Ir al contenido principal

Etiqueta: redistribución de la riqueza

Cuando los superricos no pagan, la sociedad se arruina

Welmer Ramos González
Economista

La evidencia desmiente lo que la política repite con fe ciega.

Durante décadas se nos ha vendido, casi como una ley natural, que bajar los impuestos a los muy ricos impulsa el crecimiento y beneficia a toda la sociedad. Se trata de un mantra vacío que resuena en campañas electorales, tertulias televisivas y discursos de “expertos” de ocasión. Esther Duflo y Abhijit V. Banerjee, premios Nobel, lo exponen con claridad en el libro Buena Economía para Tiempos Difíciles: es una idea muerta que sigue caminando porque a muchos les conviene mantenerla viva.

El guion es siempre el mismo: “si los millonarios pagan menos impuestos, invertirán, innovarán y crearán empleo”. Una historia cómoda para quienes ya están arriba, pero incompatible con los hechos. Entre 1936 y 1964, Estados Unidos mantuvo tasas marginales del impuesto sobre la renta entre el 77% y el 90%. ¿El resultado? El país no se hundió; creció, se industrializó, innovó y se consolidó como potencia mundial. Desde entonces, las tasas han caído hacia el 30%, sin que el crecimiento se haya acelerado. Las rebajas fiscales solo enriquecieron a quienes ya lo eran.

Los ejemplos abundan. Clinton subió impuestos y la economía se expandió. Bush los bajó y lo único que aumentó fue el déficit fiscal. El estado de Kansas implementó una reducción tributaria radical entre 2012 y 2013: prometieron un boom económico y obtuvieron un colapso fiscal que obligó a cerrar escuelas y a recortar servicios esenciales. Hubo cero crecimiento y un enorme daño social.

La evidencia académica es igualmente contundente. Un estudio citado por Duflo y Banerjee, realizado por la Universidad de Chicago sobre 35 reformas tributarias en Connecticut desde la Segunda Guerra Mundial, demostró que reducir impuestos al 10% más rico no mejora empleo ni ingresos, mientras que aliviar la carga al 90% restante sí impulsa la economía. Es simple: cuando la mayoría tiene poder adquisitivo, la economía se mueve. Cuando se engorda a los superricos, el dinero termina en ahorro o en especulación financiera.

Aun así, la política insiste en defender este dogma sin sustento. La reforma fiscal de Donald Trump en 2017 —que redujo la tasa corporativa del 35% al 21%— es prueba suficiente: no hubo incremento en inversión ni en producción. Sí hubo, en cambio, caída en la recaudación y aumento en la desigualdad. Los datos no mienten; los discursos, sí.

Lo más llamativo es que funcionarios, consultores y opinadores sigan defendiendo estas rebajas como si fueran pociones mágicas. Hablan de “crecimiento potencial” sin una sola cifra que los respalde. Repiten el dogma porque creen en él o porque les conviene creer. Cuando la evidencia los contradice, la descartan como si se tratara de un error metodológico. Así es como la economía se convierte en religión.

Mientras tanto, la realidad grita lo que la ideología se niega a oír: las sociedades más prósperas —Suecia, Finlandia, Dinamarca, Países Bajos— combinan impuestos altos con Estados robustos. Y también combinan bienestar, movilidad social, cohesión, infraestructura, ciencia y estabilidad. No es coincidencia; es causalidad.

Los impuestos no son un castigo: son el precio de vivir en un país que funciona. Sin ellos no hay educación pública, salud, carreteras, seguridad, justicia independiente ni oportunidades reales. La pregunta no es si debemos pagar impuestos, sino qué tipo de país queremos construir.

El caso costarricense: un modelo tributario que premia la elusión

En Costa Rica, se ha consolidado un modelo que favorece a las empresas de mayor tamaño —particularmente al 1% de mayor facturación— mediante menores cargas impositivas y amplias exoneraciones. La existencia de portillos legales permite la elusión mediante el traslado de compañías al Régimen de Zonas Francas, la desviación de utilidades hacia jurisdicciones de baja tributación, el uso de una territorialidad extrema que desvincula el impuesto del verdadero origen de los fondos y la permisividad con estructuras corporativas radicadas en paraísos fiscales.

El resultado es un sistema desigual que expone a las pequeñas y medianas empresas a una competencia desleal devastadora, mientras el país no muestra mejoras significativas en crecimiento económico ni en sofisticación productiva. Se ha premiado la ingeniería fiscal, no la innovación ni la inversión real.

Una estructura tributaria que castiga a la mayoría y privilegia a unos pocos

Hoy en Costa Rica, quienes sostienen el funcionamiento cotidiano del país, son las pymes, las personas trabajadoras por cuenta propia, los asalariados y, en general, la ciudadanía; esos son quienes cargan con la mayor proporción de los impuestos. El problema no es técnico; es ético y político. Mientras la mayoría cumple, ciertos grupos empresariales con facturaciones superiores a los ¢20.000 millones anuales han aprendido a no pagar, aprovechándose de portillos legales y de asesorías diseñadas para erosionar la base tributaria. No contribuyen al país que les permite operar; extraen de él.

Amparados en vacíos normativos y en un ecosistema de consultores sin escrúpulos, han logrado operar como verdaderos parásitos fiscales, disfrutando de una posición de privilegio que —además de esa desigualdad obscena— resulta ofensiva para cualquier noción de justicia económica. Manipulan regímenes fiscales especiales hasta prostituir su propósito original, convirtiéndolos en plataformas de ingeniería contable destinadas a evadir responsabilidades.

El resultado es una competencia desleal brutal: las pymes deben enfrentar el mercado pagando lo que la ley exige, mientras algunos grandes capitales compiten con reglas diseñadas —o toleradas— para favorecerlos. El país premia la elusión sofisticada en lugar del esfuerzo productivo; la contabilidad creativa en vez de la innovación; el privilegio en vez del mérito.

Los datos recientes lo confirman

Las cifras del Ministerio de Hacienda muestran que, mientras en 2024 la producción creció con fuerza y los ingresos tributarios aumentaron en casi todos los rubros, ocurrió un hecho revelador: los impuestos sobre la renta pagados por las personas jurídicas (particularmente los grandes contribuyentes) cayeron.

Esto es consecuencia directa de las reformas legales impulsadas por la Asamblea Legislativa y el Poder Ejecutivo para reforzar el concepto de territorialidad, que permite trasladar utilidades generadas en Costa Rica hacia el exterior y simular que se obtienen en territorios de baja tributación. Esos privilegios no solo distorsionan la competencia, sino que debilitan la capacidad del Estado para financiar los bienes públicos indispensables para un crecimiento equilibrado y sostenible.

Lo más grave es que —como lo demuestran Duflo y Banerjee— estas rebajas fiscales no producen crecimiento económico, ni en Estados Unidos ni en Costa Rica. Solo generan desigualdad, pérdidas fiscales y una peligrosa ilusión de prosperidad.

Costa Rica necesita valentía política

La idea de que los impuestos bajos para los multimillonarios generan desarrollo es un mito tóxico. Lo sorprendente no es que siga circulando; lo sorprendente es que aún haya quienes lo defiendan con seriedad.

La economía progresa cuando se invierte en la gente, no cuando se subsidia a quienes ya lo tienen todo. La ciencia económica ya dio su veredicto. Lo que falta ahora es que la política —y especialmente quienes aspiran a gobernar Costa Rica— dejen de repetir supersticiones y tengan la valentía de enfrentar el modelo impositivo con seriedad, coherencia y datos.

El país necesita líderes capaces de romper con los dogmas, no de repetirlos.

DE MAL EN PEOR

Oscar Madrigal

En estas fiestas de fin de año no seguí el consejo de la película “No mirar arriba” cuando dice que hay que dejar de leer y ver “noticias de mierda” (el lenguaje es de la película).

El diario La Nación publica en esos días dos artículos (iba a escribir informaciones, pero luego me arrepentí porque podría ser un atrevimiento). La primera es acerca de un estudio que realiza el economista Andrés Fernández, del grupo la Academia sobre la desigualdad en Costa Rica y el segundo una respuesta de la Caja al ministro de Hacienda. Ambos llaman la atención.

Sobre la desigualdad se recuerda que, según datos del Banco Mundial de 99 naciones, Costa Rica está entre los primeros 10 más desiguales y ocupa el primer lugar en desigualdad de ingresos de los países de la OCDE. No son informaciones que nos enorgullezca como país; es una vergüenza que señala el fracaso del modelo neoliberal.

El estudio del señor Fernández se reduce a estudiar la desigualdad únicamente entre los salarios de los trabajadores y concluye que la pandemia ha aumentado esa desigualdad, o sea, hizo más amplia la brecha salarial entre trabajadores. Pero lo interesante, dice el investigador, es que no fue porque los que ganaban más se hicieron más ricos y los que reciben salarios más bajos más pobres, sino que TODOS los trabajadores recibieron MENOS SALARIOS medios, sea todos se empobrecieron un poco; es decir, todos perdieron, solo que los más pobres perdieron más.

El estudio concluye, como era de esperar, que se debe reducir más los salarios de los empleados públicos, aprobar la ley de empleo público y reducir las cargas sociales. Por supuesto, no habla de un fuerte aumento salarial para todos los trabajadores y con mayor monto para los trabajadores más pobres, sino que la receta es nivelar para abajo, empobrecer más a las capas medias y con ello aumentar, de manera general, la desigualdad social. La medicina que sugieren es peor que la enfermedad porque las cargas sociales proponen quitarlas a los empresarios y fijar un impuesto general sobre toda la población, especialmente -con toda probabilidad- sobre los trabajadores. 

El ingreso por el trabajo, los salarios, son solo una parte de todo el problema de la desigualdad social que aqueja a nuestra sociedad de manera crítica. Pero como se observa, también en el campo salarial estamos retrocediendo en cuanto a disminuir la brecha. Si esta tendencia la ubicamos con relación a TODOS los ingresos (salarios, beneficios, ganancias de capital, renta, etc.), se llega a la conclusión de que el país camina a ser un país cada vez más desigualdad de que ya es y no hacia su reducción o acortamiento.

La lucha contra la desigualdad es muy diversa porque abarca desde la reforma de un sistema tributario regresivo, cerrar portillos legales a la evasión y elusión, reducir el papel monopólico de nuestra economía, eliminar subvenciones ocultas y exenciones odiosas, aumentar salarios y apoyar fuertemente a los sectores más desposeídos. Como se ve hay que tocar algunos puntales del actual régimen para redistribuir la riqueza. Y eso requiere voluntad política y decisión, difícil de encontrar en esta campaña electoral.

La otra noticia recoge la respuesta de la Caja al ministro de Hacienda, quien tiene una campaña para desmantelarla aduciendo cifras equivocadas. De la información se desprende que durante esta administración Alvarado, el Gobierno de lo que ha presupuestado como trasferencias corrientes a la Caja, solo ha cumplido con el 50%, es decir que la deuda del Gobierno con la Caja aumenta cada año en ¢250.000 millones. El menos indicado para criticar las finanzas de la Caja es Villegas porque no honra sus compromisos. Primero páguele a la Caja y después critíquela.

Pero La Nación como está en lo suyo, en no descansar ni en las fiestas de fin y principio de año en atacar a los empleados públicos titula: “Gobierno gasta más en pensiones de funcionarios públicos que en IVM…”, ignorando que esas pensiones salen del presupuesto nacional porque no crearon el fondo de pensiones que correspondía y como si los funcionarios públicos fueren los responsables de los impagos del Gobierno. La Caja simplemente le contesta a Villegas que el gobierno paga ¢900.000 millones en pensiones, pero ¢2,2 billones en intereses de la deuda.

Efectivamente dos noticias realmente de mierda: crece la desigualdad de los trabajadores porque todos se han hecho más pobres durante la pandemia y el Gobierno se escuda en los empleados públicos para no pagarle a la Caja.

Juan Domingo Perón: defensor de las causas justas y de Argentina

Gabe Abrahams

Juan Domingo Perón (1895-1974) fue un militar y político argentino que fundó el peronismo o justicialismo y consiguió hasta en tres ocasiones ser presidente de la República Argentina (1946, 1951, 1973). En todos los casos, alcanzó la presidencia mediante elecciones democráticas.

Siendo un joven oficial del ejército argentino, Perón ocupó diversos destinos dentro del país. En esas fechas, escribió varios trabajos como Higiene militar (1924), Moral militar (1925), Campaña del Alto Perú (1925), El frente oriental en la guerra mundial de 1914. Estudios estratégicos (1928), entre otros.

En 1930, Perón ya formaba parte del Estado Mayor del ejército argentino y era profesor de historia militar en la Escuela Superior de Guerra.

En 1936, con el grado de Mayor del Ejército, fue nombrado agregado militar de la embajada argentina en la República de Chile, cargo al que pocos meses después se sumó el cargo de agregado aeronáutico.

En 1939, Perón se marchó a Europa en una misión del ejército argentino, residiendo en Italia y recorriendo Francia, Alemania, España, Yugoslavia, Albania y la Unión Soviética. Esos viajes fueron claves en la maduración de su pensamiento.

El 4 de junio de 1943, se produjo un Golpe de Estado en Argentina que derrocó al gobierno del presidente conservador Ramón Antonio Castillo, vinculado al nazi-fascismo durante la Segunda Guerra Mundial. En ese mismo año, Perón inició su carrera política como secretario del Departamento Nacional del Trabajo dentro del nuevo gobierno argentino. Desde ese cargo, desarrolló un programa social que atraería a sus filas a una parte de los trabajadores argentinos. La vertiginosa actividad del Departamento Nacional del Trabajo de Perón también ocasionó el creciente apoyo a su gestión por parte de dirigentes sindicales pertenecientes a las principales ramas de la izquierda (socialismo, comunismo, etc.).

Perón incorporó a la acción de su Departamento, entre otros, a los sindicalistas y socialistas José Domenech (ferroviarios), David Diskin (empleados de comercio), Alcides Montiel (cerveceros) y Lucio Bonilla (textil); a los sindicalistas y comunistas René Stordeur (gráficos), Aurelio Hernández (sanidad) y Ángel Perelman (metalúrgicos); y a sindicalistas revolucionarios como Luis Gay (telefónicos).

En 1945, la política argentina se radicalizó, existiendo un enfrentamiento entre el peronismo y el antiperonismo. Es decir, entre los partidarios de Perón, principalmente de clase obrera, y sus detractores, mayoritariamente los poseedores de la riqueza y el capital.

Juan Domingo Perón ganó las elecciones presidenciales argentinas de 1946, apoyado por su esposa María Eva Duarte, más conocida como Eva Perón. Desde esa fecha, Perón desarrolló un extenso Estado de Bienestar, centrándose en la creación del Ministerio de Trabajo y Previsión Social, en la nacionalización de los sectores básicos de la economía, en la redistribución de la riqueza a favor de los desfavorecidos, en el reconocimiento de los derechos de las mujeres y en una política exterior de alianzas sudamericanas.

Perón volvió a ganar las elecciones en 1951 liderando el Partido Peronista e inició un nuevo mandato, pero acabó siendo derribado por el Golpe de Estado militar del 16 de septiembre de 1955. El Golpe de Estado fue el ataque final y violento contra Perón por parte del antiperonismo que había tomado forma en 1945.

Perón se marchó al exilio y vivió durante casi dos décadas en Paraguay, Panamá, Santo Domingo y España. En ese exilio, no perdió su afán por la política, sino que intentó perfeccionar el socialismo patriótico que había fundado en Argentina y que ya era mundialmente conocido como peronismo. Hay escritos e incluso intervenciones suyas de esos años hablando del socialismo y del peronismo que demuestran su constante esfuerzo intelectual en esa dirección.

Juan Domingo Perón regresó a la República Argentina en 1973, cuando alcanzó la presidencia con el 62 por ciento de los votos. En su nueva aventura política, fue apoyado por su nueva esposa, María Estela Martínez, conocida como Isabel Perón o Isabelita.

Durante su gobierno, Perón propició la instauración de un pacto social entre las organizaciones de trabajadores, los empresarios y el Estado y concretó el ingreso del país en la Organización de Países no Alineados. Mantuvo una cierta fidelidad a su pensamiento original, tal y como él lo había concebido en los años cuarenta y desarrollado desde que fue nombrado en 1943 secretario del Departamento Nacional del Trabajo del gobierno argentino.

Juan Domingo Perón murió el 1 de julio de 1974. Tras su fallecimiento, fue suplido en el cargo de presidente de la República Argentina por su esposa Isabel Perón. El mandato de Isabelita terminó con el Golpe de Estado militar del 24 de marzo 1976, una especie de segunda parte del Golpe que envío al exilio a Perón en 1955.

Aún con la muerte de Perón y el final violento de su mandato, el peronismo o justicialismo sobrevivió a la posterior dictadura militar argentina (1976-1983) y regresó con la democracia. En las últimas décadas, no pocos presidentes y cargos políticos de la República Argentina han salido de sus filas, a la vez que estas siguen activas con un extraordinario vigor y confianza en el pensamiento de Juan Domingo Perón, convirtiendo al peronismo en un fenómeno político único en el mundo.

Dos datos dejan poco margen para la duda sobre esta última afirmación. En el año 2020, el Partido Justicialista (peronismo) era el partido argentino con una mayor cantidad de afiliados, contando con una cifra de 3.314.970. Hoy, el actual presidente de la República Argentina es Alberto Fernández, peronista convencido y presidente del Partido Justicialista.