual evidencia que el bar se encuentra tan cerca de la playa que el oleaje toca su infraestructura. La intervención ha sido ejecutada sin transparencia y sin consultas públicas visibles, y ha generado serias dudas entre personas de la comunidad sobre la legalidad de las obras.
¿Cómo comenzó todo? Permiso firmado, árboles sanos: lo que revela una inspección ciudadana
El caso de transformación del humedal en Puerto Viejo no es aislado ni reciente. Philippe Vangoidsenhoven, quien ha documentado con rigurosidad este proceso desde 2020, también ha vivido en carne propia cómo la legalidad ambiental se invoca como coartada, incluso cuando la realidad visible contradice el papel firmado. Su testimonio sobre un evento de tala en zona aledaña al humedal ilustra con claridad el problema estructural.
“Era una tabla de seis árboles. Las personas contratadas empezaron a talar, con un permiso debidamente firmado por un ingeniero forestal”, relata Philippe. Cuando vecinos alertaron y llamaron a la policía, esta llegó al sitio, pero se declaró sin capacidad de intervenir debido al permiso presentado. “Lo entiendo, porque la policía no es experta en este tema y todavía confían en lo que dicen los ingenieros forestales. Si ven un documento firmado que dice que los árboles tienen huecos o están enfermos, lo dan por válido. Pero resulta que, cuando grabamos, todos los árboles estaban completamente sanos”.
Ante la inacción policial, Philippe avisó a la Fiscalía Ambiental. Esta le indicó que ya habían enviado una patrulla, pero él permaneció en el lugar sin que nadie llegara. “Llamé de nuevo a la fiscalía y les dije: ‘Aquí estoy, esperando’. Se sorprendieron porque, según ellos, la policía ya había llegado. El fiscal colgó, y menos de diez minutos después llegó la patrulla”.
Uno de los oficiales bajó de la patrulla con la cabeza agachada, como avergonzado. “Dijo: ‘Pero si nosotros ya vinimos. Ellos tienen permiso. ¿Usted no es Felipe?’ Le respondí que sí, que yo había avisado que iba a estar ahí esperando”. Philippe ingresó entonces al terreno acompañado por un oficial. “Encontramos a los trabajadores en el último árbol”.
La intervención policial logró paralizar la tala justo a tiempo. “Incluso el encargado dijo: ‘Déjenos terminar, solo falta un árbol’. Para él era solo un trabajo más. Así lo ven todos los madereros: talar seis árboles es como hacer un caminito”.
Días después, funcionarios del SINAC constataron lo que Philippe había advertido desde el inicio: “Ninguno de los árboles tenía huecos ni enfermedades. Todos estaban al 100%. Y ahí empezó la bronca”.
Philippe ha señalado públicamente la responsabilidad ética de ciertos ingenieros forestales que —según su testimonio— firman permisos sin verificar adecuadamente las condiciones del sitio. Menciona que el profesional responsable de este permiso también aparece en otros casos similares, como en Gandoca-Manzanillo (caso conocido por la prensa). “Está dando permisos por todo lado. Y así es como están pagando por permisos cuestionables en todas partes”.
Este relato también pone en evidencia una falla común en las instituciones: la aceptación automática de permisos sin verificación en campo. “Por ejemplo, en el caso de la bomba de la planta de tratamiento de aguas negras, que se encuentra a la par de este territorio, ni siquiera visitaron el sitio. Solo abrieron la computadora, vieron que estaba fuera de un humedal inscrito y ya. Pero en realidad, era un humedal”.
La negligencia institucional no es menor. “La misma persona del MINAE me llamó para decirme: ‘No, Felipe, tranquilo, esta gente tiene permiso’. Pero no era cierto”. Esta confianza ciega en documentos, combinada con la interpretación limitada de las leyes, permite que los daños avancen con aparente legitimidad. “Tienen esa idea errónea de que solo los humedales inscritos están protegidos. Y no es así. La ley dice que todos los humedales en Costa Rica están protegidos, inscritos o no. Costa Rica firmó el convenio Ramsar y está obligada a protegerlos”.
De árboles seniles a parqueos turísticos: la trampa del permiso de tala
Uno de los elementos más preocupantes de este caso es la forma en que un permiso técnico —otorgado con el argumento de prevenir una amenaza— termina habilitando una transformación profunda del ecosistema para fines totalmente distintos a los autorizados.
El oficio SINAC-ACLAC-SRLT-058-2020, emitido el 25 de febrero de 2020, autorizaba la tala de seis árboles debido a un presunto “eminente peligro para infraestructura vecina” y por el “estado senil” de los árboles. En ningún momento se autoriza la alteración del terreno, relleno del humedal ni la construcción o renovación de infraestructura comercial.
Y, sin embargo, lo que siguió fue:
Tala de los árboles, pero con maquinaria y logística que evidencian planificación para otras intervenciones.
Relleno con material de acarreo, nivelación del suelo y disposición para parqueo vehicular.
Evidencia de sacos con arena frente a una estructura del bar, en pleno dominio público.
Y, finalmente, la continua operación de un espacio comercial con infraestructura renovada, a pesar de aparentes sellos de clausura.
Esta secuencia muestra una clara disociación entre el acto autorizado y el uso final, una estrategia que ya ha sido señalada en otros casos donde los permisos de tala, desmonte o remodelación funcionan como puertas de entrada para proyectos turísticos o inmobiliarios encubiertos.
Más allá de la irregularidad puntual, esto evidencia una falla estructural en la vigilancia ambiental y en la coherencia entre la legalidad técnica y la defensa de los bienes comunes. Un árbol talado no es solo un riesgo eliminado, sino el punto de partida de una cadena de hechos que termina por desplazar la vida y la memoria del lugar.
20242023
¿Qué está en juego aquí?
Lo que ocurre frente a este bar no es un caso aislado, sino una manifestación local de un patrón más amplio: la conversión paulatina de territorios ecológica y culturalmente valiosos en zonas comerciales para el turismo masivo, en detrimento de las personas que históricamente han habitado y cuidado estos lugares.
Cuando se tala un humedal, se rellena un manglar o se urbaniza una playa, no solo se destruye un ecosistema: se desplaza a comunidades locales, se encarecen los precios del suelo, se restringe el acceso a bienes comunes y se modifican las formas de vida. En el Caribe sur costarricense, esto se traduce en:
Incremento del valor de la tierra, lo que presiona a familias locales a vender o abandonar sus terrenos ante la imposibilidad de sostener los costos de vida.
Desplazamiento indirecto, donde las personas ya no pueden alquilar, acceder a servicios o mantener negocios locales frente al avance de un modelo turístico extractivo.
Privatización del espacio público, como lo muestran casos donde zonas de playa —que por ley deben ser de libre acceso— terminan ocupadas por bares, parqueos o estructuras “renovadas” que benefician a inversores externos.
Transformación cultural acelerada, que borra las prácticas comunitarias, el uso tradicional del territorio y el conocimiento ecológico local.
Debilitamiento del tejido social, cuando se rompe el sentido de pertenencia a un territorio por la imposición de lógicas de consumo y ganancia rápida.
Todo esto ocurre bajo un discurso de “desarrollo” que en realidad beneficia a unos pocos y deteriora el derecho colectivo a habitar y cuidar el territorio. La legalidad, si no se articula con una visión ecosistémica y social, se convierte en un instrumento ciego que normaliza el despojo a través de papeles, sellos y tecnicismos.
Humedales intervenidos, ecosistemas colapsados
La alteración de un humedal costero —como la tala de árboles, el relleno con materiales de acarreo y la posterior construcción de infraestructura— implica una ruptura profunda en el funcionamiento ecológico del territorio. Estos ecosistemas, que en apariencia pueden parecer terrenos “inútiles” o “encharcados”, son en realidad zonas clave para la salud del litoral y el equilibrio climático.
Entre las funciones ecológicas que cumplen los humedales están:
Filtración de contaminantes: actúan como esponjas naturales que limpian el agua antes de que llegue al mar.
Regulación hídrica: amortiguan inundaciones, absorben el exceso de agua durante lluvias fuertes y recargan acuíferos.
Hábitat de biodiversidad: son refugio para aves, anfibios, insectos, reptiles y muchas especies en peligro, algunas endémicas del Caribe costarricense.
Captura de carbono: su vegetación y suelos almacenan grandes cantidades de carbono, ayudando a mitigar el cambio climático.
Conectividad ecológica: forman corredores entre ecosistemas costeros, marinos y terrestres, facilitando el flujo de especies y nutrientes.
Cuando un humedal es rellenado con tierra o arena, estas funciones colapsan. El agua deja de circular, los suelos se compactan, la vegetación nativa muere, y con ello desaparecen los servicios ecosistémicos que el humedal ofrecía. En este caso específico, el uso del espacio como parqueo para un bar frente al mar, además de romper el ciclo natural del agua, aumenta la contaminación local, eleva las temperaturas del suelo y reduce la capacidad del ecosistema para adaptarse al cambio climático.
La instalación o renovación de infraestructura dentro o adyacente a humedales interrumpe también los ritmos naturales del mar, agrava la erosión costera y muchas veces exige intervenciones artificiales (como sacos de arena o muros de contención) que, lejos de resolver los problemas, los trasladan hacia otras áreas del litoral.
Además, al construir sobre un humedal se produce un encubrimiento simbólico: se borra su identidad ecológica y cultural, y se reemplaza por una lógica de uso “productivo” que invisibiliza el valor del ecosistema vivo. En el imaginario urbano-turístico, el humedal se transforma en “terreno disponible”, y lo que antes era un espacio biodiverso pasa a ser visto como un obstáculo al “desarrollo”.
Este tipo de intervención, cuando se repite a lo largo del litoral, fragmenta los ecosistemas costeros, genera islas ecológicas desconectadas y deja a muchas especies sin posibilidad de desplazamiento ni reproducción. A largo plazo, esto compromete la resiliencia de todo el paisaje costero, y agrava los efectos de fenómenos climáticos extremos.
En definitiva, cada metro de humedal rellenado no es solo una pérdida local, es una fractura en la relación entre las comunidades y la vida que sostiene sus territorios.